Casi dos semanas han transcurrido
desde la fiesta cuando Jerónimo regresa a la
hacienda. Están en la oficina, Fausto habla de
negocios y de vez en cuando se vuelve para
pedir la aprobación de Sofía. Ella los ve hablar
sin escuchar lo que dicen, hipnotizada por el
movimiento de las manos de Jerónimo, sus
dedos cuadrados con las uñas cortas y limpias.
Jerónimo de vez en cuando encuentra la
mirada de Sofía y sonríe tratando de que ella
se sienta cómoda. Quizás, piensa, estará
arrepentida por lo que sucedió, lo cierto es
que lo está poniendo nervioso con aquella acti
tud ausente y la manera un poco demente de
verle las manos.
—¿Estás oyendo, Sofía? —pregunta
Fausto exaspe rado—. ¡Parece que estuvieras
en la luna!
—No te alteres —responde ella,
volviendo en sí— Me distraje pero no es el fin
del mundo —y le hace un guiño a Jerónimo.
Tendría que hacer el amor otra vez, se
dice Sofía, aun si ya estaba embarazada.
Jerónimo lo haría de nuevo. Estaba segura.
Fausto mira alternativamente a Sofía y a
Jerónimo, está incómodo, tenso, hay algo que
no le gusta en todo esto. Es como si los dos
estuvieran calculando. Al menos Sofía ha
perdido momentáneamente su aire distraído
de los últimos días. Le brillan los ojos como si
tuviera fiebre. Le da un poco de miedo.
Desde la noche de la fiesta, Jerónimo ha
recordado el incidente varias veces con gusto.
Hacía meses que no ocu paba ningún tiempo
en pensar en los placeres de la carne. Desde
que estaba casado había tenido unas cuantas
aven turas, pero últimamente con los cuentos
del SIDA y los posibles horrores de hacer el
amor con desconocidas, se había limitado a
seducir de vez en cuando a su mujer. Pero no
era lo mismo.
Sofía tenía un sabor especial.
Terminan de hablar de los permisos que
Jerónimo debe tramitar para exportar cacao a
Costa Rica. Sofía se levanta para acompañarlo
hasta el carro y poder descan sar de la mirada
inquisidora de Fausto.
Caminan en silencio. Parecemos tontos,
piensa So fía, mirando a su alrededor. Está
atardeciendo y las si luetas de las palmeras se
dibujan negras contra el rojo del cielo.
—¿No querés llevarme a ver el
atardecer al mirador de Catarina? —le
pregunta a Jerónimo.
—Vamos —le dice él.
Catarina es un pueblo vecino de calles
empedradas. El automóvil de Jerónimo sube
con alguna dificultad hasta el muro con
bancas de parque construido por algún alcalde
progresista. Desde allí se ve inmensa la laguna
de Apoyo. Hay una verja que se abre sobre un
semicírculo engramado donde algunos niños
recogen sus útiles de base ball para regresar
a sus casas.
Sofía conoce bien aquel lugar. Es una
réplica casi idén tica del sitio donde ella se
encontró vagando la noche que salió detrás de
su madre, el que se le aparece en sueños a
menudo, sueños con neblinas en que está sola
y de los que despierta llorando. De este
mirador la laguna se ve más cercana, un
cráter de agua y al fondo el perfil de la ciudad
de Granada y el Gran Lago.
Sofía y Jerónimo se sientan sobre la
grama. No hablan mucho. Sofía le cuenta del
otro mirador y de pronto, sin más preámbulos,
le dice que hagan el amor, que por qué no se
esconden entre los árboles allá abajo donde la
ladera desciende. A Jerónimo no le da tiempo
de pensar. El ím petu de Sofía seduce su
irreverente personalidad. No les toma mucho
encontrar un claro oculto entre troncos de
árboles y macizos de vegetación. Esta vez todo
el procedi miento le parece más lento y suave
a Sofía. Cierra los ojos y deja que su cuerpo
sienta y absorba los movimientos de Jerónimo.
Apenas ha terminado el rito cuando ambos es
cuchan las risas sofocadas. Jerónimo se
inclina, toma la ropa y poniéndose la camisa
en la cintura se levanta y abre la vegetación a
tiempo para ver a dos niños corrien do ladera
arriba muertos de risa.
—La muy desvergonzada —dice
Patrocinio, dando a conocer la noticia a todo
el que se acerca a la cantina—, ha ciendo sus
cochinadas en el mirador, a la vista y
paciencia de todo el mundo. Una puta es lo
que es esa bruja. Siem pre lo he dicho pero no
me han querido agarrar en serio. Una
vergüenza es para este pueblo que ya ni los
niños es tén a salvo de semejantes escándalos.
—No lo creo —dice Engracia— Nadie me
va a conven cer de que ese cuento es cierto.
—Pero es que los niños dicen que la
vieron, doñita In siste Teresa, la esposa del
mandador del Encanto— Dicen que el señor
Jerónimo se amarró una camisa y salió detrás
de ellos furioso, mientras la Sofía se reía como
loca... ^b la vi también una noche perderse en
el monte con Samuel...
—No me vengas vos también con esos
cuentos. Samuel es un viejo. Ya me está
cansando la maldad de la gente. Ni
agradecieron los fuegos artificiales del día de
la fiesta, no agradecieron ni que la Sofía los
invitó, la comilona que se dieron, los tragos...
¡nada agradecen, al contrario, apenas pueden
inventar alguna calumnia, allá van! ¡Mal
agrade cidos! No te pongas vos igual que ellos.
Acordate que es tu patraña.
—Vieras qué señora más testaruda —le
cuenta Teresa a Petrona, obviando repetir lo
de Samuel—. No me quiso creer. Pero lo cierto
es que las madres le llevaron los niños al
padre Pío para que los confesara, para que se
lo dijeran bajo secreto de confesión y que él
viera que no estaban min tiendo. Se ha
armado un gran escándalo. Le deberías de cir
a doña Sofía que no se aparezca por el pueblo.
—¡Muchacha más atrevida! —exclama
Samuel frente a doña Carmen, con una media
sonrisa— Pero es que tiene la sangre caliente.
Ojalá no le agarre la locura y se vaya a
enjaranar.
—Está en su destino —le responde doña
Carmen—, Nada podemos hacer nosotros.
—Por lo menos algún contraconjuro
contra las malas lenguas se podrá hacer...
—Ya sabes vos que en este pueblo no
hay contraconju ro que valga.
—Bien hice en divorciarme de esa
ingrata -se jacta Rene.
—Ya se te olvidó lo furioso que te
pusiste cuando te pi dió el divorcio —le
corrige Gertrudis— A mí me da pesar todo lo
que le está pasando. Después de la fiesta
también corrieron rumores de que había
desaparecido con el abo gado entre los
cafetales a la hora de los fuegos artificiales,
igual que una noche dicen que lo hizo con el
brujo Sa muel. Toda la gente que fue a la
fiesta terminó hablando mal de ella, que si
porque gastó mucho, que si el lujo, la
ostentación, el vestido de cabaretera que
andaba... me da pesar.
—Vos sos demasiado buena—le dice
Rene, sonriendo beatíficamente, mirándola
mientras Gertrudis borda los encajes de los
manteles que usarán el día de la boda.
—Lo que me alegra es que ya por lo
menos nos deja ron en paz a nosotros. Ya no
andan hablando de que vos seguís enamorado
de ella. Yo tenía razón al pedirte que fi
járamos la fecha de la boda.
—Siempre tenés razón vos, mamita,
aunque no me vas a negar que yo también
tenía razón en pedirte que no es peráramos a
casarnos para ciertas cosas —Rene se le acer
ca y le acaricia uno de los pechos.
—Tenías razón —responde Gertrudis,
con una media sonrisa.
—¡Cómo se te fue a ocurrir hacerlo en
el Mirador!
Fausto lo dice sin reproche, más bien
admirado de su temeridad mientras se mece
en la silla de alto respaldo al lado del patio
interior. A su lado, en una silla gemela, So fía
toma un enorme vaso de jugo de tamarindo.
—El problema no fue el lugar, sino esos
niñitos imbé ciles.
—Normales -diría yo— Imbéciles
habrían sido si no se asomaran a verlos.
—Pues fue una mala suerte. Pésima. ¡Lo
que menos ne cesitaba yo es que todo el
pueblo se diera cuenta!
—Por lo menos van a saber, si quedas
embarazada, que el niño es de Jerónimo y no
el Anticristo. ¡Ya no van a po der decir que el
diablo bajó a preñarte de noche!
Sofía opta por no dejarse ver en el
pueblo hasta que se les pase la novedad del
suceso. Para ver a Jerónimo va a Managua y
allí explora con él moteles, hoteles y una no
che hace el amor con cervezas en la playa de
la Laguna de Xiloá. Jerónimo y ella hablan
poco. Saben para qué se en cuentran y él
parece satisfecho con tal que ella le hable del
registro de nuevas sensaciones que su cuerpo
produce.
Sonríe oyéndola describir orgasmos y
estremecimientos. Mientras más hace ella el
amor, más se envalentona. Cada día se lo pasa
inventando nuevos lugares, nuevas formas y
posiciones. No le pone escrúpulos al placer.
Está determinada a beber hasta la saciedad su
aventura clandes tina; probar lo más normal y
lo más prohibido. Desafía los retos de
Jerónimo sin dar síntomas de sorpresa, sin
cansancio o hastío, a pesar de que a veces
piensa que Jeró nimo quiere asustarla, o que
se protege de quién sabe qué.
No importa, piensa Sofía, ya ella está
embarazada; unas semanas más y de todas
formas no podrían seguirse viendo, él se daría
cuenta y ella no quiere que él se dé cuenta.
Los días que no puede ver a Jerónimo,
se queda en la hacienda. Se levanta temprano
y va al campo a ver los siembros, ocupándose
de deshierbar las rosas y de probar semillas
de otras flores exóticas. Tocando la tierra
siente que toca a Jerónimo; la tierra es una
materia viva; huele, se enloda, se cubre de
polvo o se esponja placenteramente, también
se endurece como el pene de Jerónimo cuando
ella lo toca. La tierra le hace sentirse poderosa
cual si su cuerpo fuera el eje del péndulo que
la hace rotar.
—Pronto vamos a tener que despedir a
Jerónimo —le anuncia a Fausto—. En un mes
más se me va a notar la barriga.
Por la noche, Sofía siente el impulso de
quitarse la ropa cuando sale a tenderse bajo
las estrellas en su ritual nocturno. Ha dejado
transcurrir varias semanas antes de dar
absoluto crédito a las noticias de su cuerpo.
Ha sido un lento proceso de
autoconvencimiento, de temer encon trar la
mancha roja en la ropa interior como le había
suce dido el primer mes cuando estuvo tan
segura de haber concebido. Para evitar otra
desilusión se refugió en la in credulidad y
sólo ahora empieza a permitirse la certeza.
Quiere que su hija —porque está segura
que hija será— mire la luz de las estrellas;
quiere que las auras de la noche penetren en
sus poros y alcancen aquel comienzo de vida
inconsciente y frágil.
El aire fresco sopla sobre su figura
desnuda sobre el cuero, produciéndole
escalofríos, pero Sofía no cierra los brazos
sobre su pecho para protegerse, los mantiene
abiertos soportando la leve tortura del viento
nocturno. Con los ojos cerrados, trata de
pensar en imágenes de calor, el sol, la playa.
Jerónimo aparece como una interfe rencia,
como la imagen blanca de luz que se inserta
en la retina e insiste en no desaparecer.