Hace días que Fausto la llamó para
darle el reporte de su efímera visión de
Esteban. «Nada extraordin0ario», le dijo. «No
es ni feo, ni guapo, ni alto, ni bajo, ni gordo,
ni flaco, ni blanco, ni moreno. Es normal,
corriente. Tiene una cara amable». Ella le
insistió en más detalles, pero él per sistió en la
vaguedad. Por fin, le dijo: «¿Para qué querés
saber cómo es? Seguí soñando».
Y siguen. Las conversaciones telefónicas
se hacen cada día más apasionadas e íntimas.
Hablan de lo que harán cuando se vean. Sofía
le describe su cuerpo y los sueños que tiene
por la noche; él le dice que se levanta mojado
en las mañanas y que no puede soportar más
tiempo sin ver la. Varias veces Sofía ha estado
tentada de citarlo en su ruta desde El Encanto
hasta su casa, indicarle un quiebre del camino
desde donde él podrá verla pasar a caballo,
pero no se decide a hacerlo. Hay algo
excitante en el he cho de no haberse visto
nunca, un espacio donde su fanta sía puede
andar sin riendas, describiéndole a él paisajes
inexistentes, fisonomías imaginadas de sí
misma. Con él, mientras no la vea, puede
despojarse de todos los peque ños defectos
que le molestan de su anatomía, el pelo de
masiado crespo, los hombros anchos, las
pantorrillas un poco delgadas... Y él ¿hará lo
mismo?, se pregunta, sin que le importe
mucho, porque es parte del juego, del acuerdo
tácito de engañarse un poco para alimentar
sus sueños.
Entre los recuerdos de infancia que
afloran en visiones repentinas, sus planes de
envenenar a Rene y seducir a Fernando, los
futuros que teje para las demás y para sí
misma alrededor de Esteban, Sofía se pasa el
día sumida en un marasmo de invenciones. La
realidad se mezcla con los sonidos de su
mundo imaginario. Sentada en su cuar to de
costura, constantemente tiene la sensación de
oír el teléfono, imagina la muerte de Rene en
estertores, enve nenado, se ve libre en un
paisaje incompleto trazado con retazos de
memorias de la infancia...
—Está como en la luna, doña Carmen —
le dice Petrona a la adivina—. Parece que
estuviera posesionada por los espíritus.
Cuando duerme la siesta en su cuarto, grita.
Esa noche, doña Carmen espera que se
apaguen las luces, que todas las puertas de las
casas encierren el sueño pesado de sus
moradores, para salir con su rebozo de bru ja
y las sandalias de suela de hule que no hacen
ruido. No hay luna, pero ella conoce las calles
de memoria y las pue de caminar hasta con
los ojos cerrados si quisiera. Hace un frío
húmedo y doña Carmen mira, al pasar por la
ven tana de la cantina, el fantasma de Mocho
con su palo de billar jugando en la mesa de
pool una partida con bolas invisibles. No
podía fallar, piensa. Moncho siempre salía en
las noches húmedas. Ni muerto aguantaba el
reumatis mo que lo martirizara en vida.
Se persigna y sigue caminando. El
sendero hacia la casa de Samuel, maestro de
brujerías, el hechicero más fa moso del Diría,
deja atrás el pueblo y sigue por un cauce
donde crecen huelenoches venenosas, blancas
y bellas. Al paso de doña Carmen, levantan
vuelo las pocoyas como gigantescos lazos
nocturnos atravesando el espacio verde de las
luciérnagas. Samuel la está esperando. Desde
el ca mino, doña Carmen ve a lo lejos la luz
del candil encendi da en el rancho. Aprieta la
vara que lleva en la mano para espantar a los
perros necios y apresura el paso. A pesar de
su dominio sobre los fantasmas y los misterios
de la oscu ridad, hay siempre un lado de la
noche que le inspira te meroso respeto por lo
mucho que se parece a la muerte, a la
ceguera, al tiempo en que la vida no existía y
se incuba ba apenas en lodazales hirvientes.
Samuel la ve acercarse. Toma el candil y
se asoma para alumbrarle el último trecho del
camino.
—Buenas noches, hermana —saluda
Samuel, exten diendo la mano para ayudarla a
subir la vereda empinada que asciende del
cauce hasta el rancho. Es un mestizo de cara
impertérrita y facciones de barro cocido.
Tiene pues to un pantalón caqui amarrado
con un trozo de mecate a manera de cinturón.
No lleva camisa. Su pecho muestra espacios de
piel flácida debajo de las tetillas y en el do
blez de la cintura. Va descalzo y sus uñas se
ven blanque cinas en contraste con los pies de
tierra, anchos y de piel endurecida por los
siglos de andar descalzo. Se mueve con
parsimonia, lo envuelve el olor del puro
chilcagre que lle va entre los labios.
—Buenas noches, hermano —contesta
doña Carmen, jadeando un poco por el
esfuerzo de la subida.
—Pasa adentro —dice Samuel— ¿Qué te
trae por aquí? Hace rato que no te veo.
—Regáleme un poquito de café y
déjeme tomar aire —contesta doña Carmen,
sentándose en un tosco trípode de madera.
La luz de la cocina de leña donde se
calienta el café alumbra el interior de la
choza. Del techo cuelgan mazos de ajos y
hierbas secas. En un lado hay un catre de lona
con una almohada raída y maloliente, y en las
repisas al lado del fogón se ven botes de
aluminio, rumeros de plá tanos y dos o tres
tomates. En el suelo hay tres sacos: gra nos de
maíz, arroz y frijoles.
En la pared de palma, sobre la cama,
formando un altar insólito, hay una imagen
de calendario de la Virgen de los Dolores, con
el corazón atravesado de espadas, ho jas de
Domingo de Ramos, veladoras y trozos de
jengibre con formas humanas, vestidos con
pedazos de trapo ama rrados al descuido.
—Vengo a pedirle consejo —dice, por
fin, doña Car men, sorbiendo el café frente a
Samuel que la mira mien tras inhala el humo
acre del puro.
—¿Sobre la gitana?
-Sí.
—¡Pobre mujer! Hay gente en el pueblo
que no vacila ría en volver al tiempo de las
hogueras y el potro de los es pañoles. La
quemarían sin remordimiento, persignándose
y entonándole cantos a la Virgen —rezonga
Samuel— Ya hasta me han venido a pedir que
la enferme para que el diablo se la lleve de
una vez. Vos, a estas alturas, ya debe rías
saber que no hay nada que podamos hacer.
Ella vino aquí con el destino escrito.
—Tengo una responsabilidad con el
espíritu de la Eula lia —dice doña Carmen—
La Eulalia está queriendo ha blar con ella. Le
ha hecho recordar escenas perdidas. Es como
si su fantasma le estuviera abriendo a la Sofía
la me moria. Alguna razón debe haber en esto.
—¿Me pedís que invoquemos a la
Eulalia?
Doña Carmen calla. Nunca ha invocado
fantasmas de muertos recientes y conocidos.
Desde que se inició en el espiritismo con
Samuel, ha hablado con fantasmas de épocas
remotas, pero ni el mismo Moncho a quien ha
vis to montones de veces jugando billar, se
atreve a dirigirle la palabra. Cómo será oír a la
pobre Eulalia desde el aire espeso de otro
tiempo, se pregunta. ¿Cómo será oír la voz de
un muerto que uno ha querido?
-¿No cree que le podamos causar algún
mal a la Eula lia? ¿No será peligroso que se
quede penando después?
-Si lo que decís de que está
devolviéndole memorias a la gitana es cierto,
quiere decir que anda levantada por al guna
razón. No creo que le hagamos daño. Más bien
pue de ser que descanse de una vez, después
que diga lo que le aflige.
-¿Y quién podrá hacer de médium?
—Yo no veo más alternativa que la
gitana.