Prólogo: Londres, Inglaterra 1856

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El gélido aire de un día nevado entraba por la ventana de cristal y llenaba los pulmones de las personas que estaban en la habitación contemplando con horror aquella escena. Un cuerpo inmóvil yacía sobre la mesa con profundos cortes en el exterior. Los ojos de aquella persona sin vida se tornaron de un blanco borroso como las nubes, no se notaban las pupilas. Tenía dedos helados y sus músculos parecían encogerse con el paso de los minutos.
La sanadora movió las palmas de sus largas manos alrededor del cadáver, destilando una llama de colores que hacían sanar sus heridas pero la joven no despertaba. Metió sus huesudas manos a los bolsillos de sus faldas y negó con la cabeza.

— Fue magia negra —dijo con la vista clavada en el suelo–. No puedo curar eso, lo siento.

Sonidos de sorpresa y llanto recorrieron el salón.

James se abrió paso a empujones entre las personas y al ver el cuerpo, sus ojos azules se pensombrecieron como el mar de noche. Clavó las uñas en las palmas de sus manos hasta que se le encarnaron y unos delgados hilos de sangre caían por sus muñecas.

– ¡NO! –gritó el hombre– Elizabeth.

Se acercó hasta la joven tiesa, tomándola de su fría mano, frotando sus nudillos he intentando transmitirle algo de calor corporal pero era imposible. Le acarició el cabello con ternura, acomodandolo detrás de sus pequeñas orejas. Verla de ese modo hizo que se le revolvieran las entrañas: Su rostro de muñeca estaba mugriento y con sangre seca sobre la gente. El vestido de la joven había pasado de ser un lindo amarillo limón de encaje y con delicado bordado a unos andrajos sucios manchados de sangre.

James la abrazó, hundió su cara en su torso y lloró como un niño desconsoladamente. Las lagrimas tibias humedecían su rostro, mostraban su dolor, liberaban lo que tenía dentro... Pero también lo hacían verse débil, y el no quería permitirse ese lujo. No en tiempos de guerra.

La estructuró con los ojos nublados.

Aquella era Elizabeth, su difunta prometida, la mujer con la que una vez planeó casarse, tener hijos y vivir el resto de los días a su lado. James la amaba con locura, perderla hizo que algo se quebrara dentro de el, un sentimiento sin nombre que ni el mismo sabía que existía. En un parpadeo se remontó al pasado, recordando sus ambiciones y excéntricos proyectos que jamás tuvieron pies ni cabeza. Él siempre fue un joven adinerado que deseaba viajar y recorrer el mudo, hasta el día que la conoció supo entonces que ella era su mundo y teniéndola cerca no había nada más que quisiera conocer.

– ¡Sálvela! –exigió a la sanadora con un ligero temblor en su voz.
Ella se hecho a llorar por la impotencia de no poder hacer nada, esto era algo más de su conocimiento– Por favor. Le daré todo lo que tenga.

– No es por el dinero- musitó entre sollozos ahogados por la tela de su ropa – Señor, he hecho todo lo que estaba a mi alcance para...

– ¡No es suficiente!–gritó exasperado. Su semblante cambio de nuevo al acariciar a Elizabeth «Despierta, despierta, despierta...»

Celeste se abrió paso entré la gente hasta encontrarse con lo que ella consideraba una escena patética. Para ella "la muerte es la gracia de la vida" sino supiéramos que en algún momento todos la conoceremos, desperdiciaríamos nuestro tiempo. Además James solo se había encaprichado con la primera muchacha que encontró, pero después de todo era su hijo y debía de apoyarlo.

Le tocó el hombro suavemente para llamar su atención.

– James, cariño... Necesitan llevarse el cuerpo– le habló la serena voz de su madre. Con esa habitual frialdad a la que estaba acostumbrada a conversar de cualquier cosa, incluso algo tan delicado como esto.

Las joyas del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora