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A los cuatro años de casada Sofía,
muere Eulalia.
—Quién iba a pensarlo, hija —dice don
Ramón en el en tierro— ¡quién iba a pensar
que yo iba a durar más que ella!
El cortejo fúnebre se aglomera alrededor
del cemente rio pequeño y colorido del Diriá.
No hay quien no llore a la Eulalia. No hay
quien no vea pasar por la mente imáge nes
vivas de la mujer cuyos restos yacen cubiertos
por el velo de novia de Sofía, en el catafalco
de madera de pino.
Rene toma del brazo a su mujer y trata
de consolarle las lágrimas.
Sofía se suelta con violencia y camina
hasta quedarse sola en un extremo de la fosa
que cavan los mozos de la hacienda.
Desde que se casó, se ha puesto más
alta e imponente. Durante el entierro, llora,
sintiéndose por primera vez in finitamente
huérfana.
Después de la muerte de Eulalia, Rene
la deja salir to das las tardes a visitar a don
Ramón. Pero no sale sola. Fernando, el
mandador, le lleva el caballo de las bridas
todo el camino de ida y vuelta.
La muerte de Eulalia tiene un efecto
extraño sobre So fía. Don Ramón lo nota. Anda
nerviosa e irritable. Parece un pájaro
enjaulado brincando de un lado al otro contra
los barrotes. Don Ramón teme que se acabe
golpeando y en las noches en que siente la
muerte rondándole, la echa a gritos, porque
no puede dejar sola a la Sofía. Sin embar go,
la muerte le hace cada vez menos caso y él lo
sabe. Úl timamente le ha visto la cara.
La ha visto asomarse impúdica, sin
velo, por la venta na de su cuarto.
—Tenés que calmarte, hijita —le dice a
la Sofía, viéndo la golpear el suelo con la
punta del pie, sin parar.
Sofía se mece en la butaca de respaldar
alto del corre dor. Se mece y se mueve en la
silla. Asiente con la cabeza, pero sigue
moviéndose.
—¿Has hablado con Fausto?
—Fausto dice lo mismo que usted. Dice
que me calme. No sé por qué me dicen eso.
Yo estoy igual.
Pero no está igual y ella lo sabe. Cuando
va de regreso a la hacienda, odia a Fernando
quien camina despacio lle vando las bridas del
caballo.
La tentación de fugarse e irse a rodar
mundo en vez de pretender la pasividad de
esposa «decente» que se espera de ella, la
acosa, y de no ser por don Ramón, ya estaría
le jos de allí sin saber muy bien dónde. Sus
habilidades de agorera le han ganado fama en
los alrededores y le permi ten una distracción
que Rene no impide por considerarla
intrascendente. Últimamente, sin embargo,
está distraída y los significados de los arcanos
se le escapan. No encuen tra paz ni sosiego en
la costura; ni siquiera en la lectura, que
durante algún tiempo la entretuvo y la sacó de
los muros de la casa llevándola a lugares
remotos y extraños. Por las noches se queda
fija viendo la televisión, hipnoti zada y
ausente. Cuando Fausto la llama, habla y
habla con él y luego olvida qué le dijo.
—Parece una sonámbula caminando por
la casa —dice Petrona a Engracia.
—Yo creo que no se le pasa la muerte
de Eulalia. Y don Rene se está poniendo cada
día más furioso. Un día de es tos la va a
agarrar del pelo y la va a zarandear. Ya le he
visto la intención en los ojos varias veces.
El día de la misa de mes de la Eulalia,
Sofía va a la igle sia con Rene. Don Ramón la
nota más tranquila. Nota, in cluso, un brillo
de novedad y alegría en sus ojos y piensa que
ya se le está pasando la desesperación de la
muerte.
Sentada en la banca de la iglesia, Sofía
no oye los rezos del cura.
Piensa en la voz del hombre
desconocido con el que habló por teléfono la
tarde anterior. El mismo que hacía cuatro días
llamó a la casa marcando un número equivo
cado y que, desde entonces, no ha dejado de
llamarla to dos los días.
-Aló. ¿Es el 4022 de Masaya?
—No, está equivocado. Llamó al Diriá.
-¿Qué número?
-El 4122.
—Perdóneme pero tiene una voz muy
bonita. ¿Cómo se llama?
—Sofía.
—También su nombre es bonito. ¿Y qué
hace usted?
—Soy gitana. Leo la buena fortuna.
—Tiene una voz muy joven para ser
pitonisa.
—Soy joven. ¿Y usted quién es?
—Me llamo Esteban. Soy abogado.
—Mucho gusto.
—Bueno, perdone la interrupción, pero
me alegra ha ber hablado con usted. Tal
vez me puede leer la fortuna por
teléfono...
—¿No me podría llamar mañana?
—Claro que sí —y la voz del hombre
suena entre diver tida y cómplice.
—Me llama mañana, ¿de verdad?
—Sí Sofía, con mucho gusto la voy a
llamar.
Así se lo cuenta a Eulalia en la iglesia.
Por si acaso, en al gún lugar, Eulalia puede
oírla. No ha podido reconciliarse con su
muerte tan imprevista. Siente que Eulalia,
igual que su madre, la abandonó sin darle
ninguna explicación. Se re futa a sí misma
argumentando la ceguera de la muerte, pero
en el fondo resiente y duele la pérdida de su
madre adop tiva y entre los dos sentimientos
se establece un balance que pone el hecho de
su muerte a una respetable distancia.
Rene piensa que su mujer está rezando
y agacha la ca beza intentando rezar,
intentando no distraerse mirando a todos los
demás que parecen absortos en el recuerdo de
Eulalia que flota en medio del humo de los
cirios y el cán tico del sacerdote que entona el
«Cordero que quita los pecados del mundo.
Ten piedad de nosotros».
Después de la misa, los del pueblo se
reúnen en El En canto y comen cerdo asado y
plátanos, bajo la sombra de los chilamates.
Las matronas no cesan de recordar a
Eulalia, como es tradicional en esas
celebraciones fúnebres; mientras los hombres
discuten de precios y fertilizantes en una
esquina del patio de secar café.
Sofía habla con Engracia y doña
Carmen, soplándose la cara con un abanico de
palma.
El vacío que la muerte de Eulalia le
hiciera aflorar, ha ido cediendo a la novedad
de las llamadas telefónicas, la excitación de
tener un amigo que le ayude a transgredir el
espacio de su encierro, otro secreto que ahora
sólo ella co noce.
—Estoy segura que la Eulalia murió feliz
—dice En gracia.
—Por lo menos, murió sin darse cuenta
—responde doña Carmen— En eso tuvo suerte.
Yo si algo le pido a Dios es que me lleve así
también, en el sueño. Acostarme un día y ya
está; pasar dormida al otro mundo.
—A mí me hubiera gustado despedirme
de ella —dice Sofía— Nunca se me va a quitar
esa sensación extraña de río haberme
despedido de ella. Lo último que le dije fue
«nos vemos mañana» y ahora ese «mañana»
ya no va a existir jamás.
-Si, mijita. Para los que nos quedamos
es triste —dice Engracia— Pero para el que se
muere, es mejor no tener que despedirse. Yo
me acuerdo cuando se murió mi ma mita...
aquel desfile interminable frente a la cama y
la po bre señora, afligida de saber que ya se
iba de viaje...
»Para mí que eso es crueldad. Ahora
que estoy vieja comprendo el miedo que ella
tenía; ¡cómo lloraba! Noso tros creíamos que
lloraba por la despedida. Ahora me doy cuenta
que lloraba de puro miedo.
Sofía no entiende por qué tendría uno
que llorar de miedo a la hora de morirse. La
muerte era algo tan remo to. Se le viene a la
mente el recuerdo de un carromato en llamas.
Apenas si tiene recuerdos de antes del Diriá;
pero oyendo hablar a Engracia y doña
Carmen, tiene la visión instantánea de la
ceremonia fúnebre de su abuelo gitano. Los
gitanos quemaban el carromato del difunto
con todas sus posesiones.
—¿Y qué irá a pasar con sus cosas? —
pregunta distraí da— Los gitanos las queman.
Queman todas las cosas de los difuntos.
Engracia se contiene el impulso de
persignarse. Jamás antes escuchó a Sofía
referirse a su origen. Doña Carmen la mira
curiosa.
-¿Cómo decís? —le pregunta.
—Acabo de recordar el entierro de mi
abuelo gitano. No me acuerdo de su cara, ni
nada. Sólo recuerdo que le prendieron fuego a
su casa, a la carreta donde él vivía. Yo debía
ser muy chiquita; pero recuerdo las
llamaradas y to das las mujeres gritando.
—Santo Dios —dice Engracia—. Mejor
que ni te acordes de esas cosas, hijita, vos ya
no sos de esa gente. Acordate que esa gente
te dejó botada.
«Me dejaron botada», piensa Sofía.
Desde niña se lo han repetido tantas veces,
casi de forma inmisericorde, sin percatarse de
la desolación, el agujero en el pecho que le
abrían cada vez que le recordaban el
inexplicable abando no de los suyos. Ella
siempre ha querido entender su des tino
torcido. A veces culpa a los gitanos de que la
madre no haya vuelto. Quizás no la dejaron
regresar a buscarla. Frecuentemente pensó
que Eulalia esperaba el momento para
revelarle el misterio. Más de una vez la
imaginó en su lecho de muerte, dándole a
conocer el oscuro secreto de su origen. Pero
Eulalia murió mientras dormía. Ya na die
podría responderle.
—Me hubiera gustado despedir a Eulalia
—dice, y se le vanta. Camina despacio,
abanicándose con el abanico de palma, hasta
acercarse a don Ramón y quedarse sentada, en
silencio, al lado del viejo.
La mano de don Ramón acaricia la
espalda de Sofía. Cae la noche y las
luciérnagas aparecen y desaparecen, las bujías
en los postes se encienden alumbrando a los
concu rrentes; sus voces con la oscuridad se
hacen más altas, in tercalándose con
risotadas. En una esquina, Rene ríe con sus
amigos finqueros. Nadie me conoce, piensa
Sofía, to dos me han visto desde niña y sin
embargo, nadie me co noce. ¿Qué pensarían
aquellas gentes de ella?, se pregun ta, ¿qué
pensarían si supieran, por ejemplo, las veces
que ha deseado que Fernando, al llevarla de
regreso a la ha cienda jalando la brida del
caballo, haga un acto de locu ra, la meta en
los cafetales y le haga un amor apasionado
como el leñador de una novela que leyó o las
veces que ha planeado envenenar a Rene con
estricnina desde que leyó Castigo Divino, la
novela de Sergio Ramírez, que ha sido tan
celebrada en los periódicos y en la televisión?
No quiere admitir —le parece perverso— que
también ha de seado la muerte de don Ramón,
la muerte de esa obliga ción que le condena a
estar allí fingiendo ser una apacible mujer
casada.
«Debería ser mala e irme de una vez»,
piensa, y se arrepiente de inmediato cuando
don Ramón vuelve a pa sarle la mano por la
espalda.
—¿Aló? ¿Sofía?
—Sí.
—Es Esteban.
—¿Qué tal?
—Aquí trabajando, pensando en vos.
Silencio
—¿Estás bien?
—Más o menos.
—¿Estás triste?
—Aburrida más bien.
Sofía se deja llevar por el tono de voz de
Esteban. Lo imagina guapo y dulce, aunque no
pocas veces le ha en trado la duda de estar
equivocada y que más bien puede tratarse de
un hombre barrigón y repulsivo. Descarta la
idea sin embargo; ya que está jugando a la
fantasía, se dice, lo puede imaginar tan
hermoso como le parezca, al menos su voz es
ronca y pastosa, agradable. Hablan de sus
vidas respectivas: él le cuenta de sus
frustraciones coti dianas en los Juzgados, los
papeleos, los casos innumera bles de divorcio
que, desde que se cambió la legislación y el
divorcio es unilateral, tiene que atender casi a
diario. «Los males de amor van a acabar
conmigo», le dice. Sofía pregunta y pregunta.
«Pareciera que te querés divor ciar», dice
Esteban. «Algún día lo voy a hacer» contesta
Sofía. El no entiende cómo una mujer como
ella soporta un matrimonio sin amor, dejando
que se le pase el tiempo. No puede conciliar al
personaje rebelde de sus fantasías, con la
mujer que argumenta responsabilidades
filiales para continuar aquel contrato. Sofía lo
desconcierta y le fascina.
—Fausto te ha estado llamando bastante
—comenta En gracia, como quien no quiere la
cosa.
Sofía la mira, no dice nada y al otro día
llama a Fausto y le pide que vaya a visitarla.
Fausto llega en su carro blanco medio
destartalado. Se ha dejado crecer los bigotes y
lleva unos bluejeans apreta dos y su eterna
camiseta de lagartito.
Sofía ríe al verlo acercarse. Fausto
siempre le provoca una sensación extraña,
más que un amigo lo considera una amiga.
Puede fácilmente imaginarlo vestido con
indumen taria femenina. «Es maricón», le
dice Rene, y a ella le pare ce muy bien que lo
sea. Por lo menos Rene la deja en paz con él.
Sofía lo lleva a su cuarto de costura. Ya
allí, abre las ven tanas para que el viento
disipe el denso calor de las tres de la tarde.
—Creo que estoy enamorada —le dice.
—Ay, muchacha, no me soltes algo así
tan de repente —dice él—. ¿Se puede saber
quién es el afortunado mortal?
—No lo conozco. Sólo he hablado por
teléfono con él.
Fausto mueve la cabeza incrédulo.
—Quiero que lo busques para que me
digas cómo es, porque en cuanto pueda me
escapo con él.
—Ay, mamita, no seas tan desesperada.
No vas a termi nar de haber salido de uno
cuando ya te vas a enredar con otro...
—¿Y qué importa? De todas maneras,
uno necesita pareja.
Fausto calla y luego dice que sí, tiene
razón; toda per sona necesita una pareja.
Piensa que si a ella él le gustara un poquito,
podría reconsiderar sus inclinaciones. Ser ho
mosexual en una sociedad como la
nicaragüense, es un martirio. Ser homosexual
en Nicaragua es ser un íncubo, hijo del
diablo, hombre de tres patas, payaso,
encarnación de la antinaturaleza. Ah
desgracia de haber nacido con aquella cosa
entre las piernas y no como Sofía, con la ele
gante hendidura, las curvas, nada tosco en su
construc ción de instrumento musical. El a
diario se arrepiente de haber dejado Francia.
Todos sus esfuerzos porque le gus ten las
mujeres, han terminado en rotundos fracasos.
—¿Y dónde trabaja este señor? ¿Cómo
se llama?
Sofía le da los datos y le pide que jure
no decirle nada a nadie, sólo él y ella conocen
el secreto.
—Y, además, si la Engracia te comenta
que mucho me estás llamando, invéntale
cualquier cosa pero convéncela de que sos vos
el que me llama. Creo que tiene sus sos
pechas.
Engracia reza en las noches. Tiene la
casa llena de can delas, ya no encuentra
dónde ponerlas. Desde que se mu rió la
Eulalia, la vida de Sofía le cayó del cielo como
una responsabilidad que nadie sino ella
misma se confió para su desgracia. Y desde
hace días sospecha algo extraño, algo le huele
a pecado, a cosa encerrada, escondida; sufi
cientes cosas ha visto ella en su vida para que
se le pase el cutis rosado de la muchacha, sus
sobresaltos cuando sue na el teléfono, aquello
de estarse viendo en el espejo todo el día. Se
comporta igual que cualquier mujer que se
ena mora del hombre que no le toca. Y sin
embargo, Sofía nunca sale. ¿Cómo pudo
haberlo conocido? ¿A través de las tapias?,
pero ya Engracia las revisó todas y no hay
hendiduras; ¿en la iglesia?, sólo mujeres van
a la iglesia es tos días. La Engracia hasta
recuerda el cuento de la mujer aquella de
Catarina que se enamoró de un fantasma; la
gente decía que la oía gritar de placer en las
noches pero nadie vio jamás nada en esa casa.
Hasta hablaba con él, tía, le decía una sobrina
que vivía en el vecindario... En fin, que Sofía
podía estar enamorada. A lo mejor hasta de
Fausto. ¿Y si no era marica Fausto y sólo se
hacía? A lo mejor fingía para que Rene no le
tuviera celos. Inteligente el señor ese. Seguro
que era eso. Seguro que era Fausto. Y ella,
¿qué podía hacer si no rezar? Después de
todo, la po bre muchacha se merecía que
alguien la quisiera. Bien ga nado tendría Rene
que otro se la llevara si nunca tenía un gesto
para con ella, la trataba con una indiferencia
que a ella le helaba la sangre en las venas.
—¿Sabes Fausto que me he estado
acordando de cosas de cuando yo era niña?
Fausto la mira con curiosidad.
—Es como que la muerte de Eulalia
despejara un área de mi memoria. O tal vez es
que tenía pereza de recordar porque pensaba
que ella me guardaba los recuerdos, o no sé si
ella me los devolvería en sueños después de
muerta... no sé, pero poco después que murió
recordé el entierro de mi abuelo y más
recientemente recordé otros países donde
anduvimos, países con montañas altas y nieve,
paí ses donde tuve frío. Hasta recordé ciertas
palabras de la no che en que me perdí. Mi
padre y mi madre se pelearon...

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora