Epílogo

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Así que...

Es todo. 

He escuchado a mis padres murmurar acerca de mi futuro, sopesando la idea de conseguir una hipoteca para poder pagarme otra universidad. Ante eso, ya que no me han consultado, mi posición es una que le aprendí a Devon todo este tiempo. 

Me asalta un suspiro violento al pensar en él. 

Pienso en las noches con pesadillas, en las mañanas con esa resaca que no puede evitar luego de dormir tan poco. Pienso en el bajo ánimo que presenta al ir al lago, cuando corremos hasta allá para intentar repasar algunos discursos. Pienso en las palabras de Rivers y en la versión oficial que no podremos refutar. 

Yo hubiera renunciado a mi título universitario de grado con tal de que se dijera la verdad, pero hay mucha más gente involucrada. Están esas víctimas ocultas y la gente que apenas ingresó este año. Están las personas cuyo novio no es el hijo de una familia importante. 

Eso, me digo, es el pago por pararte en el podio del privilegio. 

Es el pago que dimos a cambio de que Eckhart, literalmente, se detuviera. 

Aparto la mirada de la ventana en la terraza de Hazel, con un nudo en la garganta, preguntándome si Devon va a venir o la cita que tenía con los detectives se prolongará más. No quiero imaginarme lo que soñará esta noche al acostarse tras haber tenido que repetir lo que hemos hecho. Lo que vimos. Lo que sufrimos. 

—Empezó a nevar, maldita sea —susurra Keyla. 

Todavía tiene un pómulo con una cicatriz. Es una marca apenas perceptible pero cuando la vi antes de que se marchara cuando pasó todo, pensé que le quedaría una cruz encima.

—Apenas lo sentí —le digo y sus ojos me inspeccionan—, el frío...

—Solo los muertos no sienten el frío. 

—Tampoco la gente que se harta. —Me acomodo en el sofá, preguntandome si la voz de Key es áspera porque el estrés postrauma o simplemente porque no quiere escucharme hablar de nada que signifique que esto me afectó mucho más de lo esperado. 

Tiene los ojos en la lejanía, sobre la ciudad, cuando dice—: Les he contado a mis padres que no voy a abandonar Stanley sino hasta que me gradúe. 

—Dirán que perdiste el juicio. 

Ella se encoge de hombros. Escucho que varias personas suben las escaleras rumbo a esta parte. Keyla ni se inmuta. Solo... sigue mirando los copos de nieve, que caen como las gotas de sal sobre lo herida que quedó la ciudad.

Pestañeo y bajo la vista. 

—Qué más da —dice entonces—. Mi destino es el mismo no importa cuántos posgrados haga o cuánto de mí deje en el currículum académico. 

Gruño por lo bajo. 

Dos chicos se han ido al fondo de la terraza, y lo agradezco. Estar con Keyla es difícil. Siento que no tengo nada para decirle que amilane sus sentimientos. No puedo explicarlo, pero creo que lo que vemos en ella no es otra persona. Es ella, la real, la chica que nunca pensé que estaría tan sumida en sus pensamientos. 

Era tan segura de sí misma que pienso... apenas un minuto, siento que lo que le quitaron fue el valor para enfrentar esa vida de la que habla. 

—Saldremos de esto.

Esboza una sonrisa. Una sonrisa que daría todo por poder interpretar. 

—Angus hará lo que sea, y mi madre también, por complacer a Devon. Harán de todo porque el futuro de la familia sea perfecto... Incluyéndome. 

No dejo de mirarla y, finalmente, ella se vuelve a mí, los ojos cristalizados, ese hermoso semblante mezcla de asiático lleno de resignación.

Esa resignación que trae la derrota. 

—Lo lamento. 

—No tienes por qué. 

Se yergue de un salto y va hasta mi lugar, dejándose caer. 

—Sigues siendo tú, Key. 

—No me cabe duda —murmura, la voz resuelta pero algo extraño en ella—. Y no es por pesimismo, pero muy poca gente sabe cómo es estar en mitad de todo cuando todo pasa. 

—Vaya. 

—Cállate. 

Apenas empezamos a reír, nos miramos unos segundos. Su mirada se vuelve tan penetrante por unos instantes que trago saliva, por la rareza y por el miedo que me provoca que la gente me mire como si ser yo fuera una causa idílica. 

Bajo la mirada, curiosa. 

No sé qué decir...

—Siempre me has encantado —la escucho hablar, la voz con una cadencia suave y lenta—, lo sabes. —Busco los puntos alrededor; nadie no está mirando y, no obstante, escucho que de nuevo suben las escaleras. Bry y Eliot entran en la terraza, abrigos largos y bufandas, el pelo humedecido por la nieve afuera—. Y nadie lo sabe aún pero mi destino, por el bien de mi familia, es que me haga novia de Tim. 

Alarmada, ahora sí la miro. 

—Me hará feliz —dice, escueta—. Y yo a él. 

—Key... 

—Dios —la voz quejosa de Eliot se deja oír. Ambas lo miramos. Nada ha pasado aquí—. No sé qué afán por dejar las terrazas abiertas con este temporal. 

Bry se deja caer frente a la chimenea que corresponde a nuestro sofá. 

—Devon dijo que quería enseñarte algo en el estacionamiento. 

Asiento, todavía turbada. 

El tramo desde la terraza hasta el lugar en el que el clásico de Dev se encuentra me parece raramente corto. Respiro a trompicones, con el viento helado cortando la entrada por mi nariz. Devon frunce el ceño en cuanto me ve. 

No he llegado aún y ya está quitándose el pesado abrigo, que no demora en ponerme alrededor del cuerpo y solo entonces me percato de que empezaba a temblar. 

Él se agacha un poco para mirarme a los ojos, acunando mis mejillas. Sus ojos buscan por un lado y por otro, sin saber dónde reparar o qué sensación señalar primero. 

—Eres tan extraña —me espeta. 

—Te tardaste.

—Espero haberme librado ya  —sonríe, enseñándome los dientes. 

Él me abraza y ese suspiro de nuevo me libera. 

—Había caído en el error de creer que nos quitaron mucho, porque no dejo de pensar en cómo ayudarte... —Aun cuando lo intento no puedo mirarlo a los ojos—. Quiero que recuperes tu vida... Quiero que vuelvas a ser lo que eras antes de amarme. —Aprieto los ojos, incapaz de reconocer la voz que surge por mis labios—. Dev, lo único que  le pido a Dios es que, por cada demonio con el que tengas que enfrentarte, haya siete ángeles cuidando de ti. 

Al abrir los ojos, no es extrañeza lo que veo en los suyos. 

Es amor. 

Lo mismo que vi en los de Key y lo que vi en los de Josh sufriendo por su familia rota. 

—Estoy bien —dice, llevándose mi mano a la suya, enguantada—. Contigo me basta. 

Curva una sonrisa de lado, copos de nieve en su fleco negrísimo. 

—No es verdad...

—Claro que sí —me abraza de nuevo y luego empezamos a andar—. Que invoques a Dios es tan raro como ver a Tim sonreír...

Intento devolver la jocosidad del comentario, pero evocar el nombre de Tim hace que piense en matrimonios arreglados, familias tan ricas que no saben lo que es amar de verdad, y eso al final me recuerda que la juventud se acaba tan rápido como nos demos cuenta de lo real que es el mundo, y de esa crueldad que reside en la gente que lo habita. 



Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora