Capítulo VIII: Rey del corazón

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—¿Es acero valyrio?— preguntó Edavro, viendo la impecable armadura de Daemon.

—Eso quisiera— contestó el dragón, recostado en su cama mientras que el escudero limpiaba la armadura —. Poco hombres tuvieron la suerte de portar armaduras de acero valyrio. Es más común en espadas. En Westeros debe haber como cinco.

—¿Cómo sabe tanto de Westeros? Jamás estuvo allí— cuestionó el joven dothraki.

—He leído todos los libros existentes que hablen de los Siete Reinos— tomó su copa de vino de un lado de la cama —. Corazónegro siempre decía que si quería reinarlos, debía saber sobre ellos. Pasó toda su vida preparándome para reinar, y ahora no sé qué hacer.

—¿A qué se refiere? Tiene todo un ejercito que tiene el propósito de llevarlo a los Siete Reinos.

—Pero lo único que he conocido en toda mi vida ha sido la guerra, matar a otras personas— le dio un trago a su vino lyseno —. Dudo estar preparado para reinar.

—Pero lo estará, majestad— Edavro se puso de pie con una sonrisa en el rostro —. Fue nombrado rey hace muy poco tiempo. Aprenderá a reinar como yo aprenderé a luchar, y será el mejor rey que exista.

—Tienes razón, Ed— dijo con una sonrisa, poniéndose de pie con rapidez, aunque luego reprochándose la velocidad al marearse —. Y tú me ayudarás. Ve al almacén y ordena que preparen un carro de comida, luego busca dos caballos.

—¿Majestad?

—Hazlo, luego te explico— el dothraki acató la orden y desapareció por la entrada de la tienda.

Aquella charla le hizo pensar a Daemon, por primera vez, que era un rey y que no debía pedir permiso por nada. Cuando viera algo que no le gustara, haría lo posible para cambiarlo. Por lo que, al regresar Edavro, el rey lo llevó a él y a cinco hombres más a las calles de Tyrosh, con un elefante tirando del carro de comida. Eran las pasadas medianoche, pero no le importó, y ordenó a sus hombres darles de comer a cualquier persona que se viera hambrienta. Él, por su parte, llevó una cesta de comida a un orfanato con Edavro a su lado.

—Debo cuidar a mi pueblo, ¿verdad?— le dijo a su escudero con un tono amistoso mientras le daba leche a un niño. Debía ganarse a su pueblo.

Ahora tenía el poder de hacerlo, y nadie podía oponerse, ni siquiera el propio arconte de la ciudad, pues estaba acorralado por la Compañía Dorada.

Viendo a los niños felices por tener comida de verdad, Daemon sonrió, y pensó que si así se sentía ser rey, quería serlo siempre. Se prometió a sí mismo que le daría la misma felicidad de esos niños a todos los habitantes de Westeros, y no comería él si hacía falta.

Esa noche no importaron las guerras, los enemigos, las conquistas, ni nada que no estuviera sonriendo por un delicioso plato de sopa recién hecha. El dragón se había sentado con las piernas cruzadas en medio de la sala, con todos los niños alrededor, y les comenzó a narrar la Danza de Dragones, aunque dándole un toque más infantil y cómico. Simulaba que sus manos eran los dragones, y de vez en cuando simulaba las explosiones o los rugidos con su boca, dándoles un mejor ejemplo de lo que era un dragón de verdad, y los niños, asombrados, vitoreaban cuando su dragón preferido ganaba algún combate, y fue por eso que Daemon decidió evitarles la parte en la que ese colosal animal caía del cielo y chocaba contra el mar, muriendo en sus profundidades.

Los encargados del orfanato, y algunas otras personas interesadas en sus relatos que se unieron, lo miraban con aprecio, comparándolo con cualquier otro gobernante que habían tenido, y nadie jamás se había acercado a los orfanatos a darles de comer a los "asquerosos" niños, llenos de suciedad y mal olor, pero allí estaba, un rey sentado entre ellos, con una niña en su falda, contándoles historias del pasado con una intensidad que los hacía reír.



El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora