Para ir al Juzgado, Sofía se pone su
mejor vestido. Tam bién Fausto se acicala y se
pone su camisa de lagartito. Temprano en la
mañana salen los dos, con Sixto el nuevo
chofer que Danubio se jacta de estar
entrenando. Antes de las nueve de la mañana
están frente al Juzgado y deben esperar unos
minutos porque Jerónimo llega a las nueve en
punto. Los tres cruzan los pasillos del local
que más pa rece una escuela, con galerones
de paredes de concreto y techo de zinc, uno al
lado del otro y aceras que comuni can las
distintas dependencias. Sofía mantiene los
ojos fi jos en sus zapatos. No quiere levantar
la vista porque tie ne el supersticioso temor
de reconocer a Esteban en alguno de los
hombres que afanosos se cruzan con ellos en
el camino hacia la sala del Juzgado. Jerónimo
que va un poco atrás, no deja de ver el cuello
de Sofía que se aso ma por debajo del pelo y
de pensar, sin saber por qué, en cómo se
habrían sentido los verdugos ante el cuello
blan co de las reinas que tenían que
guillotinar.
La oficina del Juzgado donde tienen
lugar las audien cias no se parece en nada a
lo que Sofía ha imaginado. Es un local
semejante a un aula desordenada, sucia y
caluro sa, donde un juez que más parece
arbitro de un acalorado partido de base hall
que otra cosa, atiende en medio del bullicio y
del constante tráfico de gente. Hay dos escrito
rios destartalados y con anticuadas máquinas
de escribir, donde teclean sin parar dos
mujeres que parecen no ente rarse del ruido a
su alrededor. Las viejas sillas metálicas para
los visitantes están ocupadas en su totalidad
por gente de aspecto humilde, que calla con
expresión de im potencia. Casi a empellones,
Jerónimo ha logrado que se respete el turno
de su audiencia. Sofía, de pie junto a la
pared, espera que la llamen. A poca distancia
puede ver a Fernando y el abogado de Rene.
Viendo los padeceres de Jerónimo en aquel
cuarto, ríe para sus adentros al recor dar
cómo ella visualizaba a Esteban en una sala
con ban cas de madera pulida, casi como una
iglesia y al juez vesti do con una capa negra
apareciendo solemne detrás de un podio
imponente. Demasiada TV, se dice. Se
pregunta si alguna de las personas que entran
y salen será Esteban.
Por fin Jerónimo le hace señas de que
se acerque. El juez le pregunta su nombre,
señas, fecha del matrimonio, nombre del
marido y va confirmando los datos suminis
trados por Jerónimo, mientras las
mecanógrafas toman nota veloces.
—Estoy en la obligación de decirle,
señora, que debe reflexionar sobre la
terminación de este contrato que fue suscrito
por usted como un compromiso no sólo ante
su marido, sino ante toda la sociedad —dice el
juez con tono de lección repetida hasta el
aburrimiento.
—Ya reflexioné —responde Sofía.
—¿Insiste entonces en su anulación?
—Insisto.
—Haga pasar al guardador del marido
índica el hom bre al abogado de Rene quien
está de pie escuchando de trás de la silla
donde se encuentra Sofía.
Fernando se acerca y se sienta,
moviendo la silla para quedar más apartado de
Sofía. Le molesta estar allí y no puede
disimularlo. Una vez más el patrón lo usa de
peón.
Hace calor y Sofía mira a Jerónimo
sacar una libreta del maletín negro que
siempre lo acompaña y anunciar con una voz
solemne que a ella se le hace un poco ridícula
en aquel entorno, que «su representada»
renuncia a los bienes comunes del
matrimonio y que por no haber hi jos y nada
que dilucidar sobre patrimonio, se le solicita
al juez que el divorcio sea fallado sin más
trámite.
El abogado de Rene después de
carraspear repetidas veces, inicia cuando le
llega su turno, una larga argumen tación
sobre los derechos que el marido siente haber
ad quirido sobre parte de la herencia de la
Sofía, por el hecho de haber sido su esposo
legal a la muerte del testador y como
indemnización a los múltiples gastos en que
incu rrió para mantener a la esposa que, sin
un ápice de la de bida consideración que toda
mujer le debe al cónyuge, abandonó el hogar,
causó escándalo público y múltiples perjuicios
al señor René Galeno Duarte. Debe también
considerar el juez, afirma el abogado tras
carraspear nue vamente, que el testamento
del señor Ramón Solano, de jaba todos sus
bienes a Sofía Solano de Galeno y no a una
mujer soltera.
El juez tamborilea con los dedos sobre
la mesa y de cuando en cuando mira a Sofía,
quien escucha con expre sión de burla y
desprecio las palabras del abogado. Jeróni mo
la mira con cómplice y sarcástico asombro.
Una vez que Fernando ha asentido a
preguntas del juez sobre si lo dicho por el
abogado refleja fielmente la posición de la
parte por él representada, llega el turno a
Jerónimo. Sofía lo observa argumentar con
elegancia la im procedencia de lo dicho por el
otro abogado. El hecho de que Sofía, en el
testamento, haya aparecido con su nom bre de
casada, no es sino una formalidad que
correspondía con su estado civil de ese
momento. Si el señor Ra món Solano hubiera
pretendido que el yerno recibiera más
herencia que la casa que recibió como regalo
de bo das, esto habría constado en el
testamento. No siendo así, los argumentos que
se puedan hacer están basados sobre
presunciones alrededor de la voluntad de una
persona que, por haber fallecido, no puede dar
fe de sus intencio nes. La ley por tanto debe
basarse sobre los hechos y, en los hechos, don
Rene Galeno Duarte sólo ha recibido a su
nombre la casa mencionada y no tiene
derecho a recla mar otra cosa. En relación a
los presuntos perjuicios cau sados por su
representada al señor Rene Galeno, conti nuó
Jerónimo, él quisiera preguntar al juez si no
es más perjuicio privar de su libertad a una
persona durante ocho años y si no es
comprensible que la señora Sofía So lano se
haya visto obligada a huir de su casa. Además,
si gue diciendo Jerónimo —y aquí Fernando y
el abogado dan muestras de nerviosismo— si
se va a acusar a su repre sentada de escándalo
público, ésta tendría un caso mu cho más
sustentado puesto que era público que el
señor Rene Galeno, sostenía relaciones con
una señorita que fuera amiga de su esposa y
cuyo nombre omitía por res peto ajeno.
Jerónimo termina. El abogado de Rene
se seca el su dor con un sucio pañuelo a
cuadros, mientras objeta dé bilmente de la
improcedencia de las palabras finales de su
oponente. Fernando parece una estatua. Sofía
percibe las vibraciones de su odio gratuito a
través del corto espacio que los separa. Desde
que hizo el amor con Samuel, su vi sión de los
hombres está constantemente teñida de fanta
sías sexuales. Se imagina cómo hará el amor
este o aquel. Viendo a Fernando, recuerda sus
vividas elucubraciones y piensa que quizás
debió haber sido más agresiva para ponerlas
en práctica. A lo mejor Fernando habría
resultado como Samuel, aunque le cuesta
creerlo. Fernando era de masiado parecido a
su patrón. En cuanto a Jerónimo... ¿Cómo
sería un hombre de ciudad, más culto y
refinado? Bien ha estado la defensa de
Jerónimo, piensa. Habló con seguridad y su
ironía solapada era refrescante. Fausto había
escogido bien, se dice, mirándolo e
imaginándolo en otras circunstancias. La prisa
del juez la saca de sus re flexiones. Parecía
apresurado por salir del caso. Era temprano en
la mañana y aún tenía muchos otros por re
solver.
—Oídos los argumentos, mi deber es
informarle a us ted —dice, mirando a
Fernando— que, habiendo revisado el
testamento del señor Solano, su representado
no tiene causa legal para demandar que la
señora Sofía Solano comparta con él la
herencia. Dado que no hay otros bie nes a
discutir, ni hijos de por medio y como lo
establece la ley, el contrato matrimonial queda
disuelto por voluntad de parte de doña Sofía
Solano. Infórmele así por favor al señor Rene
Galeno. Pueden recoger el acta en unos mo
mentos después que yo la firme. Que pase el
siguiente —in dica dirigiéndose a las personas
que esperan, mientras la mecanógrafa teclea
furiosamente el acta.
Se levantan los cuatro. Sofía,
triunfadora, mira a Fer nando. El hombre no
se puede contener y al pasar a su lado, sin
alzar la voz y sólo para que ella le oiga, le
dice: «Nos veremos en el infierno, bruja».
Jerónimo, que no ha oído nada, pero ve la
expresión de rabia de Sofía, la toma del brazo
y la aparta hacia un lado de la sala.
—Esperemos aquí —le dice— el acta no
tarda mucho.
—No quiero esperar —dice Sofía—.
Venga usted des pués por ella —y se suelta de
la mano de Jerónimo, diri giéndose a la salida,
mientras Fausto la sigue.
El hombre se encoge de hombros y sale,
después de arreglar detalles con la secretaria
del juez.
De regreso, mandan a Sixto solo y se
acomodan en el automóvil de Jerónimo. Al
lado del conductor, Sofía guar da silencio.
Jerónimo no lo interrumpe suponiendo que,
como todos los que se divorcian, una cosa es
pensarlo y otra hacerlo. Después de ocho años
es lógico que existan al menos costumbres en
común. Ya a él le había tocado consolar a
varias dientas que lloraban no bien les
entrega ba el acta de divorcio. Insondables
eran los matrimonios, como bien sabía él por
el suyo que se arrastraba ya sin amor, desde
hacía cinco años.
El aire de la carretera refresca el calor
que la rabia puso en la cara de Sofía. Atrevido
ese Fernando diciéndole que se encontrarían
en el infierno, que no contara él con su
compañía ni allí, ni en ninguna otra parte.
Menos mal que ya nunca más tendría que
verlo. Pobre desgracia do para quien el tiempo
de la esclavitud todavía no había pasado
porque él seguía siendo esclavo de Rene,
haciendo y diciendo lo que el patrón le
mandaba. Se sopla con un pañuelo y mira a
Jerónimo que va manejando y conver sando de
trivialidades con Fausto.
—Estuvo muy bien usted —dice, y se
introduce en la conversación en que los tres
terminan rememorando los sucesos del
Juzgado y diciendo qué desgraciado Rene con
su pretensión de querer compartir la herencia
y acu sarla a ella de haberle causado
perjuicios.
Cuando llegan a la finca, Sofía invita a
Jerónimo a co mer y manda a traer cervezas
para celebrar.
Esa noche, desde su habitación, Fausto
ve a Sofía sa lir arrastrando una baqueta. La
ve extenderla en el sue lo del jardín y
acostarse sobre ella con los brazos abier tos en
cruz. Ve sus ojos abiertos, mirando fijos una
estrella.
En su cama de mujer soltera, Gertrudis
también tiene los ojos abiertos.
Hace poco despidió a Rene en la puerta
de la sala, frente a la mirada acusadora de la
tía vieja que, desde la muerte de su madre,
vive con ella. La anciana encorva da y
menuda le ha quitado el habla por «inmoral»
y se pasa el día rezando rosarios y
persiguiéndola no bien llega para furor de
Rene, quien no entiende por qué Gertrudis
insiste en un noviazgo de niños de quince
años, con chaperona y todo. Los sueños de
Gertrudis últimamente se han trocado en
pesadillas por la prisa del hombre por con
sumar carnalmente su enamoramiento,
argumentando que ya ellos son adultos, que él
ya no puede más con el calor entre las
piernas, el deseo de dormir con ella y de
hacerla suya.
«Ya todo el pueblo sabe en lo que
estamos —repite Rene—. No sé por qué te ha
agarrado esa dundera de que cuidemos las
apariencias. Sólo falta que me digas que has
ta que anule Roma el matrimonio no vas a ser
mi mujer.»
Pero a Gertrudis lo que le da fuerza
para enfrentar las caras de la gente cada
mañana en el camino a la parada de buses de
Managua, es saber que piensen lo que
piensen, ella es una mujer decente, que se ha
conservado limpia y que tiene un amor puro.
Distinto va a ser cuando ya Rene se divorcie y
se haga el matrimonio civil. Entonces y sólo
entonces, ella convivirá con él y hará saber a
todos que es sólo cuestión de tiempo para que
Llegue la anulación del matrimonio
eclesiástico de Rene. No es mucho pedirle a
él, piensa, que se aguante un poco, si ya
después de todo le ha metido las manos por
donde ha querido cuando van al cine en
Managua y cuando después él busca los re
partos poco poblados y las rotondas
deshabitadas para par quear el carro y
palparle los pechos y ponerla en un esta do de
calor que ni sabe cómo ha tenido la presencia
de ánimo para negarse a ir más allá. En parte
también ha in fluido el miedo que sintió la
primera vez que Rene le hizo poner la mano
sobre su miembro gigantesco y duro como una
piedra. Se imaginó aquella cosa rompiéndole
la virgi nidad y después, sola en el baño, se
investigó el interior pensando que ella no
tendría lugar para albergar ese dedo gigante
apuntando a sus entrañas. Preocupada,
compró un libro de sexualidad en el Centro
Comercial donde leyó que la vagina se
distendía para acomodar cualquier tama ño,
pero no estaba tan segura de que los que
escribieran ese libro se hubieran topado
alguna vez con alguien como Rene. Lo que
más le tranquilizaba era pensar que Sofía
había podido y repetirse que ella también
tendría que poder, pero no tenía urgencia. A
ella le bastaban las sesio nes de romance
acalorado, al menos por el momento; la cosa
era que él parecía cada día más frenético y,
sin em bargo, andaba furioso con la idea de
perder el juicio de di vorcio y esa noche
parecía una fiera cuando le contó lo que
había sucedido en el Juzgado, cómo el
abogado le dijo que había sido imposible
evitar el fallo del juez decla rando disuelto su
matrimonio, a pesar de que era contra su
voluntad. Después la besó como si quisiera
vengarse de ella, menos mal que tuvo la
presencia de ánimo de in sistir que no
bastaba con que él se hubiera divorciado,
ahora se tenían que casar. No le hubiera
gustado consu mar su unión en medio de la
rabia que perseguía a Rene y que sin duda se
reflejaría en su miembro excitado. Ya ha ría
ella que con el tiempo se le fuera pasando y
que Rene olvidara que había existido la Sofía,
pero primero había que pensar en hacer las
cosas correctamente y no echarlo todo a
perder por el apresuramiento. «Hice bien», se
dice, ahuyentando el temor de que él —ante
sus negativas— fue ra a buscar a otra mujer.
«Hice bien» —se repite— pero no puede
dormir. Apenas se queda medio dormida, ve el
falo de Rene persiguiéndola como un látigo y
se despierta una y otra vez, asustada.