11: Una historia de terror

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Con una agitación ridícula, apoyo la espalda contra la pared, una vez que Ben y yo salimos a toda prisa de la oficina de la secretaria de rectoría. Cierro los ojos y echo la cabeza atrás, esperando que no entre ni siquiera el guardia de seguridad al que tuvimos que sobornar, mintiéndole; dijimos que queríamos una boleta académica para jugarle una broma a uno de nuestros amigos. Ben le pagó cien dólares. Y, aunque no fue del todo una mentira, lo único que espero es que sirva de algo. 

Trato de volver a la realidad y despejo la mente, tomando una nueva inspiración de aire. Al cabo, escucho que Ben da unos pasos hacia mí, tras haber revisado el corredor por el que escuchamos los pasos. Justo abro los ojos y empiezo a revisar el interior de la carpeta, cuando él se planta frente a mí. Tiene la mirada inyectada en miedo. 

—Dime que sí es. Por favor, lo necesito para no morir infartado a causa de la adrenalina. 

Clavo la mirada en la suya tan solo unos segundos y, después, empiezo a leer la carpeta que sacamos del archivo privado de la secretaria; en realidad, es un compendio de las becas otorgadas en los últimos siete años. A pocas personas le dan la Lincoln, así que no es muy difícil encontrar la lista que pertenece a los becados de esa índole. 

Con el dedo, hago una rápida inspección en los ocho nombres que están escritos en orden alfabético. Siento una enorme paz al leer el de Dalila y también sus datos; tiene su número de matrícula, la dirección de sus padres y un número telefónico. Claro. No es de Denver. Por si fuera poco, el nombre del condado no lo encuentro en mi memoria más pronta. 

—Aquí está —suspiro—. Vive en donde no pisó Dios. 

—Pagamos un detective, pero ya vámonos. 

—Algo me huele mal con la facilidad con la que lo encontramos —le digo al tiempo que lo sigo con dirección a la salida. 

El guardia está dando un rondín por el corredor contrario, así que alcanzamos a escabullirnos una vez que él finge hacer un repaso por la oscuridad, con su lámpara. Cruzamos el paredón del balcón, saltamos el parapeto bajo y salimos por la verja trasera. Pronto estamos trotando por uno de los andadores del bosquecillo contiguo y, al vernos alejados del edificio vecino de Dorothy's Hall, ambos nos detenemos para recobrar el aliento. 

Ben vuelve a mirar la construcción barroca como si fuera un monstruo gigante. No lo culpo. Desde que logramos que el guardia nos dejase entrar a cambio de unos dólares, sentí que alguien nos había dejado un camino de migajas de pan. Dentro de la rectoría, sin embargo, no había una trampa y una bruja. Estaba el loquer específico en el que encontramos el archivo que fuimos a buscar.

Esto, porque el primer paso es buscar a Dalila y hacer que rinda declaración pública. No frente a las autoridades: frente a una serie de respetados periodistas que, si todo sale bien, acudirán al llamado de la familia de Benjamin. Justo cuando sea el momento. 

—Bien, revísalo ahora sí. 

Ben saca una lámpara de su bolsillo y, en mitad del camino, la enciende para que podamos leer al menos la primera página con la dirección y los datos personales de Dalila. Está su foto, un resumen de su historial académico y también el resultado de su última prueba. 

Me tardo un poco más de unos segundos en comprender que, aparte de tener que ir a buscarla en persona, también tendremos que lidiar con el hecho de que, quizás, no quiera vernos; una parte de mi cabeza, la pesimista, cree que será una pérdida total de tiempo...

—Estamos perdiendo tiempo valioso con esto —comenta Ben, adelantándose a mis pensamientos incluso. 

—Eso creía hasta que Annie me hizo entender que Dalila es la única víctima viva del fenómeno ese —digo, todavía agitado por el susto y la carrera.

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora