Capítulo XV: Romper la Rueda

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Daemon se encontraba en lo que quedaba de la sala del trono, un espacio que alguna vez había sido majestuoso, pero ahora era una ruina ennegrecida por el fuego. Las columnas estaban agrietadas, los tapices reducidos a cenizas y las ventanas rotas dejaban entrar la luz difusa de un día cubierto de humo. Cada respiro estaba cargado de cenizas, y un aire pesado llenaba la estancia, como si los fantasmas de los muertos aún se aferraran a ese lugar.

Edavro, su escudero, le había traído a Blackfyre, la legendaria espada de Aegon el Conquistador que ahora descansaba sobre su regazo. Daemon la sostenía con firmeza mientras escuchaba, uno por uno, a aquellos que habían sido capturados tras la batalla. Soldados Lannister, caballeros que habían jurado lealtad a Cersei, e incluso algunos nobles menores que habían tratado de esconderse en la Fortaleza Roja, todos eran traídos ante él para enfrentar su juicio.

—¿Quién sigue? —preguntó con voz grave, levantando apenas la mirada. Estaba sentado en el Trono de Hierro con completa libertad, sin importarle lo que fuera que alguna vez hubiera significado.

Un grupo de prisioneros fue empujado al centro de la sala. Algunos tenían el orgullo herido pero se mantenían erguidos, mientras que otros ya mostraban signos de haber sido quebrantados por la derrota. Habían resistido hasta el final, luchando por una causa perdida, y ahora enfrentaban la decisión de su nuevo rey.

—Tienen una elección —dijo Daemon, su voz cortante como el acero de la espada que empuñaba —. Jurar lealtad a sus verdaderos monarcas y servir en su nueva orden, o morir como traidores.

Uno de los prisioneros, un caballero de mediana edad con una armadura abollada, levantó la mirada desafiante. El odio en sus ojos era inconfundible.

—Nunca serviré a la Engendra de Dragón —escupió con desprecio, sus palabras teñidas de amargura —. Mi lealtad es para el verdadero rey, donde sea que esté.

Daemon no mostró emoción. Ya había oído suficientes palabras de desafío ese día. Levantó Blackfyre y asintió levemente a uno de los Inmaculados que custodiaban la sala. Sin vacilar, el soldado avanzó y hundió su lanza en el corazón del caballero, que cayó al suelo con un gemido ahogado.

El silencio que siguió fue espeso, roto solo por el sonido de las cenizas que aún caían desde lo alto como nieve gris.

—¿Alguien más? —preguntó Daemon, con una calma que resultaba más aterradora que cualquier grito de furia.

Unos cuantos prisioneros se arrodillaron de inmediato, jurando lealtad entre dientes, mientras otros permanecieron en silencio, abatidos, pero sin la valentía para desafiarlo.

La sala olía a muerte y desesperación, pero Daemon estaba acostumbrado a esos ambientes. Desde su vida en Meereen, había comprendido que gobernar significaba tomar decisiones duras. La compasión tenía su lugar, pero no en un día como ese.

Con la última sentencia dictada, Daemon se levantó, sus músculos aún doloridos por las heridas que casi lo mataron. Sentía el peso de la espada en su mano, un peso que simbolizaba no solo el poder, sino también la responsabilidad que había aceptado. Se giró hacia Edavro y le entregó la espada.

—Esto es solo el principio —murmuró para sí mismo mientras caminaba hacia la salida. Afuera, Drogon y Rhaegal vigilaban desde las alturas, mientras las llamas aún danzaban sobre los restos de la capital.

El aire estaba impregnado de cenizas, y con cada paso que daba, Daemon sentía que la ciudad se convertía en un recordatorio constante de lo que estaba dispuesto a hacer para asegurar el futuro de su familia y su reina. No había vuelta atrás. No después de todo lo que se había quemado para llegar allí.

El Dragón Negro «Una Canción de Hielo y Fuego»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora