En la mañana del Diriá se abren las
pulperías, las mujeres entran con las manos
vacías y salen con las bolsas de le che, el bollo
de pan envuelto en hoja de periódico. Pasan
las carretas con la leña y el hombre arriando
los bueyes sube por la vereda más allá de la
iglesia a dejar leña en el patio de Julio que
tiene un horno donde cocina ollas que vende
en Managua para que la gente pueda sembrar
plan tas enjardines interiores. Los niños de la
Lola, de la Ni dia, de la Verónica, salen para
la escuela con sus pantalo nes y faldas azules
y camisas blancas, llega el periódico en la
bicicleta de Fermín, salen los hombres a
trabajar en la cantera, se acomoda el día entre
las casas del Diriá y el sol va subiendo al
cenit. La niña viene bajando de la ermita en
lo alto del mirador donde se durmió llorando
porque no pudo encontrar a la madre. Viene
con la mudada que tenía puesta cuando
despertó por el pleito de los padres: la ajada y
larguirucha falda roja, la camisa de flores
here dada de su madre, y sus únicos zapatos
negros. En lo alto de ' la vereda se detiene. Ya
no se ve nada del campamento. No hay nadie.
Sólo payos; sólo gente que no es gitana, gente
que no conoce, gente que sólo vio el día
anterior de lejos, mujeres a quienes las de la
tribu les leyeron la suerte en la palma de la
mano. Su madre no era gitana. De noche,
cuando estaban solas y el padre no podía
oírlas, le con taba cómo ella se había ido de
su casa detrás de él por amor. Era por no ser
gitana, le explicaba, que la tribu no le
permitía leer las manos, ni decir la suerte
como hacían las otras mujeres. Para ella, su
madre era un personaje que siempre parecía
estarla protegiendo de peligros in minentes, y
que a menudo lloraba mientras decía que
rerla mucho. La niña la busca, pensando que
ella debe an dar por allí buscándola también.
Camina y sigue bajando por la vereda y pasa al
lado del taller de Julio, junto al hombre que
empuja la carreta de bueyes. Se asoma a la
iglesia de puertas cerradas donde ya no hay
nadie y baja y mira dentro del redondel de
madera donde se ha cen las corridas de toro y
sigue bajando hacia la calle principal del
pueblo hasta que Eulalia, que está asomada a
la ventana esperando al chavalito que vende
tortillas, le ve la angustia en la cara, se
acuerda que andaba con los gitanos, sale a la
calle y le dice: Eh, muchachita, vení para acá.
La Eulalia le da tiste, le da una tortilla
grande, redonda y caliente y le pregunta cómo
se llama.
—Sofía —dice ella, y se pone a llorar.
—¿Cuántos años tenés?
Siete.
Entre sollozos dice que su padre es
Sabino y su madre Demetria. No sabe de
dónde vienen, ni para dónde van. Eulalia la
mira. La niña tiene ojos de almendra, nariz
recta y un pelo negro tupido y crespo. Es
morena lavada. Boni ta la muchachita, piensa,
pobrecita. De la mano de Eula lia, Sofía
recorre el pueblo, pero ni su madre ni su
padre están por ninguna parte. Ella no puede
entender que la madre la haya dejado. Su
padre es otra cosa, pero su ma dre siempre se
ha preocupado por ella. Regresan a la casa de
Eulalia y la niña llora y está cansada.
Habrá que llamar a la policía, piensa la
vieja, avisar que busquen a los gitanos. La
niña se duerme al rato so bre la tijera de lona.
Eulalia sale sin hacer ruido y se cruza a
la casa del al calde, al otro lado de la calle. El
alcalde está con don Ra món, el hacendado
más rico de la zona. Cafetalero de al tas
polainas. Viudo. Todos lo quieren; su riqueza
no inspira resentimientos porque es un
hombre justo. Avisa rán a Managua, dicen, y
al poco rato todo el pueblo sabe lo de la niña.
Se comenta en todas las casas: desnaturali
zados, dicen, malos padres esos que
abandonaron a su hija y pobrecita la
muchachita y la quieren ver, la miran y le
ofrecen hojuelas, dulce de alfeñique, elotes
cocidos cuan do la niña sale por la tarde y
camina por el pueblo aso mándose a las
puertas de las casas.
Algunos se apartan y apartan a sus hijos
de las puer tas, les prohíben acercarse a la
niña. Mal agüero, presagio extraño esa gitana
apareciendo de la nada entre ellos. Pa rece
cosa del diablo.
A la semana, el alcalde llama a Eulalia.
Se hace concejo con los más viejos del pueblo,
los más sabios. Los padres no han aparecido.
En Masaya hay rumores de que se ha vuelto a
ver la Carreta Nagua —la mujer fantasma que
llora a los hijos perdidos—; en Chinandega se
tuvo noticias del paso de los gitanos hacia El
Salvador. Dicen que un gitano bo rracho se
quiso robar una niña en el parque. Eso es
todo.
—Pusimos anuncios en el periódico —
dice don Ra món—, anuncios en las radios,
avisamos a los bomberos por si llegaba alguien
a buscar una niña perdida... nada.
—Nunca volverán —afirma misteriosa
doña Carmen, cuyas predicciones mágicas
respetan.
Se miran todos en silencio. Se mecen en
las altas buta cas de balancines de la casa del
alcalde. La Eulalia no sabe por qué está
contenta. Finge preocupación, pena, pero
siente que la presión le está subiendo de pura
excita ción. Si no fuera porque sería
incorrecto alegrarse, hasta podría subir al
mirador y darle gracias a la Virgen de la
ermita; besarle los piececitos romos de tanta
caricia devo ta. Pero en el círculo de silencio,
alguien más se alegra: el viudo don Ramón
piensa que él podrá educarla, tener al fin la
hija que tanto deseó, darle todo. Su corazón es
muy grande para él sólo.
—¿Qué hacemos? —dice por fin el
alcalde.
—Yo me puedo hacer cargo de ella —
dicen la Eulalia y don Ramón al mismo
tiempo.
Los demás callan. Se hace un silencio
difícil. De reojo, unos a otros se miran.
Piensan que la Eulalia es una buena mujer,
pero todos conocen la estrechez de su vida,
sus ma nías de vieja sola, las lloraderas que le
agarran cuando se acuerda de sus dos hijos
muertos en la guerra. Por días la Eulalia se
encierra y nadie la ve, a la fuerza la tienen
que ir a sacar del cuarto... aunque la Eulalia
la encontró, la vio primero; pero don Ramón
es solo, nunca tuvo hijos y con él la niña
podría tener una buena educación, hasta
podría ir al colegio si quisiera. Don Ramón
tiene una casa amplia y hermosa con jardines
y loras y lapas y vacas que dan le che y la
Sofía se pondría gorda y hermosa y sería una
mujer alta. Se olvidaría que era gitana. Casi
puede oírse el zum bido de los pensamientos.
La Eulalia los siente y siente que la presión se
le baja. Don Ramón no quiere mirarla. El
también sabe por dónde va la cosa y le da
pena la Eulalia.
Los balancines de las sillas marcan el
tiempo, el silen cio de los que se mecen y
piensan. Nadie habla.
—La Eulalia la podría cuidar en mi casa
—dice por fin don Ramón—, después de todo
es cerca.
—Sí —dicen los demás, aliviados. La
Eulalia la puede cuidar, porque la Sofía es
mujer y necesitará una mujer que haya tenido
experiencia.
Las caras recobran su expresión. Se
aflojan los múscu los del alcalde que se seca el
sudor con un gran pañuelo a cuadros rojos y
verdes.
No le toma mucho tiempo a la Eulalia
reconciliarse con la idea. Hay que reconocer
que es una buena idea. Una idea justa, igual
que don Ramón.
—Pero hay que seguir poniendo
anuncios en el periódi co -dice el alcalde— a
ver si aparecen los verdaderos padres.
Don Ramón asiente con la cabeza. Se
agacha para ajustarse las polainas. Hacía
tiempos que no le daban ga nas de llorar y no
quiere que le vean los ojos húmedos.
La niña, callada, se alegra porque va a
andar de cami no otra vez. No está
acostumbrada a la oscuridad de las casas. La
Eulalia es buena y se ha preocupado porque
nada le falte, pero ella echa de menos el
carromato y la tri bu. Su vida entera la ha
pasado de un lugar al otro. Su vida es lo
provisorio, los juegos en las calles, las ferias
de los pueblos, el círculo alrededor de
hogueras en las no ches, la gran familia y su
madre obligándola a acostarse temprano
porque si no se quedará pequeña y nunca cre
cerá. Salen a la carretera y el jeep da tumbos
sobre los ho yos en el pavimento mal
mantenido. Es mayo y florecen los malinches,
hay fuego de flores a orillas del camino.
La Eulalia va bien bañada y vestida. Se
le ven los círcu los de talco en el cuello y bajo
los brazos. Hace tanto que no le daban ganas
de arreglarse, piensa, ni talco se echa ba ya y
esta mañana sacó el vestido café, el pañuelo
flo reado de cabeza y hasta se pintó los labios.
El chofer se lla ma Danubio. Danubio como el
río, como el Danubio azul, el vals con el que
el papá y la mamá se enamoraron. Plati ca con
la Eulalia sobre las primeras lluvias del
invierno. Va a ser bueno, se esperan buenas
cosechas, se van a me jorar las cosas, dice.
Ojalá, contesta la Eulalia. La niña mira los
carros, mira las caras en los carros, se fija en
los caminos de tierra que salen a la carretera,
todavía espera que la vengan a buscar,
aunque recuerda lo que le decía Sabino, su
padre, que para los gitanos era cuestión de vi
vir cada día sin pensar para atrás, ni para
adelante. Eso era ser gitano, le decía, esa era
la diferencia con los payos que tenían que
estar siempre en un lugar porque eran es
clavos de lo que había pasado y lo que debía
suceder. Ellos no, nada los ataba.
Entran bajo el arco que anuncia el
nombre de la ha cienda. Sofía lo mira todo;
mira los cafetales que se extien den lado a
lado, los grandes árboles que les hacen som
bra, mira los pastizales donde pacen las vacas
y al fondo la casa-hacienda grande, de techo
de tejas rojo y paredes celestes.
Don Ramón está esperando en la puerta
de la hacien da El Encanto.