El noviazgo no dura mucho tiempo. Seis
meses y ya em piezan los preparativos para la
boda. Hay urgencia de ca sar a Sofía en la
última semana de abril, antes de las pri meras
lluvias.
Sofía quiere casarse porque el
matrimonio para ella marcará el inicio de su
vida adulta en la que ya no será nece saria la
inocencia ni la sumisión. No sabe si está
enamorada de Rene, pero desde niña sabe que
el amor es engañoso y que lo importante es
poder hacer lo que uno quiere.
Fausto, el único sobrino de don Ramón,
llega de visita a la hacienda. Hace años que
vive en París. El gobierno lo envió con una
beca poco después del triunfo de la revolu
ción, cuando sobraban becas para estudiar
cualquier cosa, y él decidió quedarse
trabajando en un estudio de cine.
Le fue bien como realizador y ahora
regresa a la patria pequeña, hecho un francés
de pantalones blancos y cami setas de lagartito
pegadas al cuerpo. Sentada al lado de su papá
Ramón, Sofía lo escucha hablar de Europa, los
Campos Elíseos, el boulevard St. Germaine, el
Louvre, las estatuas, los museos, la historia de
la Revolución Fran cesa, la Guerra de los Cien
Años. Fausto tiene gracia para contar la
historia. Mueve las manos acompañando las
pa labras con delicados gestos de aire.
—Me hubiera gustado ser historiador —
dice.
Sofía no necesita prestar atención a los
chismes para percatarse de que Fausto tiene
el sexo equivocado.
Sabe que por eso don Ramón lo deja
hablar con ella hora tras hora por las tardes
hasta que da la hora de la vi sita y Rene llega
en su jeep y queda viendo a Fausto con
desprecio, pero sin celos.
En las noches, Sofía sueña con Europa y
el cuento que le contó Fausto de quién era
Europa, la mujer raptada por Zeus disfrazado
de toro.
Le pide a Rene que la lleve a Europa de
luna de miel y Rene le dice que es muy lejos,
muy caro y ninguno de los dos habla francés,
inglés o cualquiera de esos idiomas ra ros.
Sofía argumenta que mira a Fausto, él no
sabía fran cés y lo aprendió y mira todo lo que
sabe, lo bien que ha bla, las cosas interesantes
que cuenta. Rene no quiere oír hablar de
«mariconadas» y le cambia el tema, le
pregunta cómo le fue en Managua, si ya
encontró la tela para el ves tido de novia.
Sofía se deja llevar por el novio hacia
los detalles del casamiento. No le gusta
discutir con él, verlo encenderse, verle los
nudillos apretados; siente un eco en ella, un
do blez de furia asomando en su cara,
escurriéndosele entre los dientes que se
envilan disimulando espectros iracun dos en
sonrisas. Es terrible Rene cuando se enoja y
ella prefiere verlo contento, verlo reírse, verlo
cuando la mira con cara de adoración, no
vaya ella también a enfurecerse y estropear
todos los planes.
—Así son todos los hombres, mijita —le
dice Eulalia—, no hay que andarlos
contrariando. Cuando están viejos se amansan,
pero sólo hasta que están viejos. Entonces se
vuelven como hijos de una. Pero cuando están
como Rene, son dominantes. Esa es su
naturaleza y ni con can delas a la Virgen se
las cambias.
Rene es cariñoso y le lleva regalos de
Managua. Un día la llevó a la ciudad a
almorzar a un restaurante grande y elegante.
Ella casi no comió por estar viendo a la gente
que entraba, las mujeres de minifaldas, bien
arregladas, con las uñas rojas. Rene casi no
comió de lo molesto que estaba por que decía
que todos los hombres, en vez de almorzar, se
la estaban almorzando a ella con los ojos. Era
celosísimo Rene. —Es que te quiere mucho —
le dice Eulalia—, así son ellos cuando están
enamorados.
Sofía le cree porque es más fácil. Está
ilusionada con la boda, con las caras de niños
que ponen ella y el papá Ra món. Los dos
parecen haber recobrado la juventud ocu
pados en los preparativos. Andan con la
espalda más rec ta y el día se les hace corto
para surcarlo de un lado al otro, disponiendo
dónde poner las mesas, qué comida ser vir, el
alquiler de las sillas y manteles, la ropa de las
damas de honor. Sofía disfruta la atención y
sólo insiste sobre su entrada al Diriá: quiere
entrar a caballo con don Ramón, en su caballo
que se llama Gitano.
—Va a ser un poco escandaloso, hijita —
trató de disua dirla don Ramón—, aquí nadie
hace esas cosas.
—Pero va a ser lindo, papá Ramón; qué
importa que nunca se haya hecho. Siempre
hay una primera vez.
Y él la consiente porque, en fin, uno
sólo se casa una vez en la vida.
Los preparativos siguen. Sofía no piensa
más que en el momento en. que bajará del
caballo, y Rene la recibirá en la iglesia bajo el
olor de los sacuanjoches que formarán arcos
en todo el camino al altar. Imagina que el
padre Pío le cerrará un ojo porque se acordará
de las cosas que ella le ha dicho en la
confesión, cosas de sus pensamientos, de
cuando imagina el amor y se ríe sola.
Las últimas noches, Sofía se desvela
tratando de dor mir, moviéndose en la cama
con el cuerpo preso de una mezcla de
excitación y miedo. Sólo con Gertrudis ha
habla do de la famosa «noche de bodas». Han
intercambiado nociones de anatomía y
fragmentos de conversaciones di chas a media
voz. En los juegos con los hijos de los mozos
de la hacienda, la muchacha se ha iniciado
hace tiempo en el conocimiento de los órganos
sexuales. Ha visto el pene de los muchachos y
se ha dejado tocar los senos, pero nada ha
atravesado aún el velo de su virginidad.
Le han dicho que el cuerpo de la mujer
es un pasaje ce rrado que se abre a la fuerza
y con sangre, pero de lo que le cuentan no
sabe qué creer, no puede distinguir la reali
dad de los relatos y la fantasía. Cada uno de
los que han vivido la experiencia, lo cuenta
de forma diferente y le en reda aún más la
imaginación.
Como regalo de boda, don Ramón le ha
dado a Rene una casa a cinco kilómetros de la
hacienda, para que ellos la remodelen a su
gusto. Rene ha llevado arquitectos de Managua
y una decoradora italiana, pero a la novia no
la ha dejado ni acercarse. Dice que quiere
darle una sorpre sa. Sofía —asesorada por
Fausto— ha insistido sobre la im portancia de
participar en el arreglo del lugar donde le to
cará vivir, pero Rene no entiende razones.
-Que más querés —le dice— yo me estoy
encargando de eso. Confía en mí.
Y así, cómodamente convencida, en
nombre del amor, de no meterse en los
preparativos de su boda, Sofía des pierta a la
mañana del día señalado.
Eulalia la espera a la salida del baño, la
ayuda con el vestido, el tocado, que si tiene
poco o mucho colorete en las mejillas. Sofía
está nerviosa y le tiemblan las manos cuando
se arregla la diadema con el velo sobre los
ojos. Se siente extraña en el traje de novia. El
satén la acalora. Tantos días deseando este
momento y ahora que llega siente mie do y
ganas de montarse en Gitano y no llegar a la
iglesia; se pregunta qué va a hacer ella
viviendo con Rene, pero don Ramón la espera
con los dos caballos ensillados.
La despiden los mozos y el servicio de la
hacienda; la despide Eulalia quien viajará en
el jeep con Danubio. Don Ramón hunde las
espuelas, le advierte de no ir al galope y los
dos empiezan a caminar hasta salir a la
carretera.
Se le hace difícil a Sofía aquel recorrido
a caballo. Gita no mueve la cabeza para que
ella le suelte las riendas, adi vinándola, pero
ella se contiene para no alborotar a la bes tia
del padre adoptivo que marcha despacio, con
una lentitud desesperante.
—Déjeme ir adelante, papá Ramón —
insiste. El dice que no; debían llegar juntos y
juntos llegan a la puerta, pero no bajan juntos
porque no bien las riendas del caba llo de don
Ramón quedan en manos del alcalde que los
espera en la puerta de la iglesia, ella no puede
más, aprieta las espuelas y sale al galope
rumbo a Nandaime. La con currencia no
puede creer lo que está viendo. Algunas mu
jeres se persignan y los que estaban dentro de
la iglesia, sa len y alcanzan a ver el velo de la
novia perdiéndose en el recodo de la
carretera. Rene oye que la Sofía se fue y corre
a unirse al grupo que habla y especula sin
entender lo que está pasando, sintiéndose
protagonista de un drama. Na die se atreve a
mirar a los ojos al novio. Se quedan descon
certados, esperando, porque la Eulalia y don
Ramón no aceptan que se diga que la novia se
marchó, y tratan de tranquilizar a los
invitados.
Sofía galopa y galopa hasta que se
siente más tranquila. Entonces endereza las
riendas y todos la ven aparecer en tre la
polvareda, cuando ya creen que habrá que
suspen der la boda porque al fin ha podido
más la sangre gitana. Nunca en el Diriá se han
visto cosas semejantes, ni una novia más
tierrosa. Sofía se baja del caballo, abraza a
don Ramón y a Eulalia que casi no pueden
hablar, se sacude el velo, lo vuelve a encajar
sobre la cabeza, pide un pañuelo para
sacudirse el vestido e indicando con la bar
billa que ahora sí está lista para casarse,
marca el inicio de la ceremonia aferrando el
brazo de don Ramón y obligán dolo a caminar
sin despejar el asombro por el medio del
pasillo con olor a sacuanjoches.
En silencio, los invitados, que han
vuelto al interior de la iglesia, la ven pasar.
Sofía lleva la espalda recta y sobre el vestido
blanquísimo se ven las manchas del polvo. El
su dor de las ancas del caballo ha ensuciado el
ruedo y un lado de la ancha falda de satén, el
pelo de la muchacha está de sordenado.
Las mujeres piensan en cosas de mal
agüero. Los hom bres, que han envidiado a
Rene todos estos meses, ahora tienen ánimos
para sonreír porque piensan que se ha
cumplido aquello de que quien ríe por último,
ríe mejor.
A través del velo y de los sonidos de
tambor de su pe cho, Sofía ve a Rene junto al
altar. Su cara de hombre gua po está aún
alterada por la furia. No le perdonará jamás
que ella se haya atrevido a provocar las dudas
de los de más. La domará. Ya verá ella cómo
se le acaban rápido esos bríos de yegua
salvaje.
La doma empieza no bien termina la
ceremonia y sa len los novios oliendo a
incienso y a candelas olorosas. Rene la toma
del brazo y rotundamente se niega al regre so
a caballo. Irán en jeep. Ahora manda él.
Por la noche, en el camino al hotel en
San Juan del Sur, donde pasarán la luna de
miel, Rene no habla. Ella trata de explicarle
que no pudo controlar el deseo de galopar des
pués de haber tenido que viajar tan despacio
con el papá Ramón, pero él no oye nada. No
olvida la humillación que sintió cuando la vio
entrar sucia de polvo y viento a la iglesia, él,
que quería una novia blanca e impecable para
esponjarse de orgullo.
—Lo llevas en la sangre —le dice por fin
— Todas las gi tanas son putas.
Y esa noche encima de ella, como
animal salvaje, la hace gritar y le jura que
tendrá que pagarle muy caro lo mal nacida
que es.
Sofía resiste la embestida del miembro
enorme de Rene, hunde las uñas en las
sábanas y siente furia por los gitanos que la
abandonaron y por haberse casado con un
hombre como aquél.