Capítulo cuarenta y cuatro: Desastre de cita (parte 1)

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Alec estacionó su auto en la entrada de mi casa. Sin dirigirme otra mirada, abrió la puerta del copiloto extendiéndome una mano para ayudarme a bajar. Sus dedos estaban ásperos por el barro y la sangre seca debajo de las uñas. Le daban a sus anchas manos un aspecto demacrado. Claro, yo no estaba mejor que él. Tenía fango en las piernas, los brazos y toda la ropa; estaba despeinada, sucia y seguramente olía a bosque primaveral. Ahí se fue todo el empeño que me tomó arreglarme esa mañana.

Después de unos días de tranquilidad, volvía a sentirme envuelta en un mar de temores he incertidumbre. No podía creer como todo se había ido al carajo en cuestión de unas horas, me sentía inútil, patética y sobre todo; cansada. Física y emocionalmente cansada.
Lo único que quería era una cita, una normal como cualquier persona. Yo siempre soy la primera en defender la idea de que lo normal es mediocre y aburrido, pero también te transmite seguridad.

- Admite que te divertiste un poco.- pidió mientras caminábamos a la entrada de mi casa.

Lo miré boquiabierta ¿que tenía de divertida esta situación? Sin lugar a dudas hoy había sido uno de los peores días de mi vida. Aunque no me podía desquitar con él, no era algo que estuviera bajo su control.

- Te apuesto cien Mers a que no te has divertido así con ninguno de los idiotas con los que has salido.-alardeó, una gran sonrisa de suficiencia se veía plantada en su cara.

Me crucé de brazos y le lancé una mueca molesta por encima del hombro, intenté disimular una risa que quería escapar de mis labios pero terminé soltándola.

- Pudo ser peor.

- ¿Cómo?- comenzó con notable sarcasmo, sus cejas volaron a su frente al hablar.

- Pude haberme quedado en clase de historia .-me aventuré a decir, mirando las puntas me mis botas rasgadas y sucias.

Echó la cabeza atrás mientras dejaba salir una risa sonora he impetuosa.

HORAS ANTES

El aula estaba vacía a comparación con otros años, éramos dieciséis, solo dieciséis personas en un grupo de treinta. No tenia idea a que se debía, quizá sea que cambiaron a la profesora. Era buena, pero se sentaba a comer donas glaseadas mientras revisaba su teléfono. Su clase era entretenida, claro, si te interesa saber sobre sus relaciones fallidas.
El nuevo maestro de arte era un hombre desaliñado, no digo sucio o andrajoso, solo desaliñado. Llevaba puesto un conjunto de tela gruesa que parecía pijama o algo que utilizaría algún monje. Eso sin contar el excéntrico bolso tejido que colgaba de su hombro.
El tipo estuvo siete minutos exactos sin decir nada, sentado sobre su escritorio con las manos en el regazo y las piernas colgando. Sacó de su bolsillo una manzana, por un segundo creí que iba a hacer algo interesante con ella, solo se limitó a darle unos pequeños mordiscos.
Dudaba mucho que le pagaran por observarnos, pero así lo hacia, como si fuéramos un raro espécimen.

Algunos chicos se aburrieron y sacaron sus celulares, otros comenzaron a hablar efusivamente hasta que acabaron con la poca paz que reinaba en ese entonces. Yo quería irme, no había nadie a quien conociera, a esta hora Peter y Jeremy estaban en clase de deporte así que éramos yo y mis pensamientos. De hecho, era la única que estaba sin compañero, las demás mesas estaban solas o de dos, y para colmo mi asiento estaba en la esquina del fondo. Hubiera sido deprimente sino tuviera la ventana de lado para poder ver como se caían las gimnastas de cara.

Las joyas del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora