17: Dorothy, la madre

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Mientras Tim observa con indiferencia la pintura al frente, otra persona intenta saludarlo. Pero él se limita a inclinar levemente la cabeza en un gesto de atención demasiado pobre como para que pase por uno amable. Finjo que he visto su ademán y me concentro en la imagen del fallecido Teodoro Eckhart, en el óleo de Terriers que alguien llevó a la imagen más perturbadora que pude presenciar. 

No es una de esas pinturas con descripciones gráficas escabrosas y detalladas. Son simplemente seis personas, acomodadas en posición regia. El bisabuelo de Landon y Josh está en medio, de manera que los otros cinco, de forma poco autoritaria, adoptaron posturas rectas, como las de príncipes, pero aun así no se parecen en nada a él. 

—Tienes que estar totalmente seguro de lo que vas a hacer —le espeto a mi compañero, que no aparta la vista de la mirada pétrea de Teo—. Me provoca escalofríos su mirada. 

—Está vacía. Como cuando tomo las píldoras desastrozas. 

Enarco una ceja hacia él y lo cuestiono—: Si no supiera quién eres, diría que acabas de hacer un muy mal chiste sobre tu condición. 

—Si me río de mi condición, si alguien se da cuenta acerca de ella, ya no podrán usarla en mi contra. Eso dijo tu hermana. 

—Dios. Keyla a veces es...

—Casi siempre tiene razón. Deberías escucharla más. 

—Dímelo tú. Eres la representación de la oligarquía, y quieres que escuche a una fascista en potencia. 

Una mirada recriminatoria me es devuelta. 

Jesús, es la primera vez que me la encuentro. 

—Y tú puedes ser un tipo bastante egocéntrico. Yo soy un trastornado... —Se vuelve a mirar el cuadro otra vez y luego suspira—. No tienes una excusa como esa. Solo te portas imbécil cuando no sabes de qué manera actuar. 

—Gracias, papá. 

—Eso hacemos los amigos... —Mira por encima de su hombro, en dirección del rector, que todavía está rodeado por una decena de personas. 

Al principio no distingo el motivo de su atención, pero no demoro en notar que hay un periodista allí. Es un heraldo que suele maquillar sus reportajes a gusto del cliente, y nunca he visto que haya acceso a ningún otro. Eckhart puede, de esa manera, obligar a los presentes a comportarse según sus estándares. Incluso a mis padres, cuyos principios morales y éticos están fieramente ligados al qué dirán. 

—Es ahora o nunca —digo por lo bajo. 

—Te doy diez minutos —gruñe Tim, quizá porque sabe que al aceptar responder preguntas de un vampiro periodístico, se arriesga a quedar expuesto. 

Asiento en silencio al tiempo que camino a su lado. En algún momento de la travesía, mientras cruzamos el salón del museo hasta la plataforma donde se encuentra nuestro curioso rector, Keyla se agarra de mi brazo y nos sigue. 

La presencia de Timothy Duke no pasa desapercibida en lo absoluto, y los primeros espectadores sonríen cuando él, por mano propia, les sonríe. 

—El rector Eckhart —ataja Tim sobre la conversación que estaban teniendo aquí. Hablan del edificio que pretenden construir. Algo sobre un telescopio, que lleve el nombre de los estudiantes que propongan el mejor diseño— es una lluvia incansable de ideas. 

El periodista, reparando en su identidad, mete la mano en la bolsa interna de su saco. Ha captado el punto. Y con la mirada fija esboza una sonrisa que no llega a tocar sus ojos. Eckhart, por otro lado, ladea un poco la cabeza y le regresa un gesto a una mujer que conozco de las reuniones de mi abuelo. Una de las más conservadoras, tal vez la que condena con bara de hierro los actos impuros. 

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora