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La niña se convierte en el centro de la vida del Encanto, alterando sin esfuerzo la vida en la casona, que pronto se llena de aparatos comprados en los almacenes de Managua. En el corredor ponen el corralito de color amarillo brillante, en el que cuelgan campanas y objetos de tonos encendidos que Flavia celebra moviendo los bracitos. Petrona se ha adjudicado el oficio de niñera y ha planteado a Sofía, con mucha seriedad, la necesidad de que Teresa asuma las funciones de la cocina para que ella pueda dedicar tiempo a ayudarla a cuidar a la criatura. Sofía ha aceptado la idea, pero Petrona se ve limitada a tareas tediosas como lavar las docenas de pañales que ensucia Flavia, porque la madre no deja que nadie la sustituya en el baño, la alimentación y los arrullos de la niña. Su hija tendrá la madre que ella no tuvo, se repite Sofía, no dejará que manos ajenas le enseñen el mundo, la vistan y la cuiden. Gertrudis, tal como había prometido, llega una tarde de visita al Encanto. No se queda mucho rato porque no le sobra qué decir. La conversación se centra en las experiencias que comparan ambas sobre sus mutuos embarazos. No se habla de los padres de las respectivas criaturas, pero a ninguna de las dos se le hace extraño, ya que eso es lo que suele suceder cuando las mujeres hablan de sus hijos. «Nunca volveremos a ser amigas como antes», dice Sofía a Flavia cuando despide a Gertrudis en la puerta, «pero al menos no seremos enemigas.» —Ya va siendo hora de que le dediques tiempo a otras cosas —afirma enfático Fausto, ocho meses después, mientras almuerza con Sofía— vas a ahogar a esa muchachita de tanto estar pendiente de ella. Eso es malo. Es igual que lo que me hizo mi madre a mí. Los niños se asfixian. Déjala con la Petrona y volvete a interesar por las cosas de la finca. Les va a hacer bien a las dos. Sofía reacciona como picada de alacrán, diciéndole que qué sabe él de criar niños, su hija es de ella y no la trajo al mundo para que otra persona la criara. —A nadie le haces caso insiste Fausto— Ya te lo dijeron doña Carmen y Xintal que si seguís mimando a esa muchachita de esa forma, después no la vas a poder controlar. Ya ves, es tan chiquita pero hay que ver lo testaruda que se pone. Sofía se levanta de la silla en el comedor donde están terminando de almorzar y se mete en su cuarto sin responderle, obviamente indignada. Encuentra a Flavia sentada en la cuna, jugando con el biberón vacío. La niña está gorda y saludable. Tiene los ojos y la boca de su madre y una nariz pequeña que Sofía aún no ha podido determinar de dónde viene e imagina que puede ser legado de algún ancestro de Jerónimo. El pelo de la niña es castaño y lleno de rizos y su piel es blanca, demasiado blanca a su parecer. Para ella, como para la mayoría de las madres, no hay una niña más linda en el mundo. A menudo se queda largos ratos viéndola embobada y no hay nada que le guste más que cargarla en brazos, aunque últimamente, a medida que Flavia crece, el peso se le hace difícil de soportar por mucho rato. Sin embargo, la niña insiste en estar en brazos y arma increíbles escenas de llanto cuando no se acata su deseo. En efecto, es testaruda hasta para vestirse. Hay mañanas en que Sofía no puede lograr que despegue los bracitos del cuerpo para meterle una camisa y la tiene que dejar andar sólo en pañales. Duerme cuando quiere, come cuando quiere, pero a ella lo que le interesa es que la niña sea feliz y no forzarla a vivir bajo esquemas rígidos que le hagan experimentar desde tan temprano las limitaciones absurdas de la existencia.  La felicidad de Flavia se ha convertido en su más insistente obsesión y todo le parece poco para complacerla. Ya habrá tiempo para enseñarle, piensa. Habrá tiempo para todo. —No me gusta esa pegazón que tiene la Sofía con su hija —le comenta Xintal a doña Carmen. Las dos están moliendo hierbas en el rancho del Monbacho para ayudar a combatir una epidemia de quebrazón de cuerpo que está atacando duro en el pueblo. —Yo no sé —dice doña Carmen— No me acuerdo cómo fue con mis hijos, pero creo que con el primero siempre sucede eso. Por eso tienen tantos problemas después los pobrecitos. —Es que es más que eso —le dice Xintal— A mí no me parece sano. No es que esté cuidando demasiado a la niña; es que todo lo demás se le ha olvidado. El mundo se detuvo para ella cuando nació la Flavia. La Sofía es una mujer joven, pero ni los hombres, ni siquiera la finca, le interesan ya. Yo no puedo hablar con ella de nada que no sea cuando hizo tal o cual gracia la criatura. Más que la dedicación, lo que no me gusta es que parece que la estuviera educando para que la niña dependa totalmente de ella. Las mujeres hacen silencio. Es octubre y una brisa suave refresca la vegetación haciendo un sonido acuático y cavernoso al caer sobre las hojas de los árboles. —Lo peor es que el destino le va a jugar un mala pasada —habla por fin doña Carmen— Se me erizan los pelos cada vez que pienso en lo que auguran las cartas desde hace años. —Hay que reconocer que nos han fallado los ritos con la Sofía —dice Xintal y cierra los ojos haciendo de nuevo silencio. En su recuerdo retrocede hasta la noche en que convocaron a la columna de luz y devolvieron a Sofía la memoria de su madre. Piensa en la visión confusa que ella miró cuando en el surtidor de luz pudieron asomarse a lo infinito del tiempo. En algún momento el jaguar, la serpiente y el pájaro estaban dispuestos a encontrar el centro de la muchacha y en una ceremonia de fuego que estaría a punto de consumirla, le devolverían la imagen del espejo que permanecía quebrada, para que ella pudiera reconciliar los abandonos y las obsesiones de su corazón. Pero el destino era titilante y voluble como el brillo de las estrellas. Ella pensó que el nacimiento de la hija era el relámpago que desentrabaría el corazón de Sofía y que vislumbraron aquella noche en el tiempo lineal del agujero del viento, pero aquel corazón no daba señales de fluir hacia fuera. Hasta la hija estaba siendo modelada para rotar alrededor de la madre y ser poseída por la necesidad feroz que ella tenía de ponerle límites a su propia soledad. —Está embrujada por el hechizo del abandono —dice Xintal en voz alta— y mientras más trata de romperlo, más se enreda en él. Construye telarañas cuando necesitaría alas de gorrión. —A lo mejor todo nos falla con ella —dice doña Carmen—, y ni los presagios resultan ciertos. —Ya veremos —dice Xintal—. Ojalá fuera así y se asentaran las aguas, pero la poza de los reflejos está constantemente cambiando, como si el destino no hubiera decidido aún cómo terminará esta historia. Ocupadas en sus oficios, siguen conversando en medio de espacios de recogimiento en los que cada cual conjetura respuestas al voluble sino de Sofía o trata de recordar desde su larga experiencia, otros casos que podrían arrojar luces sobre los signos inexplicables que rodean a la dueña del Encanto. Cerca de las cinco de la tarde, ven aparecer a Samuel subiendo a pie por el camino, apoyándose en una vara que usa como báculo. El hechicero viene vestido con pantalón caqui y camisa blanca, impecable, a pesar del esfuerzo que le debe haber significado el recorrido desde su rancho. —Buenas tardes—saluda y las mujeres se levantan a preparar un café para animar la conversación vespertina que, inevitablemente y a pesar de los rodeos, vuelve a centrarse sobre la Sofía y su hija. —No sé qué le deparará el destino a la madre —dice Samuel—pero algo deberíamos hacer para proteger a la criatura. Tal vez la solución es la niña y no la madre. Dentro de pocos días será el fin del invierno. Hay que decir a Sofía que es preciso agradecer los dones que la niña ha recibido y prepararla para su primer verano y todos los veranos de su vida, para que sepa cómo mantener húmedo el corazón para los tiempos de sequías y penurias. —Tiene razón Samuel —dice Xintal, excitada ante la perspectiva—. Le haremos la ceremonia del rocío y la del rutu-chicoy para guardar el poder mágico de su pelo y sus uñas antes del destete. —¡Cómo no se nos había ocurrido! —exclama doña Carmen—. ¡Nos quedamos aleladas con tanto signo confuso y no pensamos que la niña puede ser la clave de todo esto! Para más a Samuel se le ocurrió. Samuel sonríe y dice que no olviden que en los brujos los alientos femeninos y masculinos conviven sin conflicto. —Yo también tengo mis instintos maternales— sentencia el hechicero, mientras termina de fumar su puro chilcagre y el sol se hunde en la espesa vegetación del Mombacho.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora