Capítulo I: El dragón negro

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Una batalla campal sucedía en el centro de las Tierras de la Discordia, lugar que hacía tiempo era punto de encuentro de guerras entre las Ciudades Libres de Myr, Tyrosh y Lys aunque esta vez luchaba Myr, con la Compañía Dorada de su lado, contra Lys, con los Hijos del Viento. 

La escaramuza resaltaba por la lluvia de sangre que regaba la arena, formando ríos carmesí que atravesaban todo el terreno hasta secarse por los fuertes rayos del sol. El sonido del acero chocando entre sí se apoderaba del lugar, hasta que el gemido de un hombre degollado lo opacaba. 

Los mercenarios de la Compañía Dorada se reconocían gracias a sus brillantes armaduras doradas, que contrastaban con el oscuro cuero de los Hijos del Viento. Sin embargo, más allá de que todos a su alrededor tuvieran armaduras resplandecientes, era imposible ignorar al guerrero de cabello platinado que brillaba tanto como el sol. Aquel joven, del lado de Myr, podía acabar a dos hombres en el tiempo que cualquier otro asesinaba a uno. Esquivaba los golpes con la misma rapidez con las que los lanzaba. 

Se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor que aquel insoportable sol provocaba, y rápidamente volvió al ruedo, deteniendo con su espada centenaria el arrebato de un joven mercenario enemigo. Pobre diablo. El acero valyrio de Blackfyre le atravesó el corazón de una manera tan precisa que apenas habría sufrido. Posteriormente, otro creyó que la mejor manera de vencer al dragón era atacarlo por detrás, pero un cuchillo arrojadizo le llegó a su ojo antes de que pudiera siquiera blandir su espada. El platinado, por su parte, se giró para saber qué ocurría, encontrándose el cuerpo inerte de su posible atacante, y sonrió al saber quién era el que lo protegió. 

Había sido el estratega de aquel enfrentamiento, y a la vista estaba que su plan estaba funcionando, pues, a pesar de no ser ni la mitad del número de hombres de la Compañía Dorada, parecían ser más que suficientes para soportar a los otros dos mil mercenarios, número que se iba agotando poco a poco. Pero, con lo que los dorados no habían contado, era que sus enemigos tenían arqueros en lejanas dunas, lo que hacía que cada cierto tiempo, el cielo se replete de flechas, sin un objetivo fijo, provocando decenas de bajas en tan sólo segundos. Pero el guerrero de plata supo controlarlo al cabo de un tiempo, y ordenó a sus hombres tomar los escudos de los caídos al oír el silbido de las flechas.

A su lado derecho, un hombre de melena dorada se alzaba entre los enemigos para girarse y decapitarlos con un limpio y preciso movimiento de su espada corta que se lograba colar entre la pequeña brecha de cuello que dejaba el casco de los Hijos del Viento. Mientras que por el lado izquierdo, con sus dos sables, un joven castaño degollaba a cual hombre se le cruzase, esquivando con total lucidez los ataques contrarios, apuntando a la garganta sus cuchillos arrojadizos. Ambos se unían a los lados del platinado, reconocido por todo Essos por sus hazañas; Daemon Blackfyre, el último descendiente de los dragones negros, portaba la espada de su familia, bañando la hoja de una sangre tan roja que se asemejaba a los rubíes que decoraban el mango. Herrath Ball, un guerrero veloz y fuerte como un león, el único miembro de la Compañía Dorada que no ha perdido ni un sólo enfrentamiento. Y por último, Rylon Sand, el bastardo de Starfall, la sombra, tan rápido como la luz pero tan letal como el fuego valyrio.

Luego de unas extensas cuatro horas de lucha, los quinientos hombres que les quedaron a los Hijos del Viento decidieron huir antes de ser masacrados por el resto de la Compañía Dorada, quienes, al ver como los enemigos se alejaban del campo de batalla, soltaron un fuerte grito de victoria, blandiendo sus espadas en el aire. Pero luego de su alegre vitoreo, comenzaron a recostarse en la arena, deseando un poco de sombra y agua. 

—Bien hecho, compañía— los felicitó Daemon —. Hemos sido los mejores hoy, y podemos serlo aún más, pero primero reunamos a nuestros muertos— ordenó Daemon, con una capa de una mezcla de sudor, arena y sangre que cubría su rostro, sin querer dejar que sus soldados se relajen —, y volvamos a por un buen culo myriense.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora