Capítulo V: Las llamas del dragón

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Fue en ese momento, cuando vio como todos se alejaban de él bajo el atardecer después de ser nombrado Capitán General, que Daemon se dio cuenta el poder que tenía; si quería ir a Westeros, podía, si quería atacar a los dothrakis de Daenerys Targaryen, podía. Tenía doce mil hombres a sus espaldas, quienes harían todo por confiar en su promesa de regresar a casa.

Pero a la vez, estaba solo. Sus dos mejores amigos se habían ido después de pasar a su lado y darle un breve apretón de hombros, exactamente igual que todos los otros comandantes. Se había quedado solo en la tienda de mando, con una hoguera en el centro y los lugares a su alrededor vacíos. Todo estaba tan callado que incluso podía escuchar las pisadas de las personas del exterior.

Y entonces decidió que era el momento indicado para salir, encontrándose con los rayos de sol dirigiéndose directamente a su rostro, cegándolo hasta que tuvo la sensatez de bajar la mirada y caminar en dirección a su tienda. Estaba completamente ensimismado en sus pensamientos, pensando en que había dado aquel discurso sólo para pelear por la lealtad de la compañía a la causa Blackfyre, pero a la vez se cuestionaba si en verdad lo creía así. Tal vez sólo fue condescendiente con los otros comandantes, y en realidad sí les reclamaba lealtad. Pero sus dubitativas fueron olvidadas en cuanto ingresó a su tienda y se encontró al niño de antes, de pie en la mitad del lugar.

—¿Qué?— preguntó el platinado luego de un largo bufido, mientras que caminaba hacia la mesilla en donde había una botella de vino.

—Llegó este mensaje para usted, señor— dijo, acercándose con un pergamino en la mano.

—¿Quién lo envió?

—No lo sé, señor— respondió —. Yo caminaba por el centro de Tyrosh, y una niña se acercó a mí y me lo dio, también dijo "La araña saluda al dragón". Supe que era para usted por eso.

Daemon frunció el ceño, confundido por no poder llegar a resolver la cuestión acerca de quién era el emisario de tal mensaje, pero tenía la esperanza de que tal vez dentro del pergamino lo diga.

—Gracias...— pensaba agradecerle con su nombre, pero no lo sabía —¿Cómo te llamas?

—Edavro, señor— en ese momento, el platinado se detuvo a ver al pequeño; era de una estatura normal, flacucho, de piel morena a causa del sol, cabellera negra teñida vagamente de amarillo que lograba taparle ligeramente los ojos, tenía un claro aspecto dothraki, pero lo más extraño era que su lengua común parecía ser natural.

—¿Dothraki?— inquirió, sirviéndose un vaso de vino.

—Sí, señor— contestó, sintiéndose un poco más seguro de hablar.

—¿Y cómo es que estás con la Compañía Dorada y no con un khalasar?

—Cuando tenía cuatro, mi padre, Khal Rhazho, murió en combate, y los otros khals asesinaron a mi madre, con la intención de asesinarme a mí, pero ella puso otro niño en mi lugar, dejándome escapar— frunció el ceño al recordarlo —. Un grupo de mercaderes me encontró en el Desierto Rojo, y me trajo a Tyrosh, y aquí vivo desde entonces.

—¿Y jamás pensaste regresar a Vaes Dothrak?— volvió a preguntar, sentándose en su cama.

—Creo que ser parte de los dothrakis no está en mí— se corrió un poco el cabello del rostro —. Cuando vi la Compañía Dorada, supe qué era lo que quería hacer.

—Y eso es...

—Un mercenario; ganar dinero peleando, teniendo hermanos con los que reír, ser respetado.

—No todos los mercenarios tienen dinero o hermanos con los que reír, ni son respetados— se puso de pie para caminar hacia él —. Eso está en ti, y en la clase de hombre que quieres ser.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora