La finca prospera a pesar de las
advertencias de los finqueros vecinos que
hace pocos días han enviado una co misión
para hablar con Sofía y tratar de convencerla
del daño que se hacía pagando sueldos tan
elevados. Iba a malear a los trabajadores, se
aprovecharían de ella y el costo de las
cosechas se le dispararía mermándole las ga
nancias. Ella ha callado dejando que Fausto
explique cómo el rendimiento por manzana de
la finca ha aumen tado y la diversificación de
cultivos da frutos. Tan sólo la semana anterior
han enviado a vender al mercado varias
camionadas de verduras a buen precio y
esperan que las parcelas de flores pronto
empezarán a producir para las flo risterías con
que ya han hecho contactos en Managua,
Granada y Masaya. También piensan habilitar
una aban donada propiedad en el Mombacho y
exportar el cacao que tradicionalmente se da
muy bien en ese clima. Todo el tiempo que
estuvieron los finqueros, mientras Fausto ha
blaba de flores y chocolates, en el corredor de
la casa, So fía se pasó mirando a Jerónimo,
quien hacía esfuerzos enormes para contener
la risa. Nada parecía alterarlo, era como si
tuviera agua fría en vez de sangre. Sería
interesan te comprobar si en las
circunstancias apropiadas manten dría en la
cara la sonrisa de gato que a ella al principio
le gustara, pero que últimamente tendía a
exasperarla. Habi tuada como estaba, con don
Prudencio, a las miradas de asombro y
reproche ante sus decisiones precipitadas de
invertir, comprar o vender propiedades, no se
acostum braba a la parsimonia e indiferencia
de Jerónimo, ni a la manera superior con que
le daba consejos, sin que pare ciera importarle
si ella los escuchaba o no. «Es un merce
nario» —le había dicho a Fausto—. «Sólo le
interesa que le paguemos su "comisión"» y
Fausto le había respondido diciéndole que el
abogado y ella eran harina del mismo costal y
que lástima que Jerónimo estaba casado
porque los dos harían buen matrimonio.
Casarse con él no le gustaría, piensa
Sofía sola esa no che en su cama bajo el
mosquitero de encajes, pero probar sus
habilidades de amante era una posibilidad,
que ade más serviría a otros propósitos que
hace tiempo le rondan la cabeza. Con él ella
podrá experimentar otro tipo de po der, un
poder como el de la tierra. Si algo le ha
fascinado en el manejo de la finca, aparte del
desafío de mostrarles a los finqueros
experimentados y soberbios de la zona que un
homosexual y una mujer pueden obtener tan
buenas o mejores cosechas que las de ellos, es
la cotidiana observa ción de la tierra. Aquella
tierra, sus grumos, su color roji zo, es para
ella ahora la raíz más profunda que la vincula
a los dones del sol y de los elementos. Cuando
hace sus ri tos silenciosos, siente la fuerza de
la humedad en sus hue sos, siente que su
cuerpo es parte del campo arado y del jardín.
Pero no es suficiente ese poder. La tierra
tiene po der porque seduce al sembrador y
convierte en plantas la semilla. Ya ella ha
tenido un atisbo de ese poder la noche
embrujada con Samuel, pero esa vez fue el
poder de él y no el de ella lo que funcionó.
Con Jerónimo tan indiferen te y compuesto,
ella podría probar el suyo y tener un hijo. No
esperaría el amor pues hace tiempo ha dejado
de creer en él y no quería tener hijos vieja y
sin ánimos. Bien re cuerda cómo sufría
Eulalia correteando detrás de ella por el patio.
No sería tan difícil seducir a Jerónimo. No
sería difícil seducir a ningún hombre. El
asunto era saber ha cerlo, combinar la audacia
con el recato. Después de todo no pretendía
que se enamorara de ella, tan sólo crearle la
adecuada proporción de deseo. Una vez hecho
esto, suce derían las cosas sin mayores
contratiempos. Una vez que estuviera
preñada, no lo volvería a ver más. Jerónimo
no sería un enamorado empalagoso, no estaba
en su natura leza. Se conformaría con poseer
su cuerpo, sin pretender ostentar título de
propiedad sobre su alma. Con un niño ella
podría ser totalmente feliz. Le enseñaría a
cuidar la finca y tendría compañía y alguien a
quien ella amaría sin tener miedo de que la
abandonara, porque ella se encar garía de que
eso nunca sucediera. Sofía acomoda las al
mohadas y se esponja en la cama. Por la
ventana se ven las hojas de palmera
meciéndose en el viento de la noche. Todo
está tranquilo en El Encanto. Demasiado
tranquilo. En esa habitación había muerto don
Ramón y ella no quería morir sola como él.
Se duerme tarde urdiendo planes y al
día siguiente le anuncia a Fausto que va ir a
Managua a comprarse ropa y si la quiere
acompañar.
Trabajosamente regresa Xintal a su casa
de consultar la poza de las aguas calientes e
inmóviles. En sus aguas ha visto a Sofía
acorralada y perseguida, su cetro dé reina ro
dando por los suelos.
—Está en su destino —le dice Samuel
esa tarde mientras ella le cuenta preocupada
—. Nada podemos hacer nosotros.
Pero no bien se va el hechicero, Xintal
se pone a moler plumas de pájaros azules.
Sofía y Fausto se divierten de lo lindo
haciendo com pras en Managua. Para ella es
una novedad. La última vez que vio la capital
fue cuando Rene la llevó al ginecólogo y desde
entonces, la ciudad se ha modernizado.
Rótulos de carretera multicolores anuncian
tarjetas de crédito, viajes a plazos, clubs de
vídeo, computadoras, restaurantes y la paz
mundial de la Fe Ba Hai. La gente en las
calles camina con prisa y hay taxis de colores
brillantes.
—A vos Managua te debe parecer Nueva
York —sonríe Fausto, mientras Sofía lo lleva
de una tienda a la otra en los pasillos del
Centro Comercial, construido después del
terremoto que asoló la ciudad.
Entra a los almacenes de telas y toca las
sedas y los li nos gozando de la sola visión de
los colores, la ropa de tela de camiseta, de
tonos chillones que, desgarbada, se exhibe en
una boutique, donde al fondo hay una mujer
que maquilla a una señora un poco gorda.
Fausto le indi ca que allí mismo la pueden
maquillar y mostrarle los se cretos de cómo
hacer más vivas y bonitas sus facciones.
Preguntan y la mujer les pide que
esperen un poco a que termine con la dienta
de turno. Se quedan allí miran do cómo le
depilan las cejas y luego la embadurnan de
cremas y más cremas que se ponen con
brochas o espon jas, hasta que la señora está
lista y parece una muñeca an tigua y
sonrosada.
—Se ve horrible —susurra Sofía a
Fausto.
—Natura no le dio nada —susurra
Fausto—. A vos sí. Tené calma.
Es él quien le explica a la mujer que
Sofía no quiere verse demasiado maquillada, y
que por favor no haga nada más que resaltar
sus mejores rasgos. La mujer sienta a Sofía en
la silla estilo barbería. Hace intentos de depi
larle las cejas, pero ella se niega y la mujer
tiene que resig narse a ponerle base, polvos,
rubor en las mejillas y luego, con cuidado,
delinea sus ojos con negro, le pone sombra y
rimel en las pestañas y le pinta los labios.
Es como un rito, piensa Sofía, aquello
era parte de lo que Xintal llama el «poder». La
mujer preparándose para la ceremonia, como
cuando se araba la tierra y se le ponía abono a
las plantas, pintándose el cuerpo para seducir
al hombre. Siente la presencia de Fausto y ve,
a través de los ojos entreabiertos, su
fascinación. Pobres los hombres; na die los
arreglaba a ellos para el amor. Imagina cómo
debe sufrir Fausto, con alma de mujer, por no
poderse pintar y adornar como una hembra.
Piensa en el cuerpo viejo de Samuel y en su
clarividencia de que aquel acontecimiento
jamás volvería a repetirse. Ahora cuando la
mira, su mira da es clara y sin deseo.
—Ya está —dice la mujer, y le pasa un
espejo, mientras Fausto la mira sonriendo y le
dice que se ve «bellísima». En el espejo, Sofía
ve sus ojos lucir enormes, ve sus meji llas
sonrosadas y no le gusta la boca roja. Su
imagen le re cuerda algo muy vago, una
visión que no alcanza a con cretar en su
mente.
—Muy roja la boca. No me gusta.
La maquillista cambia el tono por otro
rosa oscuro que a Sofía le parece mejor.
—Pero ¿te gusta o no te gusta como te
ves? —pregunta Fausto.
—Parezco la Viuda Porcina —dice Sofía,
refiriéndose a la desparpajada y seductora
heroína de una telenovela brasileña que había
hecho furor en el país.
—Mucho mejor que la Viuda Porcina te
ves —ríe Faus to y sí piensa Sofía, se ve mejor
que la Viuda Porcina.
Por la tarde regresan al Encanto,
cargados de paque tes con telas, vestidos,
zapatos y toda la línea de maqui llajes con las
indicaciones para su aplicación. Petrona se
acerca al jeep para ayudar a descargar los
paquetes, se queda viendo a la patrona
asombrada y le dice que parece artista de
cine.
Sofía nota el efecto que causa en los
hombres su nuevo atuendo. Es como si el
arreglarse de manera «femenina» fuera igual
que lanzar una sarta de cohetes al aire anun
ciando que estaba disponible o le interesaba
el sexo.
—Tu ex anda buscando novio —dice
Patrocinio a Rene, el viernes que él llega a la
cantina— Vieras como anda, toda pintada, con
ropa nueva, sandalias de tacones, bai lando
las nalgas para marear a todos los estúpidos
que pa recen jugados de cegua cuando la ven.
¡Cómo si nunca la hubieran visto!
Patrocinio no es la primera en
comentarle a Rene lo de su mujer, pero la
cantinera es la única a quien él no logra hacer
callar. Le dice que no le interesa saber nada
de esa fu lana, pero Patrocinio continúa su
perorata y le cuenta que la Sofía se gastó un
dineral en Managua comprando ropa y que el
maricón de Fausto, al no poder vestirse él de
mu jer, se ha dedicado a asesorarla.
—Hasta dicen que él mismo la viste con
sus propias manos, y la pinta.
Rene da un manotazo en la mesa. Todos
los parro quianos se vuelven, esperando
contra qué la va a empren der Rene.
Desde que se divorció, su fama de
pendenciero ha au mentado. No hay fin de
semana que no pelee con alguien por
cualquier cosa.
—Ya estuvo Patrocinio. Te dije que te
callaras si no querés que te rompa todas las
mesas —grita Rene.
Crescendo sale del fondo de la casa,
listo para auxiliar a su esposa, pero ésta ya ha
dicho lo que quería y ha re gresado modosita,
al otro lado del mostrador, sonriendo entre
dientes a los otros clientes mientras se pone a
que brar hielo con un punzón.
Gertrudis no da demasiada importancia
a las penden cias de Rene. No bien se case
con ella, se dejará de sentir marido y dueño
de la otra, piensa, y además ella lo hará feliz,
dándole el hogar que él siempre ha deseado y
los hi jos que reafirmarán su virilidad. Pero
deben casarse pron to porque lo que a ella sí
le molesta son las miradas de lás tima que la
gente le lanza. El pueblo es como un río que
cambia de corriente sin ton ni son. Unas
semanas fue So fía la dejada y engañada por
Rene para irse con Gertru dis, pero ahora la
rabia del hombre les hace pensar que no es
tan cierto lo del desamor y que más bien Rene
sigue enamorado de Sofía.
—¿Cuándo nos casamos, Rene? —
pregunta ella, y él se evade y no responde.
Pero la paciencia de Gertrudis no es
infinita. Una tarde en que él la va a recoger a
la oficina en Managua y vienen en el camino
hablando de cualquier cosa, Gertru dis decide
que ya no esperará más.
—Rene, he estado pensando que si no
nos casamos el mes próximo, ya no me caso
con vos.
Rene se vuelve hacia ella sin poder dar
crédito a lo que acaba de oír.
—No me digas que vos también vas a
enseñar las uñas ahora —le dice.
—En el pueblo se dice que vos no te
casas conmigo porque seguís enamorado de la
Sofía. Dicen que la rabia te está carcomiendo
y no te deja en paz.
Mentira, dice el hombre, a él ni le va ni
le viene lo que haga la Sofía, y si ella piensa
que eso es lo que atrasa el ca samiento, pues
ya se van a casar. El quería esperar un poco
para ser decente, dice, para protegerla a ella
de las malas lenguas. Además no se trata de
casarse en carrera, sino de hacer bien los
preparativos para que ella tenga una boda
como Dios manda.
—Por lo menos fijemos la fecha.
-¿Cuándo te querés casar?
Y deciden casarse el ocho de diciembre,
día de la Vir gen de la Inmaculada
Concepción, la más celebrada en todo el país.
Doña Carmen ve llegar el jeep de la
hacienda mientras riega sus plantas con el
agua blanca con que lavó el arroz. Se seca las
manos en el delantal, y sale a recibir a Sofía
quien desciende del vehículo y se acerca.
—Déjame verte, déjame verte —dice,
tomando a Sofía de la mano y haciéndola
entrar a la casa.
—Pareces de Managua. Te ves muy
cambiada.
—Nada me ha dicho. ¿Le gusta o no le
gusta?
—Algo te andas vos en mente que te dio
por vestirte así —la mujer se toma su tiempo
para responder, ocupándose en sacudir las
mecedoras de la sala y acomodarlas en el
centro de la habitación. La visión de Sofía
convertida en lo que habría podido ser de
haberse perdido en otras lati tudes, la ha
turbado. Se ve guapa, pero su hermosura hue
le a otra parte, desentona con lo que ella se
ha acostum brado a considerar bello.
—Te ves «exótica». Esa es la palabra
que andaba buscando.
A Sofía le gusta la palabra, pero no la
turbación de la vieja. Lo que con otras
personas, no le importaría, con doña Carmen
sí le importa. Por eso insiste, quiere saber
exactamente qué sintió al verla.
—Como si hubiera visto a tu madre. Así
me la he ima ginado yo todos estos años, sólo
que con una falda amplia y recogida y una
blusa de mangas bombachas.
—Me veo como gitana, sólo que sin el
disfraz.
—Te ves muy linda, mija. No le demos
más vueltas al asunto. Lo que quiero saber es
qué te dio por pintarte y vestirte así.
—Quiero tener un hijo.
Ya está, piensa la mujer. Todavía no
deja de asombrar le la forma en que las
personas encuentran su destino. Se ha pasado
la vida queriendo descreer los signos que a
me nudo ve cuando tira las cartas a la gente,
esperando que alguien venga y quiebre los
designios y pronósticos y le qui te a ella el
peso de las premoniciones, pero sospecha que
sucede muy pocas veces y sólo con los que no
estaban previstos para nacer y nacieron por
accidente. No puede olvidar las tantas
ocasiones en que leyó las cartas a la So fía, la
niña que aparecía una y otra vez.
—Una hija vas a tener. Ya te lo dije yo
hace mucho tiempo.
—Me da igual que sea mujer o varón.
—¿Y quién será el padre de la criatura?
—Jerónimo.
Doña Carmen está a punto de decir que
no vaya a es coger a Jerónimo, que ese
hombre le da vibraciones hela das, cuando se
da cuenta que Jerónimo será y nada podrá
hacer ella por cambiarlo. Al menos no le
ayudará, piensa, y dos horas después, por más
que Sofía le cuenta sus pla nes y le pide
opiniones, ella evade darle consejos, se es
cabulle con respuestas ambiguas y le dice que
sobre amo res no hay nada escrito y que tiene
que dejar que sus instintos la guíen.
Sofía sale de la casa de doña Carmen
furiosa consigo misma, diciéndose que es
tonta, nada tiene ella que andar preguntando
a nadie.