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Despacio han pasado los días para Sofía,
pero con Xintal se siente feliz y a veces
quisiera no irse nunca de allí, de aquel lugar
escondido en la vegetación, que nadie puede
ver porque el rancho tiene colores de
camaleón y se con funde entre arbustos y
árboles centenarios, cuyas copas dan una
sombra perenne. La rústica vivienda tiene
pare des de tablones, techo de viejas tejas y
sobre las piedras canteras que forman la
cocina, crece una enredadera de buganvilias
que se trenza sobre el techo y aparece sobre
los huecos que forman las ventanas. Más de
una vez, cuan do hace viento, las flores
moradas aparecen como con dimentos en el
arroz y los cocimientos de verduras. La co
cina divide el espacio entre los dos cuartos de
piso de tierra apelmazada y en ella pasan las
dos mujeres la ma yor parte del día, porque
Xintal se especializa en coci mientos capaces
de curar desde la picadura de las culebras
hasta el dolor de las menstruaciones. Ollas de
barro y calderos de tosco aluminio se agrupan
sobre estanques que también exhiben una
gran profusión de recipientes de vidrio donde
hay líquidos verdes, ámbar y rojo encendi do,
así como hierbas y otras sustancias
indescriptibles. En la habitación donde
duerme Sofía, hay sacos de granos y efigies de
barro de mujeres de vientres protuberantes y
grandes mamas, que Xintal decora para
vender en el mer cado como amuletos para la
esterilidad. En el cuarto de la vieja, se apilan
muebles desvencijados de otros tiempos y un
altar a una diosa de largas piernas, desnuda y
con un carcaj de flechas al hombro. La
vivienda se prolonga ha cia el patio donde está
el horno para las estatuillas y el pan, y un
rudimentario huerto que produce tomates, le
chugas, pipianes, rábanos, culantro, perejil,
pepinos, fru tas y cebollas. Bajo un árbol de
genízaro, se ve el lavadero y al fondo la casa
de la letrina.
—No me hace falta salir de aquí más
que una vez al mes —dice la vieja—, la ciudad
no es buena para el espíritu.
Hay momentos en que Sofía tiene la
sensación de estar en algún lugar de tiempos
muy remotos, donde los relojes se guiaran por
cielos y estrellas diferentes. No se cansa de
observar y hablar con la vieja cuyo misterio la
ronda y forma halos de luz, arco iris tenues a
su alrededor. A ratos, en la cocina, Sofía ha
creído verla tornarse transparente, y mirar las
lenguas de fuego del fogón surgir entre los
plie gues de su ropa.
Hace mucho que no siente la paz y
tranquilidad que la cercanía de esta mujer le
inspira. Por las mañanas, se le vanta cuando
el amanecer apenas empieza a trazar las
líneas de los bosques de ceibos, guanacastes,
genízaros, jiñocuagos y laureles del volcán y
junto con la vieja, en ciende las brasas del
fuego y pone a hervir agua para café. Xintal
se baña en el patio con el agua de pozas azu
les que hay en el Mombacho y que, a diario, le
lleva un niño rubio y extraño, mudo de
nacimiento; luego se baña Sofía en la misma
agua cristalina, un agua tibia y con fortante.
—¿Cómo es que el agua es tibia cuando
debe hacer tanto frío allá arriba, en las pozas
que decís hay en el crá ter? —le preguntó a
Xintal la primera vez.
—Las entrañas del volcán la calientan
hasta la ebulli ción —le dijo ella— Cuando
llega aquí, el agua está tibia, cuando el niño
la recoge, el agua hierve. Ya ves, en ningu na
ciudad hay estos lujos... —sonrió maliciosa—,
¡agua caliente a domicilio! ¡El volcán cuida a
sus criaturas!
Xintal habla de diosas y no de dioses.
Para ella, la tie rra es la mayor de las
divinidades, la madre de todos los frutos y de
toda la vida. No cree ella en dioses mezquinos
que necesitan templos oscuros donde ser
adorados y hombres célibes que cuiden sus
casas.
—La Diosa anda en los vientres de las
mujeres y en el falo de los hombres, porque
allí es donde comienza la vida desde donde
todo lo demás se genera. Sólo la oscuri dad de
las almas extrañadas de la naturaleza, ha
podido inventar un dios macho con una
madre virgen, para quien el placer que
produce la vida es pecado.
Ella ha sido bruja por generaciones, le
dice. Las brujas están encargadas de conservar
la sabiduría ancestral de mujeres, que desde
tiempos remotos, antes de que se las
persiguiera y se las obligara a la docilidad,
veneraban la tierra y conocían el secreto de
las buenas cosechas, los po deres mágicos de
las plantas y las entrañas de ciertos ani males.
Xintal afirma que puede leer en la luna el
paso de las estaciones, las premoniciones
sobre inviernos o se quías, así como el ciclo
de las sangres menstruales y los partos.
Sofía no sabe si creer sus fabulosas
historias en las que afirma haberse codeado
con Adán y Eva y tener más de treinta hijos
regados por el mundo. Un día hasta le dice
que ella había conocido a la mujer de cuya
estirpe proce dían los gitanos.
La antigüedad de Xintal era obvia, todo
su cuerpo es taba arrugado, pero nadie vivía
tanto tiempo, se decía So fía, para no dejarse
llevar por la elocuencia de la mujer
contándole de épocas anteriores a todo. La
verdad es que nunca había oído hablar de
esas cosas y los cuentos de Xintal eran
fascinantes, mejores que los de las Mil y una
noches.
A veces la mujer se quedaba en trance
mientras habla ba, como si pudiera ver a lo
lejos las imágenes vivas de su memoria en el
aire de la sombra bajo el genízaro.
En la fascinación de aprender de la
vieja el oficio de las mujeres antiguas, se le
ha pasado el tiempo a Sofía casi sin darse
cuenta. De día cocina con Xintal filtros y
recetas, cocciones mágicas y emplastos
milagrosos y aprende a co nocer los métodos
indígenas para hacer que la tierra pro duzca
buenas cosechas. De noche, Xintal le pide que
se siente a la orilla del fuego de la cocina y le
suelte la trenza del pelo. Ella lo hace con gran
docilidad y se queda silen ciosa, pasando el
peine una y otra vez por el largo pelo en
trecano de la mujer, mientras aquella habla y
habla sus historias encantadas y le muestra
cómo leer la fortuna en el té de hojas de
limonaria, las fechas de ritos anteriores a toda
memoria, el idioma del viento en las hojas de
los ár boles anunciando tormentas o temblores
de tierra, cómo se corta el cordón de un niño
o de una niña para que sean independientes y
no repitan los errores o carguen las mal
diciones de los padres, cómo leer el futuro en
el agua de las pilas quietas en el amanecer...
Nadie que la viera allí, reconocería en
ella la mujer briosa que salió a caballo una
noche de tormenta. Diríase que la sangre se le
ha amansado bajo el influjo maternal de la
vieja.
—Te estoy preparando para la vida —le
dice Xintal— porque nada va a ser fácil para
vos.
Sofía no ha resistido la tentación de
preguntarle sobre su origen, pero, lo mismo
que con Eulalia, nada ha podi do sacar en
claro. Ni las brujas más sabias parecieran
poder descorrer el misterio de su pasado.
Xintal le repite que tenga cuidado con el
tiempo circular de su madre, pero ella no
entiende de qué círculos se trata. La vieja le
ha pro nosticado un gran amor y Sofía se ha
reído para sus aden tros. «Se lo dicen a todas
las mujeres», piensa, «pero yo soy diferente.
No me van a contar cuentos de pajaritas
preñadas.»
Sin premoniciones, duerme bien en una
hamaca colga da de los horcones del rancho.
Antes de dormir oye el viento en la selva del
volcán, moviéndose y silbando entre la
humedad del musgo que crece sobre los
árboles y los cubre de encaje verde, oye las
chicharras cantando alto, los monos aullando
en el denso habitat del Mombacho.
Sin duda quien más genuinamente ha
sufrido la huida de Sofía es Engracia. La
vergüenza la persigue por las ca lles del Diriá
y con costo se atreve a ir a la iglesia bajo las
miradas de burla y reprobación de las gentes
del pueblo. A pesar de dudas que la
mantienen insomne y del episo dio del
entierro de don Ramón que la hizo
distanciarse un poco de Sofía, el corazón de
Engracia sigue fiel al cari ño por la muchacha
y no deja de repetir insultos callados para
quienes acuerpan a Rene y no son capaces de
darse cuenta de que nadie sino él es culpable
de la escapada de la pobre esposa. «¡Mira vos
a quién se le ocurre encerrar a una muchacha
joven y pensar que en estos tiempos ella se va
a quedar tan mansa y tranquila! Si ahora las
mujeres ya no son como éramos nosotras, tan
dundas y sumisas. Ahora van a trabajar, se
ganan la vida solas, escogen y de jan a sus
maridos...» Monólogos interminables la
acompa ñan en sus oficios domésticos y en las
compras del merca do, pero por mucho
esfuerzo que hace no puede evitar que la
martiricen las afirmaciones vociferantes de las
mar chantes que, mientras venden tomates y
verduras, comen tan con saña, para que ella
las escuche, que por fin se le salió la mala
sangre a la gitana, si hasta le puso al marido
citatoria de divorcio por los periódicos... ¿Y
qué dice us ted, niña Engracia? Cuídese, no
vaya a ser que ese cuervo le saque los ojos.
Rene no puede dar crédito a sus ojos
cuando abre el periódico y lee el edicto
citándolo para dilucidar la de manda de
divorcio: «Cítase por Edictos al señor Rene
Galeno Duarte para que, dentro de cinco días,
después de la tercera publicación, comparezca
a este Juzgado del Dis trito Civil de Masaya a
alegar lo que tenga a bien en la so licitud de
Divorcio Unilateral que, por voluntad de una
de las partes, le interpone la señora Sofía
Solano, bajo los apercibimientos de nombrarle
Guardador si no compare ce. Dado en el
Juzgado Civil del Distrito de Masaya...»
Zoila, la doméstica que ha tomado el
lugar de Petrona, contaría después cómo el
señor tras golpear la mesa con el puño y gritar
repetidas veces «Hija de puta», «la puta que
te parió», se había levantado de la mesa
tirando al suelo la silla y la había emprendido
contra la vajilla de la mesa, la jofaina, el
espejo y la pana de lavarse las manos situada
en una esquina a la entrada del comedor, las
cortinas de visi llo que separaban al comedor
de la sala... «Acabó con todo, don Rene, ^b
sólo me persignaba y rezaba en la co cina,
rogando que no se le ocurriera venir a tirar
todas las porras, pero me imagino que lo que
quería era quebrar cosas, porque después se
fue al cuarto que dicen que era el costurero
de doña Sofía y desbarató todos los muebles a
patadas».
¡Nunca en sus treinta y cuatro años de
vida, Rene se había pensado capaz de matar a
nadie; hasta cuidado tuvo de no pegarle a la
Sofía a pesar de todas las que le hizo, pero
ahora no tendría asco en matarla si pudiera
tenerla en frente! ¡Desvergonzada hija de
mala madre que se atrevía a exhibirlo como
imbécil delante de todo Nicaragua, en aquella
edición que circulaba a lo largo y ancho del
territorio nacional! El hasta había estado dis
puesto a perdonarle la escapada e instalarla
bien cuando la encontrara, darle una casa, si
ella quería separarse, por que ahora con lo de
la Gertrudis, hasta bien le salía lo de la
separación: ella podía quedarse sola, si esa
era su volun tad, y él irse a vivir con la
Gertrudis a otra parte, sin cau sar tanto
escándalo. Pero eso del divorcio era distinto.
La Sofía era su mujer para siempre y aunque
no viviera con ella y él viviera con otra, sus
derechos nadie podía quitár selos. Seguro la
rufiana tendría algún querido. ¿Para qué se
iba a querer divorciar una mujer decente? Las
que se divorciaban eran las putas
vergonzantes que tenían algún enredo
escondido. Pero ¿quién sería el hijueputa que
él ni cuenta se había dado? ¡Que ni soñara
ella que él iba a ir a hacer el ridículo en ese
Juzgado con el montón de cabro nes que se
aparecían por allí! ¡Que viera cómo se
divorcia ba sin él! Desde la mentada
revolución todas las mujeres se creían
moneditas de oro, independientes. ¡La putería
era lo que se había fomentado con esas leyes!
El hombre no sabe qué hacer con las
manos, le duelen los nudillos donde la piel se
ha desgarrado. Le tenía que suceder esto hoy
precisamente cuando tiene una reunión de
trabajo importante en Masaya. Imagina las
caras de sus conocidos, las miradas de
soslayo. Ya no podrá seguir ocultando lo de
Sofía, diciendo que la mandó en viaje de
compras a Costa Rica para que se olvidara de
la muerte del papá.
Entra a la habitación a lavarse las
manos y echarse agua fría en la cara. Nunca
se debió haber casado. Se hubiera salido de la
iglesia aquel día y nada de esto le estu viera
pasando...
El teléfono repica y sale del baño a
responderlo. Es Gertrudis. La voz de
Gertrudis, tan suavecita.
—¿Viste el periódico, Rene? —Sí, lo vi.
Lo dice con tono de a quien nada le
importa. No va él delante de la mujer que
recién ha conquistado a mostrar lo profundo
que se le ha herido el orgullo. Más tarde pen
sará que fue el amor el que lo iluminó y le
hizo ver claro qué decir, pero al oír la voz de
Gertrudis la explicación de la huida de Sofía y
de lo que está por acontecer se le viene clara
a la cabeza.
—Está furiosa porque sabe que te
quiero —dice y le cuen ta la nueva versión de
los hechos: Sofía se había ido la no che en que
él, en un arranque de sinceridad, le confesó
es tar enamorado de Gertrudis. Terrible había
sido su reacción, platos y adornos de la
habitación habían rodado por los suelos y a
gritos le había prometido Sofía a Rene que lo
haría arrepentirse, que lo convertiría en burla
del pueblo. —Eso es lo que pretende con esto
del divorcio —añade. Esa noche, en la cantina
de Patrocinio, Rene paga los tragos de la
concurrencia. Se emborracha y a todo pul món
anuncia «la verdad» de lo que había sucedido,
anun cia que ahora sí va a ser feliz porque se
va a casar con la Gertrudis, primero civil y
cuando venga la anulación del matrimonio de
Roma, se va a casar por la iglesia.
—Qué gran farsante es ese Rene —le
dice doña Car men a Engracia—. Como que
nadie sabe lo compungido que ha estado
desde que se le fue la Sofía y los destro zos
que hizo cuando vio el edicto en el
periódico...
—Pero nadie se acordará de eso en unos
días —senten cia Engracia—, la gente va a
creer el cuento del hombre y no tardarán en
andarle haciendo reverencias a la mosqui ta
muerta de la Gertrudis.
Engracia se balancea bajo la enredadera
de glicinias azules de la casa de doña Carmen.
Hace fresco allí a pesar del calor intenso del
mediodía.
Al día siguiente, doña Carmen irá con
Samuel a reco ger a Sofía y llevarla de regreso
al Encanto. Aunque la una trata de hacerle
liviano el asunto a la otra, las dos es tán
preocupadas por el regreso de la muchacha,
que se ha empeñado en bajar del cerro y no
quedarse más tiempo como habría sido
aconsejable.
—Es como si quisiera desafiarlos a todos
—dice doña Carmen y tamborilea los dedos
sobre la mesa porque ella conoce lo que es
sentir esa necesidad, lo difícil que es con
tenerse cuando uno es joven y todavía no
comprende que la incomprensión y la
injusticia son más viejas que los ím petus de
la irreverencia.
—Lo que debería hacer la Sofía —dice—
es no hacer tan ta alharaca e instalarse en su
hacienda a disfrutar la heren cia con la que
don Ramón, desde su tumba, la ha bendeci
do. No sería extraño que en poco tiempo
volviera a encontrar marido y hasta llegara a
ser feliz.
Ahora tiene reales y propiedades. Que
viva bien y se olvide de los envidiosos. Ya
tiene las tres «c» del éxito, como decían en mi
tiempo: cara, cuerpo y capital.
Engracia ríe pero en sus adentros no
deja de estar tris te y de tener malos augurios.
La que no puede contener su alegría es
Gertrudis. Aquella mañana, los futuros
viajeros hacia México, Pana má, conexiones a
Europa y Estados Unidos, serán atendi dos por
una mujer amabilísima que no para de
sonreír mientras llena boletos, hace
reservaciones y se mueve dili gente de un
lado al otro de la oficina. Su primera reacción,
al ver el edicto en el periódico, fue de miedo.
Imaginó claramente la reacción de Rene,
porque aunque ella estu viera convencida que
había dejado de querer a Sofía, co nocía lo
macho que era y el golpe que aquello repre
sentaría para su orgullo. Un buen rato estuvo
Gertrudis pensando si debía o no llamarlo por
teléfono, meditó con cuidado lo que debía
decirle para hacer que él reacciona ra, para
que se diera cuenta que lo sucedido podía ser
po sitivo para todos. No creyó que funcionara
tan rápido y que el amor propio herido de
Rene se sacara tan limpia mente de la manga
la explicación y justificación de cuanto había
pasado. Ella estaba convencida de que la
verdad era otra. Tan sólo pocos días atrás,
todavía tenía dificultades para sacar a Rene de
su ensimismamiento y hacerlo que hablara de
algo diferente a la búsqueda de la Sofía o lo in
grata y estúpida que ésta había sido. Ni
cuenta se daba él de que ofendía y hería a su
reciente enamorada con la ob sesión por la
esposa desaparecida. Gertrudis se tragaba su
rabia y hacía coro con las preocupaciones de
él, a partir de su posición de amiga de
infancia de la otra. «Me estoy vol viendo una
falsa, calculadora», se decía, sin poder evitar
lo. Cada día que pasaba sentía nacer en ella
un sentimien to nuevo, jamás experimentado:
el rencor y el odio. Hubiera querido que Sofía
desapareciera para siempre sin dejar rastro y
más de una vez en esos días, se sorprendió
deseándole la muerte. Pero ya no habría más
necesidad de eso, pensó, quizás tomaría algo
de tiempo, pero las co sas se arreglarían; sus
deseos se verían cumplidos. Nada más podía
pedirle al Cielo.

Sofia de los presagiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora