¿Cuándo parará de llover?, se pregunta
Sofía, de pie al lado de la ventana del cuarto
de costura. La humedad de cuatro días de
lluvia la tiene de mal humor, todo pareciera
moverse más despacio y el lodo ha
multiplicado los mos quitos y las bandadas de
chayules diminutos.
Acaba de despedir a Fausto quien ha
salido chapale teando lodo, furioso de
ensuciarse sus zapatos blancos y de que ella
se haya reído del paraguas descomunal con
que se apareció. Un problema de ser marica,
eso de preo cuparse tanto por la ropa y los
zapatos, cuando una de las mayores ventajas
de ser hombre era no tener que darle tanta
importancia a esas cosas. «Menos mal que
reaccionó sin asombro a mis planes», se dice,
«no como el abogado que parece una beata de
iglesia con sus lloriqueos de que no me
divorcie». Se aparta de la ventana, sin saber
muy bien qué hacer. Ha decidido irse al día
siguiente. Samuel, a regañadientes y no sin
antes advertirle que no le tolerará desplantes,
le ha conseguido un escondite seguro en la
casa de una vieja, que vive perdida en los
altos del Mombacho, otra hechicera,
seguramente.
Ya las hojas de floripón están guardadas
en medio de pañuelos en el fondo de su gaveta
de ropa interior, maña na las cocerá y tendrá
que reprimirse el deseo de darle al hombre
una sobredosis, pero se lo dejará sano y salvo
a la buenecita de Gertrudis, piensa sonriendo,
imaginán dola asustada en la cama debajo de
los espejos del techo.
Sale del costurero y camina sin prisa
hacia la habita ción, el corredor está envuelto
en penumbras de lluvia, y de los canales de
desagüe en el techo caen cortinas de agua que
bañan de brisa el interior y suenan como livia
nas cataratas ahogando los sonidos de la casa.
Del ropero, Sofía saca pantalones de dril
y camisas manga larga, las dobla
cuidadosamente y las mete en el bolso de lona
que Engracia le regalara el año anterior. De la
gaveta con llave saca el atado de sus ropas de
niña, las que tenía cuando apareció en el
pueblo y que Eulalia le entregara una tarde
hacía ya mucho tiempo. Por qué la dejaría su
madre, de dónde vendría, se pregunta una
vez más. Posiblemente nunca lo sabría y no
importaba ya. Desde la noche en que vio a
Eulalia, la esperanza de des velar el misterio
se ha desvanecido, ni la muerta había po dido
decirle nada muy concreto, mucho menos que
ella pudiera averiguarlo cuando sólo podía ver
su presente, a pesar de ser cada vez más
acertada en la predicción del fu turo ajeno. Lo
importante, piensa, es que ella se sabe dife
rente. Ahora ya no tiene ataduras y puede dar
rienda a lla mados de su sangre con los que
sigue sosteniendo una pugna sorda que esta
vez tiene oportunidad de resolver tomando el
control de sus propias decisiones. Pero sólo
ideas vagas tiene, piensa. Y luego tiene que
regresar a Diriá y vivir con todos sus
fantasmas...
Se sacude el pelo de los hombros. No va
ella a ponerse sentimental ahora que ya falta
tan poco.
Rene llega en la tarde y se instala en el
corredor a leer el periódico. Hace días anda
callado. Poco tiempo le que da para pensar
tranquilo en la Gertrudis, que no sabe cómo se
le ha metido entre ceja y ceja. Ya ni ganas le
dan de acostarse con la Sofía y cuando lo
hace, se imagina que es la otra y sueña con
mujeres preñadas.
Sofía se le acerca solícita y le pregunta
si no quiere que le sirva un té de manzanilla,
un café y alguna repostería para que se le
calienten los huesos del tiempo húmedo.
—Un trago es lo que me deberías dar —
le responde, irritado de que le hable— sólo a
vos se te ocurre andarme ofreciendo té y café,
¡como si yo fuera una viejita desgra ciada!
Sin decir nada, porque no está para
meterse en discu siones, Sofía va a la cocina y
le sirve un trago descomunal de Ron Plata,
llevándole en un plato aparte los limones y la
sal.
—Aquí está pues —le dice, acercándole
una mesita—, pero me extraña que me digas
eso, bien que te gusta el té de manzanilla.
—¡Qué me va a andar gustando! Me lo
tomo para dar te gusto a vos, para que no
creas que soy un incivilizado, pero ya me
aburrí de darte gusto. Vos sos como una gata
angora, que si se la meten grita y si se la
sacan, llora.
Sofía no responde nada. Se va hacia la
cocina y en el camino lleva una media sonrisa
burlona y piensa que ya va a ver Rene qué
clase de gata angora es ella. «No habrá
problema mañana», piensa, quizás ni necesite
usar el té de floripón. Acaba de recordar que
al día siguiente es viernes y lo más probable
es que Rene llegue borracho de la canti na de
Patrocinio.
En el confesionario del padre Pío, la
madera huele a humedad. Gertrudis cierra las
cortinas moradas y se arro dilla. A los pocos
momentos, oye la voz del sacerdote tras la
rejilla, cubierta también con un trapo
púrpura. Le su dan las manos a la muchacha y
no levanta la cabeza ni para ver la silueta del
perfil del viejo cura, cansado de oír tantos
pecados al fin de la tarde.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida.
—¿Cuándo fue la última vez que te
confesaste, hija?
—Hace un mes, padre.
—Te escucho.
—Estoy enamorada de un hombre
casado, padre Pío, pero siento que ni que
usted me lo pida voy a dejar de es tarlo.
El padre Pío se endereza y tose. Hombre
la Gertrudis, piensa, de quien menos se lo
hubiera imaginado, siempre tan religiosa y
devota y ahora salirse con este pastel.
—Pero, vos sabes que eso es faltar al
noveno manda miento, es un pecado muy
grave.
—Pero en este caso no, padre, porque la
mujer de él no lo quiere. Él no es feliz.
—Eso no importa, hija. Sucede con
mucha frecuencia que en los matrimonios uno
de los dos o los dos, dejan de sentir amor,
pero lo que Dios ha unido, no lo puede sepa
rar el hombre. Además, están los hijos.
—No tienen hijos, ni los van a tener
porque ella no quiere.
—Ella no se puede oponer a los
designios de Dios.
—Eso era antes de las pastillas, padre,
ahora es diferente.
Gertrudis se arrepiente de haberlo
dicho pero le es di fícil controlar su ansiedad,
los nervios que desde hace días no la dejan
dormir y le han alterado las funciones intesti
nales. No sabe por qué vino a confesarse
cuando ya está decidida a no cejar en su
empeño, cuando ya le untó a Rene las botas
con la pomada que le diera doña Carmen y
sabe, además, que la poción hizo su efecto
porque Rene ronda su casa y hasta ha llegado
a invitarla a almorzar a la oficina en
Managua.
Le pide perdón al padre Pío y, en un
arranque, se deja de contemplaciones y le
cuenta toda su tragedia, omitiendo solamente
su encuentro con la hechicera porque sabe
que eso sí que no se lo perdona el sacerdote.
El padre la regaña, la aconseja, la
persuade de que abandone su idea, a nada
bueno la puede llevar. Si todos saben lo
enamorado que siempre ha estado Rene de la
So fía, todas las cosas que le ha aguantado.
—Tenés que renunciar, hijita, o no te
puedo dar la abso lución.
—Padre, ¿y si él pide la anulación del
matrimonio a Roma?
—Toma años y no siempre es posible.
Hay que tener razones contundentes.
—Pero él las tendría, padre. A mí me
consta que la So fía no le ha tenido hijos
porque no ha querido.
«Traidora», se dice a sí misma, pero no
puede detener se de contarle al cura cómo ella
misma se ha encargado de comprarle las
pastillas en las farmacias, a través de todos
estos años.
Cuando la Gertrudis, llorando porque él
no le ha dado la absolución, se levanta y sale
del confesionario, el viejo incli na la cabeza y
se persigna, orando calladamente para que la
Virgen Santísima no permita que él también
tenga que creer que el alma de la Sofía está
poseída por el demonio.
En la cantina de Patrocinio, Rene se
emborracha con determinación.
Fernando, en una mesa más apartada
mira al patrón y lo compadece. A él no se le
ha escapado el cambio de los últimos días.
Desde hace años, ha sido la sombra de aquel
hombre, acompañándolo a negocios y
borracheras, a visi tas ocasionales a los
lupanares donde las putas se lo pe lean, dada
su fama de superdotado. Ahora lo ve enamora
do de otra mujer y le da rabia que él todavía
sufra cuando por fin pareciera abrírsele una
esperanza para salir del he chizo de la gitana
de una vez por todas.
Ni dos minutos lo pensaría él, se dice,
todo mundo sabe lo buena que es la Gertrudis
y la suerte del patrón es que ella parece
corresponderle.
Esa noche, cuando llegan a la casa y
Rene se duerme borracho, él también se hace
el dormido y no impide que la gitana, sigilosa
como una serpiente, abra los portones en la
madrugada con las llaves del marido, y salga
de la casa con una bolsa de lona, jalando un
caballo de las bri das. Cuando oye el sonido de
los cascos al galope, Fer nando se levanta
despacio a recoger las llaves que la mu jer
tirara sobre la grama y se duerme.