Capítulo XXXIV: La guerra inminente

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Meereen, Essos

Al despuntar el alba, Daemon se adentró en la fosa, escoltado por quince hombres decididos a liberar a los dragones de su cautiverio. Sin embargo, lo que no esperaba encontrar eran las figuras imponentes de Daario Naharis y Ser Barristan Selmy junto a los Inmaculados, resguardando la imponente puerta de acero.

El caballero y el mercenario permanecían firmes, mirándolo con ojos que parecían haber esperado su llegada durante horas. Pero aquello no detuvo a Daemon en lo más mínimo. Tras un fugaz instante de sorpresa, continuó avanzando, pretendiendo deslizarse entre ambos hombres. Oh, pero no iba a ser tan sencillo, pues se cerraron frente a él, bloqueando su paso con determinación.

El aire se cargó de tensión mientras el silencio pesaba en el ambiente. Las miradas se entrelazaron, como espadas en un duelo silente. Daemon no cedió ante la barrera infranqueable y enfrentó a los guardianes con una mirada desafiante.

—Temo que deberá irse, Alteza— dijo el caballero con paciencia, aunque en ningún momento se movió —. Por orden de la reina Daenerys tiene prohibido el ingreso a la fosa de los dragones. 

—Ser Barristan— nombró Daemon con la mirada sombría, acercándose lentamente al anciano —, déjeme pasar, por favor.

—No me moveré de aquí.

El platinado clavó su mirada en los ojos del mayor, un gesto que trascendía lo meramente físico. En aquellos ojos se reflejaban la lucha interna y la disyuntiva moral que lo envolvían. Si se dejara guiar por la razón, no habría motivo alguno para causarle daño a Ser Barristan. De hecho, no deseaba hacerle daño. En lo más profundo de su ser, apreciaba y respetaba al caballero de una manera inesperada, desafiando cualquier prejuicio surgido de la historia trágica de su abuelo.

Sin embargo, también estaba el fuego, una pasión incendiaria que ardía en su interior cada vez que la ira lo invadía. Ese fuego, poderoso e incontrolable, lo consumía y lo hacía hervir, amenazando con escapar de sus entrañas. Pero él sabía que no podía permitir que ese fuego desatara su furia desmedida. Debía mantenerlo a raya, sofocarlo en el profundo abismo de su ser.

En aquel instante, se encontraba en el cruce de dos caminos, con sus pensamientos en un torbellino de contradicciones. Debía encontrar el equilibrio entre el respeto que sentía por Ser Barristan y la violencia que luchaba por escapar de su interior. Era un desafío interno, una batalla silenciosa entre la razón y el fuego abrasador.

—Cómo usted prefiera, ser— respiró profundo. «Es en vano. Esto es entre Daenerys y yo» —. Admiro su lealtad para con la reina...

—¡Majestad!— un mensajero bajó las escaleras tan rápido como pudo hasta llegar al monarca —La reina Daenerys se ha descompensado.

Los Hijos de la Arpía, aquel siniestro nombre resonó en la mente de Daemon al recibir la noticia. Sin detenerse a contemplar las consecuencias, inició una vertiginosa ascensión de las escaleras de servicio, tres peldaños a la vez. El miedo lo embargaba mientras imaginaba qué horrores podrían aguardarlo al adentrarse en su alcoba. Empujando con ímpetu cada puerta que se interponía entre él y su esposa, llegó finalmente a la cama matrimonial, donde una mancha carmesí se insinuaba en el lado donde solía reposar Daenerys.

Siguiendo aquel macabro rastro, sus ojos se dirigieron hacia la bañera. Entre las cortinas de terciopelo, vislumbró la figura de ella, recostada serenamente en las tibias aguas que sus doncellas habían calentado con esmero.

—¡Daenerys!— llamó, sus palabras emergiendo con urgencia mientras se acercaba a ella en un fugaz destello. En un instante, se arrodilló junto a ella, sus ojos violeta escudriñando apresuradamente cada rincón de su desnudez en busca de cualquier rastro de herida o corte de donde hubiese brotado la sangre. Sin embargo, no halló ninguna marca de daño —¿Qué ha sucedido?— inquirió con inquietud.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora