Capítulo XXIII: La Fe de los Reinos

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No era la boda real que ninguno de los dos había pensado, pero lo era. Siete días y siete noches habían pasado desde que asediaron Meereen, y a la vista de los Siete ambos ya estaban bendecidos para hacerlo. —Si nada los separa en estos siete días, entonces los Siete han bendecido y aprobado su unión— era lo que la septa Lemore les explicaba cada vez que le preguntaban.

No estaban en el Gran Septo de Baelor, ni en ningún lugar religioso que adoren a los Siete, sino que estaban bajo el ocaso de Essos. El salón principal de la Gran Pirámide había sido decorado para la ocasión, los colores de sus casas frecuentaban en todos lados, sus estandartes recibían a los invitados y las velas iluminaban la ceremonia, a la cual habían asistido más personas de las que se esperaba. Dothrakis, libertos, mercenarios, inmaculados, todos reunidos para la unión entre los dragones. Sin embargo, también tenían entendido que fuera de la pirámide, en la plaza, estaban el resto de sus seguidores teniendo un festín en su honor.

Daemon vestía un elegante jubón de lana negra con bordados de oro. Por uno de sus hombros caía una capa granate, la cual tenía pequeños dragones de hilo negro. Frente a él, con una mirada decidida, estaba Dany, quien había evitado vestir en esa ocasión las vestimentas que le habían dado en Essos, sino que llevaba puesto un hermoso vestido de lino rojo, con un cinturón de cuero negro que apretaba su abdomen pero que marcaba su esbelta figura. Su cabello había sido trenzado por sus siervas, quienes también colgaron pequeñas campanas de oro en cada trenza, cada una hablando de sus recientes victorias. Había sido cubierta por el manto con los colores de sus casas, el cual se deslizaba por sus hombros hasta al suelo.

Los reyes se miraban fijamente, esa era la tradición. Sus manos estaban unidas frente a ellos, entrelazadas con una tela blanca. Los allí presentes los miraban con asombro, asintiendo a la idea de que sólo aquellos con sangre valyria podían llegar a ser tan hermosos. Sus ojos violeta brillaban con los últimos rayos del sol que se escondía tras ellos a través de uno de los ventanales. Si no supieran que era sólo un pacto político, dirían que era la boda más bella y poética a la que habían asistido. Pero era eso, un arreglo político.

—En presencia de los Siete— comenzó Lemore, mirando con aprecio a los dos jóvenes frente a ella —, yo por la presente enlazo estas dos almas. Uniéndolas para la eternidad— sobó cariñosamente los hombros de la pareja y dijo: —. Mírense el uno al otro y digan las palabras.

—Padre, herrero, guerrero— dijeron a unísono, de manera tan serena que sus voces parecían dulces melodías cantadas por un romántico en alguna ostentosa boda de Westeros —, madre, dama, anciana, extraño— terminaron por nombrar a todos los dioses, cosa que Daemon practicó día y noche con Lemore, pues siempre se le olvidaba alguno —. Yo soy de ella y ella es mía— la septa fortaleció la unión de sus manos tirando de la tela blanca —. Desde este día hasta el último de mis días.

Sus voces se detuvieron, como todo en ese momento. Todos contenían sus respiraciones, Jon y Barristan unieron sus miradas para saber si habían tomado la decisión correcta al unir esas dos almas de sangre, o tal vez habían tentado al destino jugando con un indomable fuego. Lo único que sabían era que todos arderían a su paso «Dos dragones, los dos últimos dragones» pensó Ser Jon, mirando como se unían en un breve beso de boca, separados en el mismo segundo en el que se rozaron.

Eran ellos los que salvarían la mundo del frío, calentándolos con su fuego abrasador. Un Daemon y una Daenerys fue, desde el principio, un vago sueño, un capricho juvenil, un amor imposible, una dolorosa pérdida, que se extendió con sus nombres cien años más tarde. El primer Daemon y la primer Daenerys se amaron tanto como el rey Daeron lo permitió, hasta que los separó. ¿Qué sería de estos dos, entonces? ¿La canción de hielo y fuego? ¿El príncipe que fue prometido? ¿Fuego y sangre? Sí, las gotas de sangre derramada de sus antepasados, la misma sangre que regaba los Siete Reinos, era la que los unía en la historia. Los nombres que yacían en la memoria habían generado ese inexplicable odio que aún sentían por el otro, pero su deber, su trono, su reino, su corona era lo que los mantenía unidos porque, al caer la noche, un dragón debía estar sentado en el Trono de Hierro. 

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora