13: Hecatombe

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Que no lo piense. Eso es lo que me acaba de sugerir; quiere que haga a un lado mis emociones, que ignore lo que dijo en la estancia y que, a pesar de mí mismo, me adentre en su cuerpo como si no estuviera este compuesto por un alma de la que estoy enamorado; probablemente sus instintos carnales se encuentran en alza y lo único que desea es saber que no nos hemos perdido el uno al otro. Mis ánimos decaen al pensarlo así, que no tiene piedad y que en el fondo lucha por comprobar que me parezco al resto, que haré lo que haría cualquiera y que, no importándome los sentimientos, me desahogaré y la dejaré marchar, sin más, sin atropellos, sin sentir que me arrancan la piel a jirones y que alguien me clava un cuchillo en el estómago para beberse mi sangre y engullir mis intestinos.

Annie ha abierto sus ojos y me ha mirado a la espera de que reaccione; de pronto se pone de puntitas e intenta besarme, pero la sujeto por los hombros y, con toda la delicadeza que me puedo permitir, la aparto; la alejo de mí lo más prudentemente posible, mientras sopeso la idea de cargarla como a un saco de patatas y llevarla derechito a su cama.

—Sal de mi habitación —le digo, señalando la puerta con la mirada y volviendo a mirarla en el acto.

Un asomo de sonrisa surca sus bonitos labios. No me importa qué tan altanera me parece ahora en esa postura; voy a elegir creer en ella porque sé de lo que es capaz y sé que sus actos en este momento son una consecuencia de los míos.

En seguida, me cruza la idea por la cabeza: pienso que puede ser ella misma así se tope de frente con el mismísimo diablo.

—Muy valiente por tu parte —sisea, y baja la mirada hasta encontrar un punto de mi cuello que no me pasa desapercibido. Ella se pega a mí con esa seguridad que emanan las personas cuando están conscientes de lo que provocan en otras—, pero estoy hablando en serio...

—También yo.

—Devon... —susurra al tiempo que deposita un beso en mi clavícula. Trago saliva al percibir el contacto de sus labios tibios y húmedos—. Te necesito...

Aprieto los puños al escucharla.

Podría fingir una voluntad que no tengo; fácilmente podría decirle que esta dependencia que nos empieza a aquejar nos costará muy cara y, después, hacerla marcharse, pero mis fuerzas decaen cuando noto que se le acaban de llenar de lágrimas los ojos; busco mirarla, busco ver a través de sus ojos el origen de ese cansancio, que no es físico. Sus rasgos me parecen dulces y, sin embargo, hay cierta rigidez en esas facciones. Elevo las manos para acunar su rostro delicado en ellas.

Pero Annie cierra los ojos y me evade; las lágrimas ruedan por sus mejillas...

—No podemos —digo, esforzándome más—. Hay riesgos, y tú estás muy molesta conmigo aún como para apartar todo y envolverte conmigo una vez más. No. —Le limpio la siguiente hilera de agua con los pulgares—. No tendré sexo contigo hasta que aceptes ser mi novia.

Ella vuelve a sonreír, y dice, sin abrir los ojos—: ¿Tu novia?

—Eso quiero. Lo quiero todo o no me ofrezcas nada.

—Ya tratamos y lo arruinaste.

—Te dejé ir, creí que...

Entonces pestañea y las cavidades miel de sus iris me provocan un espasmo en el vientre bajo. Intento controlar la emoción de tenerla tan cerca, pero por unos instantes me permito olvidar las obligaciones. Me toma cinco segundos pegarla a mí, sostenerla así, y obligarla a que se dé cuenta de la excitación que causa: mi cuerpo siempre está en alerta mientras ella me ronda, mientras mi mente me hace recordar que en este mundo hay una Annie de su tipo.

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora