En el camino de regreso a la hacienda,
mientras Fernando lleva el caballo de las
bridas, Sofía tiene la visión de Rene borracho,
y una luz de las candelas de Patrocinio se
filtra entre las hojas de los chilamates.
Parpadea y la visión se va. Respira
hondo. ¿Qué es lo extraño, después de todo?
Es viernes. Ella ya sabe que Rene llegará
borracho, sabe que bebe en la cantina de
Crescencio y Patrocinio, la pareja que, desde
que ella re cuerda, se encarga de todos los
borrachos del pueblo; de emborracharlos y de
hacerlos llegar sanos y salvos a sus casas. Se
despreocupa y vuelve a respirar. Mira las
hojas de los árboles ir perdiendo la luz. La
sombra de Fernando empieza a aparecer,
pequeña, a sus pies. Se ven juntas en el suelo
la sombra pequeña de ella sobre el caballo y la
de él. Le gusta observar a Fernando, el brazo
recio, con que aga rra las bridas, las manos de
mandador de hacienda, toscas pero sin perder
su gracia de agarraderas morenas. Las
imagina tocándola, ya se le ha hecho
costumbre inventar posibilidades diferentes
en cada recorrido del Encanto a su casa.
Desde que leyó el libro aquel del leñador y la
se ñora con el marido inválido, dispuso
encarnar en Fer nando la figura del leñador.
Ahora se entretiene y el viaje a caballo se le
hace placentero a su cuerpo que sólo placeres
solitarios conoce. Lo que más le gusta es
imaginar que hace calor y el sudor se desliza
por su nuca, moja los rizos del pelo que lleva
recogido atrás, moja el borde de sus pechos.
Fernando se seca el sudor de la cara con el an
tebrazo. Ella ordena a Fernando que se
detenga, él obe diente se detiene; ella se mete
detrás de unos arbustos, se quita la ropa y
sale desnuda, el pelo sin poder detener los
pezones sobresaliendo entre las hebras
negras, se dirige al caballo y monta
mostrándole a él, en el impulso de subir se a
la montura, la redondez de sus nalgas y la
hendidura oscura de su sexo. Él tiene la
cabeza baja y ella le ordena desviar la marcha
hacia el río. Va desnuda sobre el caballo y el
movimiento de la bestia le produce un
bienestar cáli do entre las piernas, goza de
sentir la turbación del hom bre, su estado de
asombro e impotencia, goza de sentir la
misteriosa seducción de su cuerpo actuando
sobre la es palda de Fernando, reducido a
condición de servidumbre. Llegan al río y ella
baja del caballo, se aparta el pelo de los
pechos sudados, se despereza, se toca el sudor
del cuerpo con las manos para acariciarse y
luego se tira al agua, flota boca arriba
sostenida por dos globos ingrávidos. Fernan
do levanta de vez en cuando la cabeza y la
vuelve a bajar, hace círculos con el caite sobre
el suelo, está rojo y ella puede oír los golpes
de su corazón atronándole los hue sos,
haciéndolo temblar de algo que ni él mismo
sabe si es rabia o excitación dominada a punta
de miedo, de que el patrón no le crea nada
cuando ella diga que fue él quien la obligó. Se
imagina salir del agua y volver a subir
desnuda sobre el caballo, pasar al lado del
hombre como si él no existiera, pero dejándole
caer el rocío de su cuerpo moja do, de su pelo
empapado y ahora me vas a esperar a que me
seque, Fernando, me vas a llevar a un lugar
donde me pueda acostar en la hierba y
secarme y vos te vas a sentar a esperar.
Están mojadas las piernas de Sofía sólo
de imaginar todo esto a espaldas de Fernando
que sigue andando, con duciendo el caballo de
las bridas. Ya se ve la silueta de la casa
cuando ella decide que quiere incitarlo,
prepararlo como un acólito para la celebración
del santo sacramento y le dice:
—¿Sabes qué Fernando? Te voy a
prestar un libro que siempre recuerdo cuando
me traes a la hacienda...
Le prestará el libro, él comerá la
manzana y ella podrá actuar sus fantasías.
—No sé leer, doña Sofía —contesta
Fernando.
Se baja rabiosa. Le da rabia Rene que
tiene un manda dor que ni siquiera sabe leer.
Le ordena a Petrona que le prepare el agua
tibia del baño y se baña como desaforada,
intentando hacer ella de hombre consigo
misma, pero el placer no viene, se lo lleva la
cólera.