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Le da por bañarse a cada hora. Su cuerpo emana copiosos sudores que la sofocan y enrojecen de rabia y desesperación. En el baño ha quebrado perfumes, vasijas y tiestos con plantas. Tiene irritado el cuerpo de frotarse con el paste, y se ha arrancado mechones de pelo en la desesperación de no saber contra quién dirigir la ira sorda que la ataca día y noche como enjambre de abejas enardecidas. Su imaginación convierte a Jerónimo en el ser abominable bajo cuyo influjo su vida ha tomado rumbos inciertos; lo culpa de todas sus desgracias, le achaca la soledad y la creciente sensación de ser indeseable para cuantos la rodean; hay momentos en que mira su vientre protuberante y la deformidad de su cuerpo se le hace repugnante, la idea de albergar un engendro de aquel hombre la mortifica. Lo odia mientras trata de convencerse de que le es indiferente y de que nada que él haga puede dañarla o perturbar la relación que ella tendrá con su hija quien, se jura, jamás sabrá de su paternidad. Trata de no pensar en él, pero su imagen le aparece en cualquier rincón agrandada por el despecho, hasta que, después de varias semanas, curiosas e insondables transformaciones van tomando el lugar de las furias; Sofía siente que la rabia da paso a una aplastante depresión que apenas la deja moverse y en una neblina de opresión torna a pensar en sí misma y llora de pena por su vida condenada al abandono, llora el desamor de la madre y siente la soledad como el signo inequívoco de su vida del cual sólo Jerónimo pudo haberla exorcizado. Si antes jamás pensó sentir amor por él, ahora se piensa la amada abandonada por el amado, en ranuras abiertas por el desengaño se cuelan recuerdos de los días intensos con él teñidos del color acariciante con que la nostalgia suele dorar la memoria. En menos de un mes ha olvidado la fría manera en que decidió la seducción de Jerónimo y se ha convencido de que cuanto sucedió fue motivado por un amor que sólo su temor no le permitió reconocer. Ama a Jerónimo con desesperación y se arrepiente de no haberle sabido demostrar los íntimos estremecimientos que ahora está segura de haber experimentado. —¡No tiene nombre, Fausto, lo que me hizo! ¡Pasan los días y no lo puedo creer! Estoy desesperada... Fausto, quien después de sus cortas vacaciones, ha tomado las riendas de la hacienda, porque ella no quiere saber nada de asuntos terrenales, escucha a Sofía contar, entre llantos y suspiros, la historia de su amor, desgarrado por la crueldad de Jerónimo. —Pero vos no lo querías... —trata de interrumpirle en repetidas ocasiones, sin que Sofía le permita argumentar, y no cesa de aludir a su ceguera; ni ella misma sabía cuánto lo amaba, le dice, «nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde», repite y Fausto no puede más que callar y mirarla desconcertado, sin saber qué hacer para que ella recupere el sentido de la realidad. Sofía pálida y demacrada es la imagen de la desolación y a medida que el tiempo transcurre, sus expresiones y tono toman el aire de triste reproche de la mujer que, a cambio de todo, recibe el monstruoso rechazo masculino. —Vos conoces cómo son los hombres, Fausto, por eso no te gustan... vos sabes lo que sufrí con René y ahora mira a Jerónimo; me mandó esa carta, sigue sin contestar mis llamadas... ¡y yo embarazada de él! Me voy a morir —dice y se pone a llorar. Fausto continúa incrédulo tratando de figurarse qué mecanismos estarían actuando en Sofía para crearle el espejismo de ser víctima y salvarla así de la visión descarnada de su propio egoísmo. Porque ella es egoísta, siempre lo ha sido. Es su manera de protegerse. Él muchas veces ha intentado hacerle ver que en la vida las demás personas no son peonesque uno va descartando para llegar al final del tablero y apuntarse el jaque mate. Pero ella nunca le ha escuchado, considerándolo «voluble, ingenuo, demasiado femenino». Ahora él está convencido de que esta historia de amor no es más que la búsqueda desesperada de un rostro amable que la salve de ver el espejo distorsionado de su propia imagen, la respuesta salvadora que la salve del hechizo del abandono que la persigue desde niña y a la que ella atribuye ahora el comportamiento de Jerónimo, como antes atribuyó la muerte silenciosa de la Eulalia y don Ramón. Sus fantasmas le impiden enfrentarse con la realidad de que quienes quieren un mundo sólo a su medida no tienen más destino que el quedarse sumidos en la soledad. —¿Qué puedo hacer? ¿Qué crees vos que puedo hacer? —le pregunta ella, mirándolo con los ojos humedecidos, inclinándose para tomarle la mano—. Vos siempre has creído que yo soy dura Fausto, yo lo sé, pero no es así, por favor créeme. ¡Mírame como estoy! ¡Ni comer puedo! Fausto le toma la mano y se la estrecha fuerte. Él quiere a Sofía, la ha querido desde su adolescencia y le da pena saberla tan extrañada de sí misma, absolutamente incapaz de ver en su interior el juego mortal de su identidad confundida. —Para mí que deberías tranquilizarte y sobreponerte —le dice—. Uno no puede obligar a nadie a que lo ame. Ya se te pasará. Dale ese amor a tu hijo. Pensá que por él debes alimentarte, no pasar los días en este estado de desesperación. —Pero es que yo estoy segura que él me quiere, Fausto, todo esto es culpa mía; yo le hice creer que no me importaba.. Debería ir a buscarlo, Fausto, explicarle, él tiene que entender, él me quiere. —Sofía se queda en silencio barajando esquemas de cómo recuperar a Jerónimo, como hace obsesivamente la mayor parte del día. Fausto la mira. Sabe que ella tomará sus decisiones y nada que él diga podrá disuadirla. El padre Pío ha terminado de oficiar la misa diaria de las seis de la mañana y va por la iglesia con la actitud del ama de casa que repasa sus dominios, revisando si hay velas gastadas que reponer, santos quisnetos cuyos trajes hay que acomodar. Ha dormido bien la noche anterior y su comunicación con Dios durante la misa fue como un buen acto de amor que lo dejara saciado y en paz. En pocas horas empezarán a llegar los niños a la catequesis, pero por el momento disfruta del estar solo y en estado de gracia. Tan absorto está en su mismo bienestar, tarareando salmos y glorias que no oye los pasos. Sólo cuando se vuelve, la paz se le tronca en susto: Sofía, vestida de negro, mostrando señales inequívocas de su embarazo en la silueta, está arrodillada en una de las bancas del fondo. El padre Pío tiene un momento de desconcierto, pero su hábito de párroco puede más que la sorpresa y pensando que no puede desperdiciar la oportunidad de que esta hija pródiga regrese al redil, se encamina hacia ella. —Buenos días, Sofía. —Buenos días, padre Pío —saluda ella desde la banca. —¿Hay algo que pueda hacer por vos, hija? Hace mucho que no te confiesas. —Vine a arreglar mis negocios con Dios —le dice Sofía— Yo sé que usted también cree que porque me dejaron los gitanos estoy poseída por el demonio, pero Él —índica con el dedo hacia el crucificado— sabe la verdad. —Pero Dios estableció sus normas, Sofía. De nada te sirve rezar si estás en pecado y te negás la confesión.  —Usted es un hombre, padre Pío. Usted mismo siempre ha dicho que Él está dentro de nosotros. Lo único que le pido es que me deje estar en la iglesia, sola. Eso es lo que necesito. —Es cierto que Él habita en el interior de cada cristiano, hija, pero para que estés segura de que no se te ha salido por intermedio de fuerzas que te han querido dañar y llevarte de su lado, déjame que yo haga mi oficio y te unja con los óleos. Sofía se percata sin demora de que el padre quiere aprovechar su presencia para hacerle el rito del exorcismo. Lo mira fijo, a punto de levantarse furiosa e irse, pero en una racha de iluminación se le ocurre que puede ser beneficioso. Si no sucede nada cuando él impreque a los demonios para que abandonen su cuerpo, el padre Pío se encargará de contárselo a todos. Ella misma quedará tranquila y podrá olvidarse de los temores que a menudo la inquietan y que quizás estarán ahuyentando al propio Jerónimo. Se queda pensativa unos minutos y luego con decisión le dice: —Vaya a traer sus óleos, pues. Aquí lo espero. El padre Pío, perdida toda la serenidad con que se movía antes por la iglesia, se encamina con paso nervioso al interior, pidiéndole a Dios que no vayan a suceder las escenas terribles de los exorcismos que sólo ha visto en películas; si Sofía tiene algún demonio, ruega que éste no se resista y salga pacíficamente de su cuerpo. Ella se queda quieta en la banca, mirando la cara de tristeza con que los santos parecen suplicar a los fieles el arrepentimiento. En la calle el sol estará empezando a calentar el pavimento, pero en la iglesia hace frío y Sofía se frota los brazos y empieza a sentir el cosquilleo de la aprensión y el nerviosismo en el cuerpo. Su razón rechaza la idea de los demonios y se preocupa más bien por las supersticiones de los demás que le están haciendo tan difícil la vida, pero las sombras de su mente se revuelven agitadas sembrándole interrogantes, proyectando en su imaginación gritos terribles del rebelde demonio aprisionado que el padre Pío enfurecerá con sus exhortes y que le hará mover la cabeza en redondo como la mujer en la película que arrojaba vómito verde por la boca. «Es locura», se dice, pero el ritmo de su corazón responde al miedo y se acelera produciéndole retumbos en los oídos. El padre Pío rebusca en la sacristía los santos óleos. No tiene otros que los que usa para dar la extremaunción, pero igual que a la muerte se podrá espantar al demonio; toma el aspersor de agua bendita, la estola y el misal donde está escrito el rito del exorcismo, se persigna rogándole a Dios que le ilumine para salvar el alma que la misericordia divina le ha traído al templo, y sale haciendo la genuflexión al pasar por el medio de la nave. Sofía se acerca bajo la indicación del padre Pío y los dos suben cerca del altar. El sacerdote se ha puesto una estola púrpura y tiene en sus manos un recipiente de agua bendita con un bastón corto que sirve para esparcirla. Pone el misal en la baranda de la iglesia y empieza a rezar las plegarias del exorcismo ante Sofía que está de rodillas frente a él. Ella advierte el temblor de las manos del padre Pío, la forma en que levanta los ojos del misal de cuando en vez para asegurarse de que ella sigue en la misma posición, la cabeza baja mirando fijo el diseño de los ladrillos del templo. Transcurren lentos los minutos y el corazón de Sofía empieza a apaciguarse. No siente nada más que los leves movimientos del niño aleteando en sus entrañas; el único demonio que la persigue es la imagen de Jerónimo que es la razón por la que llegó hasta la iglesia a tratar de arreglar sus negocios con Dios y calmar el desasosiego. El padre Pío también está más calmo y ya no le tiemblan las manos; el demonio hubiera gruñido sin duda desde la primera aspersión de agua bendita sobre el cuerpo de una poseída, pero Sofía sigue inmóvil, sin inmutarse. Termina el sacerdote de leer los exhortas y durante un buen rato la mira. Se quedan mirando los dos esperando temerosos. El silencio frío de la iglesia acrecienta el aire de tensión, pero pasan los minutos y ningún suceso interrumpe la quietud del tiempo que transcurre en el recinto sagrado. Finalmente el padre Pío le dice a Sofía que bueno, menos mal que ningún demonio se había manifestado, levanta los brazos, la bendice y le dice que ahora sí puede ir en paz y rezar tranquila en la iglesia, mientras él va a atender a los niños que empiezan a llegar a la catequesis. —Ya ve, padre, yo se lo dije; mi problema no es el demonio, sino un amor no correspondido que me está matando -sin esperar respuesta, Sofía modosa se persigna, camina hacia el fondo de la iglesia y se arrodilla en una banca con la cabeza inclinada como si acabara de comulgar. El padre Pío no sabe qué pensar de lo que acaba de escuchar, ni cómo explicarse los tonos de camaleón de Sofía. Desde que la vio llegar no ha podido decidir si está arrepentida, convertida, desesperada o si cuanto ha visto es producto de su imaginación. La única Sofía que pudo reconocer fue la que insistió en tener línea directa con Dios cuando él le propuso la confesión, pero la pasividad con que aceptó los exhortas y con que ahora parece sumida en oraciones, así como la confesión intempestiva de amores no correspondidos, le son incomprensibles. Misteriosos son los caminos del Señor, piensa para sí en la sacristía mientras se quita los aperos ceremoniales. —Le digo que el mismo padre Pío asegura que Sofía ya no está endemoniada — insiste Engracia ante Patrocinio, con quien se ha encontrado en la plaza donde cada mañana se instala el mercado de frutas y verduras del Diriá. Como siempre, Patrocinio no ha resistido la insidia de hacerle comentarios a Engracia sobre los pactos demoníacos de su antigua protegida. —El padre Pío puede decir hasta misa, pero lo que yo vi con estos ojos que se van a comer los gusanos, no me lo quita nadie. ¡Quién sabe qué hipnotismo le habrá hecho para que no le viera los demonios. Yo ese cuento no me lo trago con miel de cien panales! —Usted es demasiado buena, doña Engracia —argumenta otra mercadera—. Yo no sé si la Sofía estará poseída por el demonio. Pero que es bruja y de las malas, ¡eso sí que ni usted lo puede negar! ¡Cómo se le va a olvidar que hasta hizo que temblara la tierra! ¡Usted está peor que doña Gertrudis que mandó a hacer un triduo de acción de gracias para agradecer el temblor porque si no ¡don René estaría ahorita en la cárcel por haber matado a la bruja esa! —Ya ven, a lo mejor fue obra de Dios para protegerla —se envalentona Engracia—, desde chiquita le han tenido tema a la pobre Sofía, ¡como si ella tuviera la culpa de la mala madre que le tocó en suerte! —A mí que ni se me acerque —dice Patrocinio— Yo le pongo candelas a la Virgen a diario para rogarle que se la lleve de aquí... ¡Para colmo ahora dicen que anda penando un mal de amor! ¡Seguro que quiere dar a creer que fue un hombre el que la panzoneó y no el mismo diablo! —Usted es una lengua viperina, Patrocinio —se enfurece Engracia— ¡Por algo su cantina es la perdición de tanto hombre! ¡Usted es la que se debería ir de aquí para que se acabe tanto borracho! Hay que ver los escándalos que arman los hombres porque usted no se mide en darles guaro... ¡después llegan a sus casas a maltratar a las pobres mujeres!Engracia, furiosa, da la vuelta y se aleja con su canasta de compras del mercado, dejando a Patrocinio mal parada porque la conciencia de la verdad detrás de esas últimas palabras, no la deja reaccionar con la rapidez de costumbre. A Engracia cada día le cuesta más quedarse callada. Desde que el padre Pío le contó que la Sofía había llegado a la iglesia, ha tomado coraje para defenderla en las incontables discusiones que a raíz del temblor se arman en el pueblo. Aunque el furor de los comentarios ha ido disminuyendo, la reputación de Sofía y el temor no se alteran por mucho que se haya regado la noticia del exorcismo del padre Pío. Pocos son los que se atreven a acercarse al Encanto y los que no se apartan o cambian de acera cuando ven aparecer a Sofía. —Me tenés que ayudar, Xintal. Si ese hombre no me habla, me voy a volver loca. Lo llamo a diario y no me responde. Quiero ir a buscarlo, pero tengo miedo; necesito ir preparada. No sé qué voy a hacer si me rechaza. Xintal no levanta la cabeza de la cocción que está preparando en la cocina. De reojo mira el frasco con el líquido azul brillante con el que ya una vez trató de librar a Sofía de las obsesiones y los tormentos. Sofía no para de moverse, camina de un lado al otro de la cocina agarrándose la barriga como si le doliera. —¿Te está dando problemas la criatura que te veo que te agarras la barriga? — pregunta Xintal. —Me patea todo el día —responde Sofía—. Xintal, por favor, ayúdame con Jerónimo. —El destino es el destino y no se puede andar jugando con él. —Pero vos sabes el destino —le impreca Sofía— ¿Por qué no me lo decís? —Está confuso. Sólo vos lo podes enderezar. Sofía se sienta en una silla y extiende largas las piernas frente a ella, sin dejar de tocarse la barriga. —Ese hombre es el diablo. Xintal; me hechizó. No puedo dejar de pensar en él. He ido a Managua y he rondado la oficina. Lo he visto de largo, pero no me atrevo a acercarme. No sé por qué me da tanto miedo. Todas las noches sueño que soy un sapo y que él anda buscando cómo aplastarme. —Vos sabes que no sos un sapo. —Sapo no soy, soy una rana. Soy una rana fea, asquerosa... ¡ni mi madre me quiso y me va a querer otra gente! Estoy maldita, Xintal. Eso es lo que pasa. Por eso nadie me quiere. ¡Hasta esta criatura se pasa el día pateándome! «Está perdida de sí misma», piensa Xintal viendo las hojas de aire de sus maceteras moverse en la brisa, mientras se seca las manos en el delantal y viene a sentarse al lado de Sofía. Xintal ha visto repetirse en su vida los estragos del amor, y sin embargo sabe que no hay catástrofe más desoladora que cuando el espejo se rompe y uno ya no puede ver la propia imagen. Cuando uno muere para otro, empieza a morir para uno mismo y esa es la peor de las muertes. —Te voy a dar un remedio —dice Xintal, luego de un rato largo en que las dos mujeres han guardado silencio— Vas a agarrar treinta y siete rosas y las vas a deshojar; los pétalos los vas a poner en agua hirviendo para que suelten y luego te vas a bañar lunes, miércoles y viernes a las nueve de la noche con esa agua. Mientras te bañas —y esto es lo más importante— vas a recordar algo agradable de tu vida; te vas a ver a vos misma feliz, riendo y hermosa y te vas a aferrar a esa imagen todo el tiempo que dure el baño. —¿Y Jerónimo?   —Deja a Jerónimo tranquilo, por el momento. No lo llames, ni lo busques. ¿Cómo iba a dejar de llamar a Jerónimo?, se pregunta Sofía bajando del Mombacho en el jeep que va dando tumbos con el nuevo chofer que Fausto contratara en Managua; ¿cómo iba a descansar hasta no decirle que ella lo quería, que no la dejara sola, que no la abandonara? Qué era eso de bañarse con agua de rosas y pensar en imágenes bonitas, si el problema era otro; no era ella, era Jerónimo; el orgullo de Jerónimo que ni siquiera se dignaba levantar el teléfono, que la había cortado sin decirle nada, como si ella jamás hubiese existido... Quería que lo diera por muerto sin darle la oportunidad de despedirse. Él también la estaba tratando como mal nacida. ¡Le daban ganas de matarlo! A solas consigo misma, elabora encendidos discursos para enrostrárselos en la cara, pero las siete veces que llegara hasta Managua, decidida a meterse en la oficina y decirle lo que pensaba de él, un miedo acuciante y aterrador, una experiencia a la que nunca se había sentido expuesta, la paralizó y la hizo regresar. No se sentía capaz de soportar su rechazo. Jerónimo ni siquiera la había visto embarazada y embarazada ella no era la misma, se veía deforme. Sin duda él la miraría con disgusto. En todo caso, le tendría lástima y ella tiene que estar segura que no la recibe por la magnanimidad que inspiran las embarazadas. Por eso necesita hablarle primero; ella le dirá que está embarazada y cuando él la vea no se sorprenderá; alguna emoción tendrá que producirle la idea de que va a ser padre. Jerónimo hace días que ha reaccionado negándose a asumir paternidad alguna. De nada ha servido la cara compungida de Fausto jurándole que ahora sí la Sofía está enamorada. A él no hay quien lo convenza de volverse a poner en riesgo, mucho menos ahora que ella ha encontrado el arma para el crimen perfecto, el chantaje vestido de pañales con que en uno de sus arranques puede hacerle pedazos el precario equilibrio de su vida, el regreso a Penélope después de la odisea y las sirenas. Se ha cumplido el dicho de que «no hay mal que por bien no venga» y la búsqueda de refugio en su mujer le ha brindado réditos beneficiosos, avivando viejos recuerdos de felicidades amarilleadas por el tiempo y la rutina. Lucía y él no han estado tan abrazados y avenidos en años. Lo de Sofía satisfizo en él su sed de aventuras por tiempo indefinido y si antes la temió, imaginársela con el artificio poderoso que está urdiendo en sus entrañas, no puede más que obligarlo a tomar extremas medidas tales como no aceptar, jamás, que él pueda ser el padre de aquella criatura concebida contra su voluntad y de la que Sofía le hubiera mantenido ignorante, si ella no sintiera que él había dejado de serle accesible. —¿No te das cuenta que es terquedad no amor lo que siente? —le había espetado a Fausto— ¡Si yo no la hubiera rechazado, ella jamás habría decidido que me amaba! ¡Lo que esa mujer no puede aceptar es que las cosas no sucedan a su gusto y antojo! Fausto, íntimamente convencido de que Jerónimo tiene una parte de razón, se ha enfurecido, sin embargo, ante su actitud cobarde de no reconocer al menos la paternidad de la criatura y de atreverse a decirle que quién sabe con quienes más se acostó la Sofía, porque lo que es él tomó precauciones para que ella no quedara embarazada. —Decile que ni se acerque por aquí, que no me obligue a sacarla a la fuerza de la oficina y que me deje de llamar por teléfono que ya tiene histérica a mi pobre secretaria. -Sos un cobarde, Jerónimo. Por lo menos debieras decirle las cosas vos mismo; ¡decile que el hijo no es tuyo, decíselo a ella a ver si tenés valor! Sólo tuviste valor para aprovecharte de ella, ¿verdad? ¡Sólo para eso! —Hay que ver quién se aprovechó de quién, Fausto —responde Jerónimo y se levanta a despedirlo con toda cortesía. —Aulla como una loba mal parida —le relata Petrona a Engracia y a doña Carmen— Yo le estuve ayudando al pobre don Fausto a calmarla. Los dejé platicando tranquilos después de cenar y él me fue a despertar a media noche para que la contuviera de romper cosas y que no se hiciera daño. No sé qué cosas le habrá dicho él, ni qué inyección le puso al final para que se quedara dormida. Yo ya no sé qué hacer. Va para los tres meses que está en ese estado, adelgazando y vomitando. ¡Pobrecita! Siempre ha sido fuerte, pero ahora que está embarazada, es como si se hubiera quebrado por dentro. ¡Mire que seguir con el cuento de que está enamorada de don Jerónimo cuando a mí me parece que nunca le dio tanta importancia! Las mandé a llamar porque no quiero estar soja cuando se despierte. Don Fausto dijo que iba a. comprar más inyecciones de esas y a consultar con un ginecólogo si no es malo ponérselas. Doña Carmen y Engracia se hacen cargo de calmar el nerviosismo de Petrona y hasta el propio, poniendo a cocer hojas de eucalipto y limón para tomar un té que les caliente los escalofríos de las cosas extrañas que están pasando en El Encanto. El comportamiento de Sofía les es incomprensible y ya ni doña Carmen, tan segura de sus hierbas y sus cartas, sabe a qué atribuir tanto descalabro. Después de enterarse del nuevo ataque de Sofía la noche anterior, ha mandado razón a Samuel y Xintal para que no bien haya luna llena se reúnan. Los tres han discutido sobre la necesidad de hacer el más poderoso de cuanto rito existe, pero lo han venido postergando, confiados en los remedios caseros para los tormentos de la obsesión. Doña Carmen, de puntillas, se asoma a la habitación en penumbras de Sofía y la ve durmiendo, moviéndose de un lado al otro en medio de malos sueños. Ella tiene su teoría de que nadie puede aguantar tanto desprecio seguido. Tanta mala vibración tenía que acabar afectando la mente del que la sufría. Ella recuerda bien a una pobre mujer hacía años que terminó loca en el manicomio porque, igual que a la Sofía, la acusaron de endemoniada. Para que la Sofía, con lo orgullosa que era, hubiera permitido que el padre Pío la exorcizara, tenía que haberse sentido sola y miserable. Mentira era que uno podía hacer en la vida lo que le diera la gana. A uno siempre le pasaban la cuenta y no todos los que se arriesgaban tenían fondos para pagarla. La Sofía podría ser muy paradita, pero mira que si uno se ponía a pensar le podía sacar la sarta de desgracias: la mamá la había dejado, el marido la había encerrado, nunca la habían aceptado como normal en el pueblo, el día que se decide a plantarse hasta tiembla la tierra y ahora se le mete que está enamorada, ¡justo cuando el hombre ya no quiere saber más de ella después de panzonearla! También era cierto que poca gente había recibido tanta mimazón como la que le dieron don Ramón y la Eulalia, pero ni las monjas la habían querido educar... Ya a ella ni le gustaba leerle las cartas porque siempre le salía aquello de que iba a perder algo muy precioso para ella. Tal vez era este Jerónimo. Tal vez en realidad lo quería y habría que darle algo para el mal de amor, algo potente que la curara de una vez. —¿Quién está allí? —pregunta la voz de Sofía desde el cuarto. Entre las pesadillas ha visto la sombra de doña Carmen asomada a la puerta y se sienta, asustada, en la cama. —Soy yo, hija, la Carmen, no te preocupes —dice la mujer y se acerca, extendiendo la mano para tocarle la frente. —¿Dónde está Fausto? ¿No sabe dónde está Fausto? Necesito que venga, necesito hablarle. No puedo creer las cosas que me dijo anoche. Tiene que ser mentira. Me dijo unas cosas horribles y yo me puse como loca. No puedo creer que sea cierto lo que me dijo. Seguro lo hizo para protegerme, creyendo que eso me haría olvidar a Jerónimo. Nadie entiende que yo quiera a Jerónimo, doña Carmen, nadie me cree; ni él mismo. -¿Y qué es lo que te dijo Fausto? Sofía le relata la conversación en que Fausto, haciendo acopio de valentía, le contó lo que Jerónimo le dijera, luego de días de debatirse entre verdades y mentiras piadosas. Doña Carmen trata de no perder ni una sola de las expresiones con que Sofía le va dando cuenta de la cobardía y falta de vergüenza de Jerónimo, para ver si descubre los signos de los amores largo tiempo ocultos: el estertor típico con que los enamorados clandestinos alivian sus pulmones del opresivo secreto, pero Sofía habla pausadamente. No hay duda de que ella está sufriendo; su piel aceituna, generalmente brillante, luce macilenta y ceniza; sus ojos están abotargados del llanto y las visiones inflamadas de las pesadillas, pero en su relato hay más lástima hacia sí misma que lamento de lo perdido. Tal como ella lo sospechara, Sofía está penando más por el descubrimiento de su propia soledad, que por el hombre. Jerónimo es la puerta a través de la cual se ha puesto en contacto con la densidad negra de la nada. Viendo a Sofía, doña Carmen piensa estar ante la presencia de un ciego tanteando aire vacío a su alrededor. —Sólo el amor te puede sacar de esta —le dice—, pero no el amor de Jerónimo, sino el amor propio. Sofía está demasiado cansada para responder. Siente que el aire alrededor de ella se ha vuelto metálico y pesa sobre sus brazos y su pecho. El deseo de venganza se le va desvaneciendo como si el aire envenenado que le corroía los intestinos hubiera ido saliendo confundido con los gritos de la noche anterior y las palabras con que acaba de hablarle a doña Carmen. Ahora tiene la sensación física de haberse empequeñecido. En realidad no valía la pena preguntarle nada más a Fausto. ¿De qué serviría? No quiere pensar más en Jerónimo, no quiere pensar en nada. Se siente como una cosa amorfa, el envoltorio de un ser extraño que ya no sabe por qué habita en su interior, un ser que le está absorbiendo toda la energía. Quiere dormir sin soñar, no moverse, estarse quieta. —Tráigame un té de tila, doña Carmen; algo que me haga dormir sin soñar. Necesito dormir, estoy agotada —dice y se— da vuelta en la cama hacia el lado más oscuro de la habitación.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora