Capítulo XVII: Hielo y fuego

266 27 3
                                    

—Soy fiel a la idea de que perdiste la cabeza, Jon— sentenció Daemon al escuchar la propuesta de su consejero. 

El platinado estaba sentado en una silla en medio de la tienda de Haldon quien le cortaba el cabello que tanto le había crecido en ese tiempo. Estaban allí los tres solos, aunque con las cortinas abiertas para que el medio maestre pudiera ver lo que hacía con la luz de día.

—Majestad, es el mejor camino para llegar a Westeros evitando una masacre— intentó hacerlo entrar en razón, manteniendo siempre su semblante frío e inexpresivo que Daemon siempre conoció de él —. Esta misma mañana la reina acordó comprar los diez mil Inmaculados. 

—¿Qué?

—Diez mil Inmaculados contra la Compañía Dorada es una batalla que le aseguro no ganaremos. Y ni hablar de los dragones. Ella no es como Aegon, tiene a dos grandes guerreros aconsejándola...

—Y yo te tengo a ti aconsejándome— lo interrumpió, ahora con un tono irritado —. Fuiste la mano del último rey Targaryen, has estado en guerras, al igual que la mayoría de mis hombres. Hemos probado que somos superiores a los Inmaculados y a los Dothraki si tan sólo tenemos una buena estrategia. No hay necesidad de que me case con Daenerys Targaryen.

—Haldon, déjanos— ordenó Jon, clavando sus pálidos ojos en Daemon, como si fuera un padre a punto de regañar a su hijo. 

El sanador, quien como todos temía de Jon, dejó su tienda sin presentar ninguna queja, cerrando las cortinas a su paso. Estaba de acuerdo con el caballero.

«Daemon, como rey, debes poner la corona en primer lugar, por encima de tus deseos, de tus resentimientos o elecciones— dijo determinante, juntando sus dos manos detrás de su espalda —. No estás por encima de tu deber como rey. Recuerda eso y marcarás la diferencia entre todos los reyes que han habido en los últimos cien años. 

—Jon, estás hablando sobre poner mi corona en un lugar donde peligra, no por encima de mí mismo— contrarió, poniéndose de pie para estar cara a cara, sin embargo, ni de esa manera podía evitar incomodarse por la mirada fría que le daba el contrario.

—Estoy hablando sobre una alianza que puede romperse cuando tengan los Siete Reinos a sus pies... ¿O crees que lo harás solo?

—Me casaré con Arianne Martell.

—Dorne no tiene ni la mitad de las fuerzas del reino y Doran Martell es demasiado cobarde para enfrentarse otra vez a los Lannister— dijo Jon, firme como una roca —. Oberyn no tiene porqué enterarse de tu unión con Daenerys hasta que llegues a Westeros. En ese momento sabremos qué hacer.

—No lo entiendo, ¿por qué anhelas tanto mi unión con ella? 

—Porque un dragón debe sentarse en el Trono de Hierro cuando la Larga Noche llegue.

Esas palabras dejaron helado a Daemon, quien retrocedió unos pasos hasta sentarse nuevamente en su silla. Había oído cientos de veces la historia de la Larga Noche. Recordaba ese párrafo perfectamente:

Un frío y amargo invierno hacía más de ocho mil años que trajo consigo la noche de una entera generación, donde reyes morían congelados, hijos asfixiados y madres llorando hielo. Los Otros se alzaron, destruyendo todo a su paso con sus finas espadas de hielo, capaces de vivir la muerte.

—¿De qué hablas?— preguntó confundido, a lo que Jon se sentó frente a él en otra silla, acercándose lo suficiente a él como para que nadie escuchara lo que estaba apunto de decirle. Sus hombros se habían relajado de la erecta posición, pero sus ojos continuaban igual de fríos.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora