Sofía camina por el corredor de la casa, nerviosa. De tanto en tanto se detiene a mirar a Flavia quien duerme chupándose el dedo dentro de su corralito, completamente desnuda. Hace apenas media hora que doña Carmen, Xintal y Samuel llegaron a verla para decirle que era necesario hacerle a la niña la ceremonia del rocío y del rutu-chicoy. Era muy importante habían dicho. Se hacía con todos los niños a quienes era difícil predecirles el futuro, para protegerlos de los augurios lúgubres. Ellos le habían predicho el carácter de Flavia no bien nació, había replicado ella, a lo que Xintal respondió que el día del nacimiento sólo le explicaron el signo astral de la criatura y que eso no era suficiente. La noción de que se les hacía difícil a sus amigas predecir el futuro de Flavia la había hecho entrar en pánico. Que algo le pudiera pasar a su hija era inmanejable para ella, le temblaban las piernas y tenía náuseas de sólo pensarlo, pero tampoco le tranquilizaba la perspectiva de la mencionada «ceremonia», máxime que ella no podría asistir. —Nos llevaríamos a Flavia por dos o tres horas —había dicho Xintal— Estará segura con nosotros. Espero que de eso no te quepa duda. Ni un día en los ocho meses que tenía Flavia de vida, Sofía la había dejado sola. La llevaba a donde quiera que iba y sólo para ir al baño la encomendaba a la mirada atenta de Petrona. Era cierto que no pensaba que Xintal, doña Carmen o Samuel pudieran hacerle algún daño, pero una cosa era dejarse hacer ella ceremonias y conjuros, seguir determinados ritos mágicos y otra era que los hicieran a su hija. La gente hablaba muchas cosas a las que ella jamás había dado crédito, pero ¿qué tal y si tenían razón? Supuestamente los niños pequeños eran presa favorita para las ceremonias diabólicas. ¿Y si sus amigos la traicionaban? ¿Quién le podía asegurar a ella que no sucedería? Le daba vergüenza pensar así, se decía Sofía, caminando de un lado al otro. No quería especular con ese tipo de pensamientos, pero no podía evitarlo. Era injusto que pensara mal de personas que a través de toda su vida siempre la habían protegido, pero ella había hecho cuanto decidió hacer por su propia voluntad. No era lo mismo tomar una niña de seis meses, llevársela al Mombacho y untarle quién sabe qué hierbas o aguas. Y ¿qué tal si la metían en la poza famosa de las aguas tibias y quedaba muda como el niño que le llevaba agua todos los días a Xintal? ¿Qué tal si les salía mal la ceremonia y le pasaba algo a su hija? No podía quitarse de la mente la cara de Samuel cuando le repitió que hacer la ceremonia era «esencial». ¿Y si tenían razón y ella le iba a negar, por miedo, una protección «esencial» a Flavia? No se perdonaría nunca si algo salía mal más tarde. Se acusaría para siempre de no haber permitido que sus amigos invocaran los espíritus protectores para su hija. —¿Qué le pasa, doña Sofía? -pregunta Petrona que cruza por el corredor con un bulto de pañales recién lavados—. La veo muy inquieta. —Deja esos pañales y sentate, Petrona —le ordena Sofía— Necesito que me des un consejo. De un solo tirón, le cuenta lo que le han llegado a decir doña Carmen, Xintal y Samuel. —¿Qué harías vos si fuera tu hija, Petrona? ¿Qué harías vos? Petrona se queda en silencio mirándola. Es verdad que a ella también le daría su miedo, piensa; pero esas personas nunca le han hecho mal a Sofía. Al contrario; cuando todo el pueblo se volteó en contra, estuvieron a su lado. A ella le consta cómo la han querido. Cuando habla, no puede contener la indignación y manifestar el resentimiento que ha venido acumulando ante la desconfianza manifiesta de su patrona. —¿Usted no cree en nadie, verdad doña Sofía? Ni a mí me deja que le toque casi a la muchachita, aunque primero caería muerta yo que ver que algo malo le fuera a pasar a esa criatura. No sea tan desconfiada que no es bueno. Si ellos se lo dicen debe ser por algo. —¿Y si se equivocan y no les salen bien las cosas? Ellos son humanos también, no es como que son ángeles o algo por el estilo... Por qué tenía que pensar que se iban a equivocar, argumenta Petrona. Siempre estaba con esa inquietud de que nadie podía hacer las cosas mejor que ella. Por eso y que le perdonara el atrevimiento, no se despegaba a la niña. Era verdad que las madres eran, por naturaleza, temerosas cuando se trataba de sus hijos, pero a ella se le pasaba la mano. Sofía se queda callada y con la mirada perdida. Petrona se da cuenta de que la conversación ha terminado, se levanta, toma de nuevo los pañales y sigue su camino, sin que ella haga nada por detenerla. Se queda otra vez sola en el corredor, meciéndose nerviosa en la butaca de balancines. Dos días pasa Sofía irascible y agitada, sin que nadie más que Petrona sepa la razón de su angustia. Se ha convencido de que no debe acceder a la petición de sus amigas, quienes, sin dudar de su consentimiento, han anunciado que llegarán a recoger a Flavia al día siguiente antes del amanecer, ya que la niña debe estar con ellas en el lugar de poder antes de que el sol emerja en el horizonte. «No puedo», se repite a solas la madre una y otra vez. «Lo siento, pero no puedo.» —¿Se puede saber qué es lo que te pasa? —pregunta Fausto el anochecer de la víspera del día señalado, después que Sofía ha puesto a Flavia a dormir y sale al corredor fumando un cigarrillo— Tenés dos días de estar fumando como chimenea y eso es malo si estás dando el pecho. Algo te pasa a vos. Sofía había pensado no decirle nada a Fausto, pero a tan corto plazo de tener que tomar la decisión definitiva, y sabiendo ya la opinión de Petrona, no le queda nadie más a quien recurrir. —Xintal y doña Carmen me pidieron que les prestara a Flavia para hacerle una ceremonia de «protección». Me da pena demostrarles desconfianza, pero la verdad es que no me gusta la idea. Me da miedo. —¿Y qué es lo que quieren? —Venir a llevar a Flavia a las cuatro de la madrugada; llevársela por dos o tres horas y volvérmela a traer después. No quieren que yo vaya. Fausto se levanta obviamente disgustado. Él creía que se trataba de un asunto más serio, dice. ¿Qué acaso ella no ha creído siempre en esas ceremonias? A qué venía ahora que se pusiera tan nerviosa. Cómo podía desconfiar de doña Carmen y Xintal que habían sido como madres para ella. Esas mujeres eran más del tipo de las hadas madrinas de los cuentos, que de la estirpe de la brujas; eran brujas «blancas» incapaces de hacerle daño a nadie. Ella debía saberlo. Si algo se podía objetar, en todo caso, era la hora por el riesgo de que Flavia se resfriara, pero si la abrigaba bien no habría problema. No creía él que Sofía se atreviera a hacerles el agravio de desconfiar de ellas, dice, sentándose de nuevo en la mecedora —¡Y por eso has andado tan alterada! Ya me extrañaba a mí que no hubieran inventado ceremonias de esas desde que nació la Flavia. —Pero no sé ni dónde la van a llevar y esa niña no sabe estar sin mí—responde Sofía débilmente. —Bien le va a hacer estar sin vos aunque sea un rato —dice Fausto. Sofía no duerme. A las tres y media de la mañana oye llegar a doña Carmen y Samuel. Para esa hora, sabe que no tendrá más alternativa que acceder y darles a la criatura. Es ingrato, incluso, de su parte haber tenido temores, se vuelve a repetir como ha estado haciéndolo, desde que habló con Fausto. Flavia estará bien, no le pasará nada malo. Se levanta de la cama y se envuelve en un rebozo para protegerse del frío de la madrugada. Está oscura la noche, pero ella ha dejado encendidas las luces del corredor. Flavia duerme en su cama, vestida con un mameluco abrigado. Sofía la toma en sus brazos, la envuelve en dos colchas y se la pega al pecho. En una bolsa aparte pone un biberón con agua, otro con leche, varios pañales y la chupeta. Cuando sale de la habitación, ya doña Carmen y Samuel están esperándola. —Aquí están las llaves del jeep y en esta bolsa hay leche y agua por si llora —les indica Sofía— Por favor no tarden más de dos horas que me vuelvo loca. Doña Carmen insiste en que no se preocupe, Flavia estará perfectamente con ellos que son como sus abuelos. La niña no se despierta cuando pasa a los brazos de doña Carmen; sigue durmiendo plácidamente ajena a los temores de la madre. —Cuidado si se resfría —dice finalmente Sofía. Después que el jeep parte dejando un leve vapor de polvo, Sofía regresa a la casa, apaga las luces y se acuesta en la cama. Son las cuatro de la mañana y le tiembla el cuerpo poseído por corrientes polares que el miedo sopla atravesándole el espinazo. Su cama se le hace inmensa sin Flavia y el silencio de la noche, sin la pequeña respiración de su hija, es para ella el aliento de la más profunda desolación. Se siente incompleta, amputada, inmensamente sola. No pasan ni cinco minutos antes de que se arrepienta y empiece a maldecirse por haber arriesgado su hija a magias desconocidas, pero ya no tiene control de la situación. No le queda más que desesperarse y ponerse a llorar; llorar como lo haría si la hubiera perdido, compadeciéndose a sí misma hasta que reacciona y piensa que jamás, jamás perderá a su hija. Xintal está esperando a Samuel y doña Carmen en el círculo de árboles cerca de su casa, el lugar de poder donde hace mucho tiempo hicieron la ceremonia en que devolvieron a Sofía los recuerdos de su madre. Falta poco para que el sol aparezca. La claridad de su cercanía empieza a amarillear el borde negro de la noche. Doña Carmen y Samuel avanzan despacio. La mujer lleva a la niña apretada contra su pecho cálido y abundante, protegiéndola de las ramas de los coludos gigantes que ocultan el claro. Samuel porta un candil con el que alumbra el camino y bajo el brazo carga la colcha donde pondrán a la niña. Al salir al claro ven a Xintal quien ya ha puesto la vasija de barro con el agua para la ceremonia en el centro y tiene también a su lado, las tijeras y el cuchillo para el rutu-chicoy. La madrugada es sonora en el Mombacho. El lúgubre canto de las aves nocturnas da paso al zanate clarinero, al chichiltote y a los guardabarrancos, que cantan alto y hermoso.Las sombras se van deshilachando en el líquido rosado de la luz solar. Las dos mujeres y el hombre están vestidos de cotonas blancas y sus caras tienen la expresión dulce de los sabios que se enfrentan a la desvalida infancia. Doña Carmen pone a Flavia en el suelo sobre una colcha doblada en cuatro que simboliza también los cuatro ritos del agua que están a punto de practicar. Al perder el calor del pecho de mujer, Flavia parece despertar, pero Xintal la pone boca abajo y le palmea la espalda para que el contacto con la tierra la tranquilice y le devuelva los latidos primigenios del vientre materno. El rito del rocío empieza no bien la corona del sol rompe con sus primeros rayos. Xintal se moja la mano con el agua del cántaro —traída desde la poza de los reflejos profundos, tibia, para que la niña no se asuste— y toca la espalda de Flavia mientras dice: «Ve aquí que vas a vivir sobre la tierra; siéntela para que crezcas y reverdezcas; recíbela». Luego, da vuelta a la niña y pone su mano húmeda sobre el pecho de la criatura para que «así se limpie y purifique tu corazón, de tal manera que nunca pierda el rumbo del agua y sepa encontrar el camino de su sed». Mientras Flavia, ya despierta y extrañada empieza a llorar, Xintal rocía agua sobre su cabeza y dice: «recibe y toma agua de la señora dueña de la vida para que entre en tu cuerpo y allí viva esta agua celestial azul clara». Hecho esto, ayudada por doña Carmen, desnuda a la niña y lava todo su cuerpo recitando invocaciones para proteger cada parte de Flavia y alejar las maldiciones y las trampas fortuitas de destinos desconocidos. La visten de nuevo y Xintal la toma en sus brazos y la levanta hacia el sol cuatro veces, mientras la niña llora a toda capacidad de sus pulmones. —Flavia, que tu corazón no se pierda en los pantanos de las confusiones. —Flavia, que tu frente siga las luces que están en los árboles y en las estrellas. —Flavia, que el sol abra tus ojos y te enseñe los colores de las bellezas ocultas. —Flavia, que el destino no se tuerza y seas capaz de romper los círculos del tiempo y los abandonos que persiguen a tu madre. Xintal baja los brazos y aprieta a la niña contra su corazón. Cierra los ojos y en profundo trance escucha ruidos de feria mezclados con el llanto y ve un hombre que no sabe por qué se le hace familiar, sonriendo en el distorsionado líquido de sus imágenes mentales. Abre los ojos y mira a doña Carmen y Samuel que la interrogan con los ojos. —No veo claro de qué se trata. Llega el turno de Samuel, quien realiza la ceremonia del rutu-chicoy. Con el cuchillo afilado corta un poco del cabello de la niña y luego con las tijeras corta sus uñas, poniéndolas en un lienzo blanco donde atan también los instrumentos, para luego entregar todo a Sofía, quien deberá conservarlos como amuleto porque desde ese instante han adquirido poderes mágicos. Las ceremonias han concluido. Doña Carmen toma a Flavia, quien llora estrepitosamente y saca de la bolsa que Sofía preparó el biberón con el que, en poco tiempo, logra que la niña se apacigüe olvidada de todo en la placidez de alimentarse. —Miren qué ojos de criatura -dice. Los tres miran a la niñita e igual que la madre cuando la vio por primera vez, se asombran de lo pensativa y sabia que parece mientras mama ávidamente, sin dejar de contemplarlos, con el aire de quien aún ignora la existencia del miedo. Sofía hace un enorme esfuerzo por no llorar cuando doña Carmen la vuelve a poner en sus brazos, pero no puede evitar que la mujer sienta su angustia. —Menos mal que esta niña es mágica —le dice doña Carmen— Si no, esa angustia que llevas adentro las acabaría a las dos. A diferencia de Sofía, el parto de Gertrudis, que tiene lugar unos días después, es laborioso. Luego de prolongados dolores la tienen que llevar al hospital de Masaya y hacerle cesárea, pero al final el niño que nace es robusto, sano, y no hay hombre más feliz que René en todo el Diría. —Vieran qué muchachote —dice, a pocos días, celebrando copiosamente en la cantina de Patrocinio— ¡Ocho libras pesó! Por eso la pobre mamá no podía con semejante muchacho. La concurrencia celebra divertida todas las historias y anécdotas del nacimiento. Fernando cuenta que René se fumó cuatro paquetes de cigarrillos en lo que duró la cesárea y puso frenéticas a todas las enfermeras del hospital, interceptándolas en los pasillos para saber hasta los mínimos detalles del nacimiento, cual si cada enfermera que transitaba por allí hubiera estado presente en el parto de Renecito. Patrocinio celebra aquel nacimiento con aire de revancha personal; al final se había demostrado que René, uno de sus mejores clientes, era un macho de pelo en pecho y que la gitana no había podido arruinarle la vida. Cada cual había terminado como se merecía: René felizmente casado con una mujer que sí valía la pena y la Sofía con una hija sin padre, que, aunque era linda, ya daba que hablar por lo caprichosa que la estaba malcriando la madre, quien, además, se había encerrado con ella en El Encanto y apenas si les habían visto la cara a las dos en el pueblo. El nacimiento del hijo de Rene y Gertrudis desplaza la atención de las habladurías. Se comenta sobre la fiesta del bautizo que están organizando los recién estrenados padres y que se augura borrará de la memoria la fiesta monumental que organizara la Sofía hacía tres años y de la que la gente aún recordaba los despliegues de luces de colores que habían alumbrado como nunca la noche del Diriá. —Me alegro por la Gertrudis —dice Sofía, en quien la crianza de Flavia ha adormecido los afanes competitivos— Ojalá tenga su fiesta y se divierta. —Dicen que esta vez sí te va a invitar —le comenta Engracia. —Pero no voy a ir —responde Sofía— Que sea feliz sin malos recuerdos. —No quisiera volver a poner el pie en esa casa en mi vida. No sea que se me avive la nostalgia de los escándalos —añade con expresión maliciosa. El bautizo constituye, en efecto, un gran acontecimiento. Desde su casa, Sofía oye la zarabanda de la pólvora y la orquesta de pueblo, y sigue jugando con Flavia que es lo único que le interesa en la vida.
