24: Justicia moral

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En menos de tres horas, Tim hará el comunicado que provocará la tan esperada caída de Stanley, esa escuela ultra puritana en su momento, fundada por una persona a la que, en secreto, he prometido estudiar.

Intentando poner atención a clase al frente, empiezo a recordarme las palabras de Angus antes de que partiera a su hospedaje en el Buckley. Mi madre ha tratado de parecer entera mientras se subía al coche, ya que los periodistas los rodearon al verlos salir del edificio. Hay cientos de personas acampando en las afueras del colegio y casi todos los campus, dados los comentarios que han estado haciendo en la clase de sociología, se encuentran bajo una horrible tensión.

—Podríamos aprovechar la situación para hacer un estudio general —dice una compañera a la que recuerdo por escribir los mejores ensayos de mi curso, aunque me pincha un poco el hecho de que haga caso omiso del paradero de mi hermana.

Por supuesto, eso hasta que recuerdo que no le hemos dicho a nadie y que será Tim quien les dé el ultimátum a los Eckhart. A él y Bry les tomó casi toda la noche escribir un discurso que se ajustara a las necesidades que nos rodean. Los abuelos Duke han explotado en su contra, pero la amenaza de mi familia también fue tácita.

—Vamos, Helen, somos fríos y certeros pero ignorar que hayan arrestado a Müller es como fingir astigmatismo. —Otro estudiante se ha puesto de pie pese a que la clase aún no termina—. Lo siento, me adelantaré las vacaciones del invierno... Tengo que planear con mi familia qué carajos haré para completar el curso.

Las palabras me agarrotan la garganta y aunque mis ánimos y mis fuerzas se encuentran disminuidas considerablemente, levanto un poco la mirada y digo—: Estas generaciones obtendrán su pase a los másteres, no debemos fomentar el pánico.

Sus ojos se posan en mí con escepticismo y, sin embargo, se detiene antes de abandonar su pasillo.

—No sé qué campus aceptará a alumnos curriculados en una universidad en la que hay locos asesinos ocultos bajo el disfraz de la rectitud.

—Jóvenes —el viejo psicólogo clínico que imparte esta clase se levanta de su silla, ya que la discusión se pondrá acalorada—, la humanidad se ha distinguido de otras especies por su capacidad de desarrollo, los índices de inteligencia son superiores a la década pasada. Demostremos que la civilización actúa en nosotros como si hay guerra a nuestro alrededor o las fantasías de Tolkien se hubieran hecho realidad. —El alumno pesimista, o realista en cualquier grado, regresa a su lugar y se deja caer con la energía de quien ha cumplido el límite de pesares en su cuerpo, así que el profesor sigue hablando—. Aunque la desgracia florezca debajo de las suelas de nuestros zapatos, abandonar en un momento tan importante, agachar la cabeza y sentir que los esfuerzos fueron inútiles, no es más que una señal de que sus funciones cerebrales están en perfecto estado.

—Entonces, ¿qué considera que deberíamos hacer? —una voz aguda ha preguntado.

El profesor, a través de sus lentes graduados y gruesos, pasea su mirada por varios de los rostros en el aula.

—Aceptar la naturaleza del hombre, y buscar la justicia.

Un ligero cuchicheo se eleva por encima de las sillas. El profesor se guarda las manos en los bolsillos del pantalón y, con una sonrisa curvada, espera a que alguno de nosotros se atreva a hacer la pregunta.

Una pregunta que nos encarrilará de nuevo al tema filosófico que estaba sobre la mesa minutos antes de que nos anunciaran la oficialidad de la presencia del FBI en la universidad.

—La justicia, si está atada a la moral, puede tornarse subjetiva —hablo lo más alto que puedo.

El nombre de justicia es Anabelle y Dalila, Scarlett y Keyla: nombres que palpitan muy debajo de mi esternón como ese siseo en tus oídos de cuando estás enfermo, rozando el delirio de la fiebre y el sopor provocado por los medicamentos.

En la cara del hombre frente a mí hay rasgos avejentados, pero brilla la juventud del conocimiento.

—Si el director habla, detrás de él caerán otras personas y con ellas probablemente el prestigio de Stanley. Ayn Rand diría que no es más que una consecuencia de la ignorancia, pero la religión está involucrada, casi puedo asegurarlo.

—Eso es una falacia —replica otra persona.

—El argumento está implícito, compañera —insiste la misma persona—. Stanley es casi tan vieja como Harvard. La burocracia de ambas está decidida por académicos... Suponer que los delitos en el campus no están ligados a las viejas costumbres de sus fundadores es pura ignorancia.

—Puede haber otros factores —propone el profesor—, y se los dejo de tarea. Si quieren tener una opinión el día de mañana, una bien fundamentada y objetiva, acudan a la rueda.

Cuando cada uno de los presentes comienza a levantarse, escucho cómo algunos murmuran entre ellos. Salgo a las apuradas para no tener que responder ninguna pregunta acerca de la posición de mi familia o de la de mis amigos. Me dirijo simplemente a donde quedamos de vernos con Annie y los demás. Y al empujar la puerta del edificio hago el camino hasta la cafetería casi al trote.

En el interior, en esa mesa del fondo que siempre usamos, veo el cárdigan azul cielo que ella lucía esta mañana cuando salió de la habitación, con esas ojeras que enmarcaban sus ojos y la piel un poco más reseca, por no haber dormido casi nada.

El primero en tomar aprecio de mi presencia es Eliot y noto que ese chico al que Annie una vez defendió también está sentado aquí, con la mirada temerosa puesta en mí y el pelo más desaliñado que nunca.

—El alumnado está en caos —espeta Bry, sin sus lentes de sol.

Deposito un beso en la coronilla de la cabeza de Annie al sentarme, y mientras dejo a un lado la mochila, aprieto fuertemente los ojos.

—Afuera está helando —comento y miro hacia ella—, ¿traes tu abrigo?

Annie asiente y me pone la mano extendida sobre el cuello.

—Deberíamos ir con Tim —masculla.

Después de comprobar la hora, digo que sí en un susurro pero de inmediato escucho ese silencio abrupto de cuando las voces se acallan.

Hay pocas personas en la cafetería, y en el momento en el que Josh entra, algunas de las camareras salen. Parece que se ha dirigido a ellas, así que me tenso tratando de escuchar lo que está diciendo.

Una chica de la mesa de al lado, con aspecto fantasmal, se nos acerca rápidamente.

—Cerró la puerta —susurra.

—Levántense —dice Bry y rápido tira de Annie para hacerla retroceder.

Cuan alto es Eliot también se incorpora.

—Oh, Dios —chilla otra persona.

Josh acaba de cerrar las puertas vaivén por las que acabo de entrar. Los alumnos que están más cerca, tiesos y serios, no hacen ningún movimiento.

—Imbécil —susurro.

A veces siento que mi peor defecto es el de dejar cabos sueltos, como cuando llegas a casa cansado y arrojas las llaves en un sitio de donde sabes que se pueden extraviar. Al día siguiente las buscas y disocias al grado de no tener la menor idea de que están debajo del cojín en la sala y no en su sitio.

Alguien se pone de pie e intenta caminar con zancadas anchas hacia la puerta, pero entonces suena un disparo que catapulta al muchacho al suelo y esparce su sangre en la puerta.

Josh lo mira unos segundos, y está vestido con un abrigo caqui hasta la cadera, tan vaporoso que no me decido a tomarlo desprevenido, porque no sé qué tenga debajo.

He comenzado a temblar cuando finalmente posa sus ojos en mí. Las manos de Annie están en mi espalda, pero no me muevo. Las dos manos de Josh se encuentran ocupadas con armas más grandes de las que quisiera haber visto en mi vida.

Da unos pasos hasta acercarse a mí, y solo entonces veo su expresión. Parece un energúmeno. Parece fuera de sí.

—Mi hermano se suicidó —gruñe, saliva brotando de la comisura izquierda de sus labios y levanta el arma—, mira bien, Devon, esto es para ti. Buena vida.

Y lanza tres disparos a un costado...

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora