Las puertas gigantes de la fortaleza negra se alzaban imponentes frente a él, una sombra impenetrable en medio de la noche. La nieve, virgen e impoluta, cubría el suelo y el aire estaba impregnado de un frío gélido que parecía penetrar hasta los huesos. Los gritos desgarradores que salían de su garganta, mientras el fuego abrasador iluminaba la escena con destellos infernales. Otra vez.
Daemon despertó de golpe, su cuerpo empapado en sudor y su corazón latiendo desbocado en su pecho. Sus ojos frenéticos se abrieron en la oscuridad, buscando desesperadamente a su lado, solo para descubrir un vacío desolador.
«No está, es verdad», recordó con un nudo doloroso en la garganta. Los recuerdos se agolparon en su mente como una marea de emociones encontradas. El peso de su ausencia le golpeaba como un martillo en el pecho, mientras la soledad se cernía sobre él como una sombra persistente.
Envuelto en la fría capa de sudor, que hacía que algunos mechones platinados de su cabello se pegaran a su rostro, Daemon se encontraba en un estado de agitación desbordante. Cada respiración agitada era un recordatorio de la realidad que enfrentaba.
Con una mezcla de dolor y resolución en su mirada, se levantó de la cama y se enfrentó a la oscuridad de la noche.
—Debo hacer algo— se dijo en voz alta.
Normalmente iría a la terraza para beber una copa de vino, o dos, o tres, o tantas que su embriagada mente no recordara antes de caer en su cama. Pero esa noche era distinta. Después de días sintió su ausencia por primera vez. No habían llegado reportes más que vagos avistamientos del dragón.
¿Qué hacía ahí? Él no era un político, era un guerrero. Era Daemon Blackfyre. Era un dragón. No estaba hecho para gobernar una ciudad de arena y polvo. Pero pronto recordaba que también era un rey, su lugar estaba en el trono, aún más cuando Daenerys no estaba para sentarse en él.
Renegado, se apoyó en el pequeño muro que lo separaba del vacío, y miró la ciudad mientras el sol salía. La ciudad aún estaba adormecida bajo el manto nocturno mientras los primeros destellos de luz aparecían en el horizonte. El cielo, que antes era oscuro y estrellado, comenzaba a transformarse en una mezcla de tonos violetas y rosados. Para sus ojos era algo hermoso.
Esa mañana desayunó salchichas de perro envueltas en miel con una copa de vino, o mejor dicho, unas cuantas. Pero en ningún momento llegó a embriagarse, no lo permitió. Posteriormente, bajó a la sala del trono, encontrándose con Ser Jon.
—Majestad— saludó el caballero. Desde la muerte de Barristan Daemon lo había visto más sombrío de lo normal, y eso le apenaba —. Las piras ya han sido construidas y están listas para su orden.
—Vamos. No hagamos esperar a los muertos.
Sin hablar demasiado, llegaron a la plaza de la ciudad, en donde tres grandes piras funerarias habían sido construidas por orden del rey. Los cuerpos, envueltos en telas y adornados con ramos y obsequios, esperaban ser despedidos con el fuego de la antorcha que Daemon portaba.
Ser Barristan estaba en la antorcha del medio, frente al rey, cubierto por su capa blanca. Quién diría que, después de tantas batallas, tantos reyes, tantos combates, el mejor guerrero de los Siete Reinos moriría por las dagas de cobardes enmascarados. Era injusto.
Daemon dejó caer la antorcha, y lentamente el fuego fue consumiendo cada trozo de madera, llevándose los cuerpos a donde sea que las religiones los llevaran. Inmaculados, dothrakis, mercenarios, ciudadanos, hombres libres, caballeros, todos siendo parte de la misma ceniza, de la misma llama. Nuevamente, injusto.
Las escaleras de servicio se desplegaban frente a él, serpenteando en un descenso vertiginoso. Como un fugitivo que ansía su libertad, Daemon las recorrió con premura, saltando peldaños innecesarios mientras su determinación por verlos se intensificaba. Cada paso lo acercaba más y más a la fosa de dragones, y el ambiente mismo parecía cargar con una tensión palpable. El calor, como una manta ardiente, envolvía su figura, avivando el fuego que ardía en su interior.
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El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»
Fanfiction"¿Y tú quién eres?" dijo el orgulloso lord. Así comenzaba la melancólica melodía de las Lluvias de Castamere, una canción conocida por muchos como el himno de la casa Lannister. Al oírla, era de suponer que algo malo pasaría. Eso ya no ocurría con c...