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Sofía sueña con grandes cocinas donde mujeres que se asemejan a Xintal, mueven peroles humeantes a la orilla del mar, y un hombre que dice ser Esteban la lleva a mirar un volcán verde cubierto de musgo que se alza sobre un lago estático azul intenso. En el sueño, ella sabe que está en el principio del mundo y que las aguas aún no han sido tocadas. Es un tiempo de cataclismos y los colores son primigenios y de una vehemencia como ella jamás ha visto en su vida. La noción de estar al borde de un misterio insondable la despierta y en corto camino del sopor a la vigilia, los acontecimientos de la noche anterior afloran efervescentes hasta los ojos que abre de un golpe, sabiendo que le devolverán a su hija acostada en la cama junto a ella. La niña tiene los ojos abiertos y parece haberla estado mirando durante largo rato. Sofía piensa que su mirada es extrañamente sabia, como de alguien que ha intuido una persona largo tiempo y la está viendo finalmente. «Es mía», piensa. «Es mía y ella lo sabe», se dice, viéndola a su vez, sonriendo para romper su propia inhibición ante la intimidad jamás experimentada que siente tener con aquella criatura que apenas está conociendo. —Hola, muchachita —le dice y le pasa el dedo índice suavemente por la cara, tocando la piel delicada, blanca, de la niña— Hola Flavia —le dice y empieza a revisarle los puños cerrados para mirar los cinco pequeños dedos perfectos, abre la sábana en que está envuelta y examina las piernas, los pies, el sexo, las tetillas. Le da vuelta y le mira las nalgas— Sos perfecta, mujercita. ¡Sos perfecta! —exclama— y te pareces a mí nada más que blanca. Lástima que sacaste la piel de tu papá, pero esos ojos son como los míos y la nariz... bueno, todavía no se sabe, pero creo que es como la mía, igual que la boca... Flavia, saliste a tu mamá —dice, mientras la vuelve a vestir, inclinada sobre la cama, mientras la niña mantiene abiertos los ojos y parece haber perdido interés en ella y mira a su alrededor, moviendo sus manos y sus piernas. Sofía se la acomoda en los brazos, tratando de controlar la inseguridad que le produce la flojera de los huesos de la recién nacida. La niña, no bien se siente cerca de sus pechos, trata de mover la cabeza hacia el pezón cercano ante la admiración de la madre, a quien los pechos le duelen de grandes que se le han puesto de un día al otro. —Mira Flavia, qué enormes que están y vos ya sabes de qué se trata, ¿verdad? No tenés nada de tonta —dice, y se abre la cotona, se saca un pecho y lo pone cerca de la boca de la criatura, como ha visto hacer a otras mujeres. La niña busca con su carita y con la ayuda de Sofía encuentra la tetilla y se aferra a ella, iniciando la succión con gran entusiasmo ante los ojos incrédulos y maravillados de la madre. —¿Ya está mamando? —exclama doña Carmen, entrando a la habitación, recién bañada y vestida, con una gran sonrisa— ¡No pierden el tiempo ustedes dos! ¡Yo que creí que las iba a encontrar durmiendo todavía! —Ella sólita me agarró, doña Carmen. No me explico cómo siendo tan pequeñita, ya sabe lo que hay que hacer. Me parece que va a ser lo mismo que yo, audaz y aventada — dice Sofía, respondiendo feliz. Al poco rato, entran también Petrona, Xintal y un amodorrado Fausto en pijama. Todos quieren ver a la criatura y saber cómo está la Sofía, cosa que ni preguntan porque es obvio que los dolores de parto ya son recuerdos viejos que no vale la pena traer a la memoria. Ella, sin embargo, se siente dolorida, tal como si su cuerpo entero hubiera sido estrujado por un gigantesco trapiche. Cuando se levanta al baño, se da cuenta de lo  dolorida que tiene la espalda, pero ya pronto se sentirá mejor, piensa, y valió la pena, se dice, máxime que será la única vez que tiene un hijo. No es una experiencia que quisiera volver a repetir, a pesar de que se le hace increíblemente mágico que ese ser moviéndose en su cama haya salido de su interior. En pocas horas, la noticia del nacimiento de la niña se conoce en el Diriá. Engracia, quien no había querido estar en el nacimiento por temor de no poder con los sobresaltos que le agotaban el corazón, se viste rápido para acompañar al chofer del Elcanto que, por encargo de Sofía, llega a buscarla. En el mercado, en las pulperías y hasta en las cantinas, no se habla más que del esperado acontecimiento. —Dicen que es linda la muchachita. Nada de cachos y cola tiene —informa Verónica a Patrocinio desde muy temprano. —Habrá que ver cuando crezca —responde aquella— y hay que lograr que el padre Pío, cuando la bautice, si es que la bautizan, le revise la parte de arriba de la cabeza, a ver si no tiene los tres seis, que son el signo del Anticristo. —Ya déjate de vainas, Patrocinio —interviene Julián—. Para empezar, el Anticristo va a ser hombre. Ahora tenés que esperar a ver si la Sofía tiene otro hijo; creo que no podes, desde ahora, estar señalando a esta pobre inocente, sólo porque nunca te has podido tragar a la mamá. Teresa, la mujer del mandador del Encanto, ha ido respondiendo preguntas en su recorrido por el mercado y las ventas, contando lo bien que había estado el parto sin ningún contratiempo serio, lo contenta que se veía la Sofía, quien ya andaba caminando; que la niña se llamaría Flavia porque quién sabe dónde había leído la mamá el nombre, y le había parecido que sonaba imponente y apropiado para el destino brillante que, como todas las madres, avizoraba para su criatura. El padre Pío se había arrodillado frente al altar para darle gracias a Dios por esta nueva vida traída a su parroquia y había considerado prudente encenderle una candela a la Virgen, haciendo votos por la salud y felicidad de la que pronto sería una cristiana bautizada en el Espíritu Santo. Gertrudis, quien tiene sólo un mes de embarazo, recibe la noticia con la amabilidad generosa con que ha perdonado las ofensas de su amiga y con René, a la hora del almuerzo, comparte la detallada información que circula por el pueblo, anunciándole en tono de consulta que tiene intenciones de saldar de una vez por todas las rencillas con Sofía e ir a visitarla y a conocer a la recién nacida. —Vos deberías ir conmigo —le dice— Ya es hora de que aprendamos en este país a ser civilizados y no andar guardando rencores eternos. —Si vos querés ir, anda —le contesta René— Yo no ando en plan de canonización como vos que, dentro de poco, vas a ser la santa del Diriá. Los días que siguen se le hacen a Sofía los más felices de su vida. El tiempo se le hace corto para cargar y abrazar a su hija. Disfruta inmensamente amamantándola, a pesar de los mordiscos que siente en el vientre cuando la niña se le pega a los pezones grandes y oscuros, dolidos por la bajada de la leche. La niña abre los ojos y mira todo con lo que la madre asegura es una señal de curiosidad inteligente. Llora fuerte a la hora de las comidas, haciendo que a Sofía se le moje la ropa con la leche que empieza a derramarse de sus pechos, como por milagro, no bien la niña gime. Fausto anda ufano e inventa cualquier pretexto para regresar del campo a la casa-hacienda y asomarse a ver a su «sobrina». Parado detrás de la silla mirando a Sofía amamantar a la niña, lo encuentra el padre Pío, quien ha esperado el tiempo prudencial para hacerse presente a reclamar a la nueva cristiana para el agua del bautismo. —Buenas tardes les dé Dios, mis hijos —dice y se acerca a saludarlos y a mirar de cerca a Flavia, hecha un montoncito envuelto en una sábana rosada en los brazos de su madre—. A ver la niña... ¡qué linda está! —exclama el sacerdote. —¿Verdad que es lo mejor que ha visto, padre Pío? —sonríe Sofía. —Lo único que le falta es bautizarla, mi hija. Yo te aconsejaría que lo hicieras cuanto antes. —A mí me dijeron que es mejor esperar a que tengan uso de razón para que ella decida —responde Sofía. Esas eran ideas de curas revoltosos, explica el padre Pío. Era de sobra sabida la importancia de garantizar a los infantes la entrada al cielo, y no dejarlos abandonados a la posibilidad de un limbo anodino, si algo les sucedía en lo que iban creciendo. —Es que no tengo ánimos para organizar celebraciones, padre —dice Sofía— En todo caso, si usted insiste, la llevo el próximo domingo a la iglesia y allí la bautizamos sin mucha ceremonia. El padre Pío se extraña de que Sofía, tan dada a la organización de eventos memorables y multitudinarios, opte por bautizar a su hija en la intimidad. Él se había imaginado que ella echaría la casa por la ventana, pero quizás la maternidad la cambiaría y la tornaría más reposada, piensa, cosa que no le vendría nada mal. —Como vos querrás, hija. Lo importante es que la niña se bautice. Lo de la fiesta y la celebración es cosa de cada quien. Para mí es suficiente con que lo celebren los ángeles. Queda así acordado el bautismo de Flavia para el siguiente domingo. Muy puntual se presenta Sofía a la iglesia con Fausto y Engracia, quienes serán los padrinos. Muchos de los feligreses que han asistido a la misa de once, se quedan vagando por la iglesia fingiendo que rezan, encienden candelas votivas o esperan confesarse, sólo para ver a la Sofía con su hija frente a la pila del bautismo y comprobar que no sucede nada sobrenatural cuando el padre Pío le echa agua en la cabecita, bautizándola en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Muy cerca de la pila bautismal, Gertrudis no pierde detalle de la ceremonia. Con la cabeza entre las manos, pretende estar concentrada en profundas oraciones. En realidad, está tomando valor para dar el paso que ha meditado con frecuencia en los últimos tiempos, de acercarse a Sofía y saldar las viejas disputas. Sabe que la amiga está tan consciente como ella de su presencia. Vio cómo, al entrar con la bebita en los brazos, Sofía había mirado en su dirección, luego había pretendido no verla, cosa en la que las dos se habían vuelto expertas. Se ve bien Sofía, piensa Gertrudis, hermosa y elegante, como si la maternidad le hubiera afinado un poco todo su aspecto, la hubiese estilizado, sin poderla despojar, sin embargo, de ese aire de yegua indómita que la rodeaba como un halo y se evidenciaba en la forma decidida e impetuosa en que movía los brazos, agitaba el pelo, cargaba a la recién nacida con una seguridad que Gertrudis imaginaba que ella sólo podría adquirir después de parir una media docena de criaturas.Desde su lugar en la banca, Gertrudis escucha la ceremonia del bautismo. Las voces de Fausto y Engracia responder a las amonestaciones del sacerdote cuando les pregunta si renuncian a Satanás, a sus pompas y sus obras y les habla sobre sus obligaciones como padrinos de la nueva cristiana. Escucha que la llaman Flavia y que Sofía insiste que no tendrá ningún otro nombre; nada de Flavia María o Flavia Eulalia o Flavia Mercedes. Se llamará Flavia a secas, dice la madre, y el padre Pío la llama Flavia cuando echa el agua sobre su cabeza. La niña deja ir un alarido potente de criatura sana, de buenos pulmones y Engracia se la pasa luego a la madre para que la consuele y haga que se calle. La ceremonia del bautismo termina. Gertrudis debe decidirse rápido antes de que Sofía y los demás salgan a la calle donde los espera el jeep para llevarlos de regreso a la hacienda. Se pone de pie, se acomoda los pliegues del vestido y se acerca a Sofía, quien la ve llegar y sonríe haciendo más fácil su determinación. —Te felicito, Sofía —le dice— Parece mentira que ya seas mamá cuando hace tan poco jugábamos a muñecas juntas. —Pues a vos tampoco te falta mucho —le responde ella. —Déjame ver a la niña. Sofía, sin dudarlo, le pasa a la niña, se la pone en los brazos. —Es linda. Se parece a vos. —Me alegro que te hayas acercado Gertrudis. Ahora que ya crecimos, tal vez podamos volver a ser amigas —le dice Sofía. Gertrudis sale caminando con el grupo que observa silencioso la reconciliación de las amigas. El padre Pío siente la presencia del Espíritu Santo volando por la iglesia y en su corazón verbaliza una oración sin palabras pidiendo que la concordia se imponga en el Diriá y que no vuelvan a suceder más acontecimientos lamentables que separen a su grey. Gertrudis va hasta el jeep con Sofía, cargando a la recién nacida y luego se la pasa a la madre y le da un beso en la mejilla. —A ver cuándo me llegas a ver —dice Sofía. —Una tarde de estas llego —responde Gertrudis.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora