—Niña Sofía, niña Sofía, la busca
Gertrudis. —La voz de Petrona rompe el sueño
ligero de Sofía quien se ha queda do dormida
con el libro abierto sobre las piernas, sentada
en la mecedora.
Hace tiempo que no ve a su amiga y se
alegra de sa berla allí. Se levanta, se acomoda
el pelo y grita que pase.
El cuarto de costura se ha ido
transformando en agra dable celda de reclusa,
oficina de menesteres invisibles. Hay dos
sillas mecedoras de madera de cedro, repisas
con libros en las paredes, plantas en las
esquinas, una mesa en tre las dos sillas, otra
al lado de una de las mecedoras con canastos
llenos de hilos de tejer, una caja de madera
don de guarda la baraja del Tarot para
protegerla de las malas vibraciones y una
vieja cómoda sobre la que hay un flore ro con
rosas que Sofía corta todas las mañanas. En
una es quina se ve la máquina de coser y un
perchero donde ella coloca las camisas que va
bordando.
Gertrudis abre la puerta donde ya está
de pie Sofía, es perándola.
Se ve bien Gertrudis, con su falda azul,
la camisa blan ca y el pañuelo de colores
sobre los hombros. Las amigas se abrazan.
cómo te va en Managua?
Managua es una ciudad sin padres, dice
Gertrudis, un engendro de los cataclismos,
una ciudad que se repite en ciudades
pequeñas y desoladas a lo largo y ancho de las
rutas de buses, es una ciudad donde falta la
luz y la laguna que da agua no entiende que
no debe secarse, es una ciu dad con cuevas de
Alí Baba, barrios donde habitan los cuarenta
ladrones, una ciudad que podría haber sido
lin da, lindísima, como una postal de esas que
venden en los países donde hemos ido, con un
lago que se ve a lo lejos y volcanes, pero la
ciudad les da la espalda, no les ve a ellos, ni a
las lagunas que tiene en el medio de su
corazón donde desaguan cauces de lodo, es
una ciudad con carreteras que parecen
anchas pero que no lo son porque los hoyos en
el pavimento obligan a los conductores a
viajar en es trechos precipicios de asfalto, es
una ciudad de locura...
—Vos me hablas de Managua y yo
apenas ni conozco ese lugar. La verdad es
que, a veces, pienso que me gusta ría irme de
aquí, pero no sé dónde. Fausto dice que París
es bellísimo.
—Debe ser —dice Gertrudis—, pero este
es mi país.
—Bueno, vos sabes que este es tu país,
pero yo no. Yo no tengo país.
¿Quién dijo eso? ¿A quién le oyó decir
eso? La memo ria de Sofía suelta un menudo
candado y una escena de feria se ilumina en
el proscenio de su mente. Ve la enorme rueda
giratoria con los pasajeros viajando en círculos
per petuos, escucha los sonidos tristes de
organillos lamentan do su suerte callejera, ve
los caballos de sonrisas perennes cruzar una y
otra vez en su galope estático, las torres rosa
das de algodón de azúcar, el blanco al que
disparan los jóvenes, la mujer con cuerpo de
serpiente dibujada en el dintel de una tienda
color rosa viejo. Se ve ella observando desde
una menuda estatura al joven bien vestido y
de an teojos que pregunta a la mujer de falda
floreada: ¿De dónde son ustedes? No tenemos
país, contesta la mano que la jala y la lleva
cerca de la mesa de mantel colorido donde las
gitanas adivinan la buena fortuna.
Sofía comenta con la amiga cómo desde
que murió Eulalia, los recuerdos le están
volviendo. Lo malo es que son como los
sueños, le dice, uno los ve claros en la mente,
pero luego no existen las palabras ni siquiera
para contár selos una misma. ¿Cómo hablar,
por ejemplo de un tiem po espeso como
melcocha de dulce que uno estira de un lado
al otro o lo anda detrás como perro? Cómo
hablar de casas con el techo en el piso,
ventanas en el colchón de la cama, lavamanos-
almohadas, mesas que se doblan como
sábanas... si te lo digo y no te estoy diciendo
nada porque además nada es como te lo dije,
a lo mejor apenas se parece... pero yo sé que
son recuerdos, que estoy recu perando los ojos
de la infancia.
—Es desesperante —prosigue Sofía— A
veces me que do horas con los ojos cerrados
para ver si veo las caras. Si veo, por ejemplo,
la cara de la mano a la que oí decir lo de que
los gitanos no tenemos país... Sé que es la
cara de mi madre, Gertrudis, pero por más
que trato, no puedo verla.
En eso están cuando llega Rene. Abre la
puerta y cuando ve a Gertrudis, se quita el
sombrero de granjero y se mira las botas
sucias. Se saludan y ni la presencia de su
mejor amiga, le permite a Gertrudis evitar el
calor de las me jillas y el nerviosismo con que
afirma con insistencia que no se puede
quedar a cenar, que debe irse. Sale apresura
da tras despedirse de la amiga y mientras
cruza el portón de la hacienda se pregunta
por qué no habrá podido olvidar ese imposible
amor por Rene y el ardor que siente desde
que él escogió a Sofía como esposa