21: La llave

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—De verdad creí que habían limado asperezas —Annie se queja con el ceño fruncido—. Seguramente se le pasó el duelo por Scarr y ahora —le da un sorbo a su taza de té humeante y dice al cabo—: tiene intenciones de descargar su impotencia en alguno de nosotros.

—Sí, por los titulares en los diarios no me extrañaría.

Por su semblante y el silencio, sé que algo ha cambiado. Ella posa su mirada a mis espaldas, pero no me molesto en girarme; mañana tengo un par de presentaciones importantes en auditorías financieras y no quiero apartar mis pensamientos de los únicos dos temas que son interesantes para mí este día.

Así que lo que tenga que decir Quentin es nada más un plus. Si nos sirve bueno, si no estaremos en el mismo lugar donde nos quedamos y de nuevo la única opción será rebuscar entre unas catacumbas oscuras y seguramente apestosas como una necrópolis.

El susodicho finalmente se sienta entre Annie y yo; ya no lleva el abrigo de hace un rato y tiene el cabello medianamente despeinado. Como se le han enrojecido las mejillas mi primer pensamiento al mirarlo es que se ha venido, el muy idiota, en esa motocicleta que tanto adora.

A ciencia cierta, parte de mí lo cree un cliché de cuento, pero hay algo que lo aparta de todos los estereotipos masculinos de las novelas románticas: le gusta usar su moto y, sin embargo, siempre lleva suéteres de punto o cardiganes de colores encendidos y pasteles.

Es una fresa a la hora de vestir, pero me gusta recordarme que la gente con un aire natural de extravagancia tiene algo de sinceridad, porque de cierta forma no les importa lo que el mundo piense sobre su vestimenta, que es lo primero que queda a la vista de alguien.

—Lo siento —dice y se acomoda en su sitio.

Annie todavía lo está mirando con ojo crítico, como si supiera que estamos perdiendo el tiempo. Es más aguda y también más desconfiada, pero al encontrarnos en este océano de incongruencias, con el agua hasta el cuello, siento que me puedo saltar el orgullo de los primeros días de clases y aceptar unos quince minutos perdidos.

Annie responde a mis cavilaciones mirando su reloj de pulsera y de inmediato volviendo los ojos, entornados, a nuestro recién acompañante.

—Era esto —dice él.

Se ha sacado un sobre del interior del bolsillo, doblado por la mitad; lo pone encima de la mesa y, con un dedo, lo desliza hacia Annie.

Ella lo abre sin rechistar.

—Por eso nunca me ha gustado el tal Stephen King —murmura ella.

—No, seguro que te va más Raymond Carver y sus poemas románticos —Quentin se ríe.

Annie saca una llave del interior del sobre amarillo y también una hoja de papel común, torpemente cortada.

—Soy más de Patricia Highsmith —levanta la vista y me entrega la hoja.

Es un número de cuatro dígitos. La llavecita tiene un grabado. Sin pensármelo mucho me saco la pluma de Müller del pantalón y analizo los dos blasones.

Es el mismo.

Entonces miro a Quentin, esperando una respuesta.

—Escucha, Val tiene problemas financieros, ¿sí? Pensamos que con su promedio podía alcanzar algún préstamo estudiantil, así que fuimos al comité becario. Eckhart estaba en junta con los donantes. —Nos mira a los ojos, quizá notando el escepticismo en nuestras muecas—. Es que la secretaria es fácil de convencer y yo quería ayudarla un poco.

—¿De dónde sacaste esta llave? —pregunta Annie, su tono incisivo y poco tolerante.

No la culpo por estar al borde de la impaciencia, ni siquiera por tener miedo.

Quentin rueda los ojos y mira a los lados.

—Queríamos ver el listado de candidatos de beca media este año.

—Las convocatorias cerraron en septiembre —dice Annie.

—Eso notamos, nunca habíamos necesitado esa información, pero pensé que se la podía sacar a la secretaria de Eckhart sin que lo notase. No lo notó, claro, porque estaba entretenida escribiéndome su dirección mientras Val sacaba la llave.

—Ya —analizo el grabado y trato de imaginarme con qué afán tendría una llave de ese tipo, con una ranura extra que no parece pertenecer al estilo de las puertas en Stanley.

—No era de la oficina —repone Quentin—. Seguramente la secretaria atiende otros asuntos del rector: al volver durante su almuerzo, no pudimos abrir la oficina. Nos escondimos al oírla entrar y justamente llegó Angus a buscarlo.

—Sí, me dijo que iría a verlo —susurro.

—¿Será de alguna caja de seguridad? —pregunta Annie.

Sacudo la cabeza en negativa.

—¿Por qué dárnosla?

Quentin se encoge de hombros pero al apretar los ojos nos mira de hito en hito y dice—: Cuando Eckhart llegó, tu tío le dijo que no había necesidad de entrar en la oficina. Le entregó algo que no vimos, pero le agradezco mucho esa intervención... Escucha, creo que tu tío amenazó de algo al hombre: se dio la vuelta y se fue, y Eckhart se volvió a la secretaria para decirle... ¡No! Más bien le rugió. —Luce, ahora sí, asustado—. Le gritó "¡llama a mi madre y haz que algún periodista venga a mi oficina!". La chica no se inmutó, creo que está acostumbrada a ese trato, sino que se puso a escribir algo y tomó el teléfono... "¿con qué titular?". Dios, Eckhart estaba a solo unos pasos de nosotros, y Val se moría de miedo... Pero al final le dijo que Dalila daría una entrevista con él al lado y salió de la rectoría. No es que Val o yo les tengamos mucho cariño, pero si hay algo a lo que le tenemos miedo es a tu tío...

Sonrío al reconocer ese tono de voz.

—Bien, hoy ceno con él, será mejor que me digas qué quieres.

Él, como si se avergonzara, dice—: Solo quiero un puesto lejos de mi padre.

—Supongo que Valerie ya no me volverá a llamar becada —se ríe Annie y se levanta con sutileza.

Es la hora de encontrarnos con sus padres. Quentin nos observa mientras nos erguimos.

—Chicos, yo no sé lo que está pasando, pero les juro que ese Eckhart al que vi gritar no es el que conocíamos.

—No. Es el real. —Suspiro y me acomodo las mangas del suéter—. Está hecho.

Lo dejamos ahí bebiéndose un café, y empezamos a subir las escaleras del club, donde seguramente nos encontraremos a Sandy. Aun así, Annie me sujeta la mano y se pega a mí repentinamente.

—La llave es de un almanaque, las he visto en las vitrinas de la biblioteca.

Su susurro me provoca un escalofrío; es algo que me imaginaba, pero eso sucede a menudo: en ocasiones la realidad es tan cruda, que te inventas tiempo, excusas y penas inexistentes con tal de no mirarla. 

Cada demonio tiene su ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora