23: Si el infierno existe

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—Algo me dice que no podremos cenar con Angus esta noche —espeto hacia Annie, que está de pie a un lado del coche.

Me le aproximo un solo metro solo para ver cómo uno de los escoltas de mi madre se acerca corriendo hasta nosotros.

—La señora ha pedido que me quede con usted —dice.

Pese a la barahúnda de gente entorno del gran edificio del rector, quizá la cumbre del poderío de esta familia y sus descendientes, no hay más caras conocidas. Parece que han arrestado a alguien, y ni siquiera alcanzo a distinguir quién es.

—Vámonos, Dev —me indica Annie, rodeando el coche sin esperar una respuesta.

—¿Ha pasado algo de lo que deba enterarme? —le pregunto al hombretón, de cuya mirada no interpreto nada.

—Será mejor que se sienten en la parte trasera, señor.

Miro el reloj de mi muñeca y le hago un asentimiento a Anabelle para que haga precisamente eso. Nos toma unos segundos internarnos en el tibio interior del auto y antes de que el guarura empiece la marcha sujeto la mano de la chica que yace imperturbable a mi lado, como si estuviera hundida en la espesura de estas circunstancias. A medida que el ruido afuera cesa, empiezo a atar algunos cabos y la pregunta que me nace me cala muy profundo.

—Algo pasó —musita Annie, a lo mejor porque puede leer mis expresiones.

Comienzo a respirar dificultosamente, pensando en todos esos escenarios que podríamos haber provocado en estos meses; la fiesta de las llamas, en la fogata y la displicencia de Tim para con los Eckhart. También el comportamiento extraño de Benjamin y la tórrida sensación de que siempre me han estado vigilando.

—Tranquilo —Annie insiste, pero mantengo la mirada, cejas fruncidas, al frente—. Corremos algo de suerte si tu tío aún no se marcha.

—Mi madre sabe que odio la protección exagerada. Jamás me enviaría a nadie sin antes preguntarme. Algo grave pasó.

—Nos hemos ido tan solo unas horas...

—Eso me temo. Alguien lo sabía.

—Angus vino por un buen motivo.

—No pondría sus pies en este lugar si no fuera porque ya se hartó, o porque está pensando que nos pueden arruinar de algún modo.

—Cielos, no quiero decirlo, pero me alegra ser de clase media baja en estos momentos. Si el infierno existe seguro que está poblado de sastres caros, puros y modales refinados.

En otro momento me habría reído, pero mientras nos acercamos al edificio de Tim, la certeza de que ese «algo» nos concierne se incrementa. Pongo mi total atención en las verjas de la entrada y alzo un instante los ojos a ese pilar que alberga la frase que todos deberíamos de grabarnos y que algunas personas por aquí se olvidaron por completo.

—Pronto dejarán de usar el latín para adoctrinar, créeme.

Niego con la cabeza en cuanto siento que el coche se ha detenido. Al bajarnos, la neblina ha cobijado casi todo el terraplén al frente y desde aquí hasta la cúpula de la biblioteca es invisible. El pasto seco del jardín frontal parece lleno de ceniza en lugar de nieve, pero lo que más me asusta es que hay mucha gente rodeando los jardines. Hombres disfrazados de civiles que en un campus estudiantil sería imposible pasar por alto.

El guardaespaldas de mi madre sigue de pie al lado de la puerta del conductor y no es sino hasta que dirijo mi vista hacia la torre que veo a Eliot acercarse. Está vestido con pantalones de chándal, tenis y una sudadera totalmente mojada.

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora