Capítulo treinta y nueve: El consejo de Magia

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Tenía trece años cuando mi abuelo me permitió ir sola a una excursión escolar fuera de la cuidad, visitábamos el Museo De Arte Griego. Recuerdo que en el momento que puse un pie adentro, mi pecho se infló de emoción. Eran tantos objetos extraños que ver, tantas placas con información que leer, y toda esa cultura esparcida por los pisos de una edificación majestuosa...sin embargo, no me moví ni un solo centímetro hacia las secciones, estaba petrificada mientras devoraba cada detalle del lugar para guardarlo en mi memoria. Mi extraño momento acabó rápido cuando Peter tiró de mi coleta para que avanzara con el grupo.

Fue exactamente lo mismo que me ocurrió al entrar, mi abuelo tuvo que pellizcarme para que cerrara la boca y guardara compostura pero ¡al carajo! Este lugar es mucho mejor que un templo griego original.
Era tan increíble que me torcí el cuello para poder abarcarlo con la mirada. Todo el suelo era de mármol blanco excepto por las partes cubiertas con alfombras, y la pista de baile, esa última era de mármol gris, y estaba iluminada con un gran candelabro de cristal.
Habían mesas redondas esparcidas en el centro del salón, cada una con manteles rojos o dorados. Alrededor de estas, yacían sillas forradas de tela con un gran moño en el respaldo.
No oía villancicos o alguna otra melodía navideña, en su lugar sonaba un pegajoso jazz suave que me hizo querer bailar.
No tengo idea de por que, pero el lugar me resultaba familiar de una manera escalofriante, la misma sensación de pensar que ya estuve aquí antes. Tenía recuerdos borrosos de haber corrido por los pasillos, o de haber subido esa gigantesca escalera...

El abuelo retiró la silla para que me sentara con él en la mesa mas alejada posible de las pista o donde habían un gran número de personas, y después de de levantar la mirada me di cuanta por que.
Creí que era paranoia mía, pero luego vi todos los cuellos largos de los presentes que  se giraban con brusquedad para mirarme. Podía leer las emociones en sus ojos como un libro abierto «enfado» «emoción» «recelo» «admiración...»

- Están mirándome sin disimulo.-murmuré al abuelo con los dientes apretados- ¿por qué están mirándome sin disimulo?

- Por que eres tú.- declaró con obviedad.- Acostúmbrate, princesa. Luego querrán llevarse tela de tu vestido o un poco de tu cabello para la buena suerte.

- No me gusta.- clavé la vista hacia el centro de mesa, consistía en una nochebuena sumergida en un pequeño florero con figuritas transparentes a los lados.- Odio ser el centro de atención, es incomodo...

- Esta no es la escuela,- me cortó sin amabilidad- no puedes esconderte en la sala de arte  o detrás de el hombro de Peter.

Había algo en sus palabras que me hizo querer preguntarle cual era su problema, pero antes de abrir la boca me percaté de que estaba tenso he irritado. Un brillo de nostalgia le cruzó la mirada, fue tan fugaz que creo que nadie mas lo vio, si algo sabia ese hombre era ocultar su vulnerabilidad. Este sitio debe traerle muchos recuerdos, pasó toda su vida trabajando aquí, lo que me lleva a las mismas preguntas ¿Por qué se fue? ¿Qué cargo ocupaba? ¿Qué es lo que le molesta tanto?

- Mira con discreción hacia tus...seis.-dijo con un hilo de voz, sus manos desprendían pequeñas bolas de luz que hacían cambiar de color las servilletas que tenía a los lados, estaba jugando cual niño aburrido.

No pude evitar voltearme con brusquedad, creí que vería algo interesante pero solo era una mesa con vasos de cristal, una jarra enorme con liquido rosado, y una charola con aperitivos.

- ¿Quieres que te traiga un mini-sándwich?-pregunté dudosa.

- A tus seis.-repitió haciendo un sonido de exasperación. Señaló detrás de mí con un movimiento de cabeza.

Las joyas del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora