3: La ira de Dios

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Guardo la esperanza de que, cuando todo termine, encontraré no solo un poco de paz en esos momentos que Angus asegura tiene para él... cuando todos se han ido. Dice que aprecia mucho su soledad, pero nadie le llama para preguntarle si desayunó hoy; nadie le advierte que se le han pasado las horas para el almuerzo y pocas personas saben que su músico favorito es Stevie Wonder. Que no disfruta mucho la lectura por la aberración a un profesor al que acabó respetando porque lo enseñó que hablar alemán es como haber comprado la industria de la cerveza.

Angus es solitario, y antes me daba alegría pensar que iba a caminar por el mundo con la bandera de la que él hace gala todo el tiempo; nada más hay un detalle: miente. Miente con tanta frecuencia sobre la paz que dice poseer hoy en día, que cuando no se da cuenta lo observo hasta fijarme que tiene la misma nariz afilada que mi padre y que ninguno lo heredó de mi abuelo. Mi madre tampoco conoció a mi abuela, una mujer hija de inmigrantes ingleses que se refugiaron con el tío de mi abuelo, ya que tenían una historia inconclusa que data de la Primera Guerra Mundial.

Suelto un suspiro y hago girar la taza entre mis dedos; Bry alza las dos cejas, le da un trago a su taza de café y se vuelve a colocar las gafas.

—No sé qué haces, pero detente.

Mi tono es arbitrario y exigente, mas no puedo evitarlo; por estos días mi humor no ha mejorado mucho. Aterrizamos en el aeropuerto privado de la planicie veraniega que es propiedad de los Duke; hace ya dos días, y hace dos días exactamente que no sé nada sobre Keyla y, principalmente, sobre Annie.

Desafortunadamente, Bryant nunca ha cedido a ninguno de mis tratos, y entonces pone los antebrazos en la mesa.

—Esa frustración tuya no la comprendo —dice, con la voz más ponzoñosa que logra demostrarme—. Está todo mejorando.

—Sí, sí, mejorando: el cobarde de Landon está resguardado quién sabe dónde y hace casi cinco meses que tampoco tenemos idea de lo que Dalila le dijo a los agentes del FBI.

—Algo que les diera el pretexto para dar carpetazo, eso seguro.

—A mí no me interesan sus motivos, Bry, quiero encontrarlos. —Echo la espalda en la silla y miro a mi amigo con el gesto más fulminante de lo que me apetece. Trato de relajar mis facciones, así que digo en voz baja—: Annie tiene miedo todavía. Lo sé.

Él se limita a asentir en ese momento. Luego de unos minutos en los que tampoco osa quitarse los malditos lentes de sol, lo descubro con su mirada clavada en mí; lo sé porque lo siento. Somos amigos desde el colegio, reconocería esas expresiones de lástima a donde quiera que fuera, aunque me enseñaran a una persona que se ve idéntica a él.

Lo sabría de inmediato.

Observo cómo traga saliva, pero en ese instante Eliot viene a sentarse a la mesa. Tenía que llamar a sus padres para decirles que llegó sano y salvo a Longwood. Me masajeo los músculos del cuello, saboreando el único instante de silencio que tendré por algunos meses. Después de esto no creo encontrar paz, no mientras un asesino esté tan campante entre nosotros y la muchacha que me gusta tanto sea, aún, objeto de todas sus perversiones.

Casi por instinto, al pensar en ello, me recorre un escalofrío.

El sentimiento de culpa es tan notorio que mis dos amigos me escudriñan con la atención que requieren los jeroglíficos de Egipto.

—Y... —Eliot me tantea. La tensión aumenta al conocer la índole de la plática que se aproxima—. ¿Cómo se la pasaron? ¿Cómo lo está llevando?

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora