5: Ad Astra

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Bajo las escaleras precipitadamente: no quiero huir, quiero alcanzar a Anabelle. Entre el gentío que está dispersándose por la explanada, la vengo a encontrar al lado de Tim; se han alejado de la barahúnda, a través de la zona de Dorothy's House que solo podrían usar los profesores ya que está íntimamente conectada con el jardín de rosales. Por desgracia, al encontrarme con ellos, descubro a alguien que está a unos metros también.

Me sacudo la punta de la nariz con el dedo pulgar al notar que se trata de Quentin; no lo había visto en el interior de Santa Cecilia, pero debí suponer que andaría por ahí, ya que forma parte del equipo de polo que se formó con la entrada de Josh Eckhart. Ese al que, por cierto, le debo también algunas preguntas.

Y no serán capciosas.

Serán todo lo directas que me permita mi cerebro.

Annie está apoyada contra un pretil alto que impide el paso al jardín, así que, al aproximarme, quedo a la altura de Quentin, que me mira pero yo ignoro con deliberación. Es igual de alto que yo, viene de una familia adinerada y separada de los estándares arcaicos de la mía, y su padre gobierna prácticamente todo el suroeste de los Estados Unidos con sus fábricas de plásticos e indumentaria textil.

En palabras mayores; es un peligro, ya que su padre es un socialista querelloso sin miedo de mostrar escándalo en la sociedad; eso lo saben todos: que es un inescrupuloso en cuanto a las mujeres, que se divorció de la madre de Quentin en una pelea que lo costó el veinticinco por ciento de su fortuna, que le fue infiel hasta el cansancio, que es bueno diciendo mentiras, siendo un bravucón... y fingiendo que nadie sabemos todo esto.

Regañándome internamente, no permito que el recuerdo de todas esas cosas que mis familiares saben, miro a Timothy, cuyos ojos están fijos como una estatua de mármol, en la parte trasera de la torre de la mansión de Dorothy; busco el punto de su atención y me doy cuenta de que está observando la escultura de un santo que está allí, junto a la campanela, una especie de altar elevado, como si el mártir, al que no recuerdo en lo particular, estuviera vigilante y atento a cada una de las sorpresas de las que será testigo.

—Necesitamos discutir los detalles de la fogata —digo con toda la seriedad que me puedo permitir en una situación tan incómoda como esta.

Dado que Quentin estaba diciendo algo respecto a un partido de polo de inauguración, Annie aparta la mirada de él, carraspea y me muestra una mueca de sorpresa. Si estaba sonriéndole a propósito, seguro que ahora se da cuenta de que esto... Lo que estamos haciendo, en lugar de enojarme me entristece. No solo porque se siente como si se estuviera vengando, sino porque sabe que es más cruel que yo.

Jamás dudé que pudiera enojarse así conmigo.

Mi error fue suponer que iba a ser fácil convivir con ella, sabiendo que casi nos comimos la boca y estuvimos a punto de llevarlo a otro nivel.

—Son cosas del club —dice, irguiéndose.

—Sí, seguro —espeta Quentin, y siento de nuevo su mirada, pero decido que no me interesa.

No me sirve prestar atención a los celos, a la rabia y a la consciencia que tengo de que a cada día que pasa la deseo como si fuera un fruto prohibido; y mientras ese deseo se incrementa, también mi cólera en contra de aquellos que se impusieron a mí. He soñado tantas veces con plantar cara ante esto, que ya perdí la cuenta de lo mucho que he añorado el tener mis propios medios para que nadie se meta en lo que siento.

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora