CAPÍTULO 2

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Cuando llegué a casa aquella noche mi abuelo ya estaba dormido así que me propuse despertar temprano la mañana siguiente para sorprenderle con una taza del té que había recogido en la bodega de Enzo. Hacía muchísimo tiempo que mi abuelo no probaba una infusión y recordaba perfectamente que cuando yo era una niña y mi madre todavía seguía viva las tomaba a menudo. Poco tiempo después de la muerte de Emerald todo empeoró y desde entonces no guardo ningún recuerdo de mi abuelo haciendo algo similar.

Cuando mi madre murió nuestra calidad de vida se redujo enormemente y el dolor se apoderó de él, incapacitándolo en muchos sentidos. Fui yo quien se encargó de alimentarnos desde ese momento. Agradezco que las circunstancias hicieran que me valiera por mí misma porque aquí a todos, tarde o temprano, nos llega nuestro momento, pero no olvidaré jamás a mi abuelo llorando de dolor y hambre en su habitación mientras procuraba que yo no lo escuchara, tampoco olvidaré el desprecio de toda la gente que me rechazaba diariamente en el mercado por pedir unas simples migajas de pan con las que subsistir una semana más, ni todo el esfuerzo que nos supuso intentar salir adelante cada día.

Vivíamos en una casa pequeña y antigua. El comedor era más bien estrecho y la mesa de madera principal se encontraba tan solo a unos metros de distancia de la encimera de la cocina. Las paredes eran de un color ocre áspero que acentuaba la sensación de vejez de la casa, con dos pequeños ventanucos que de haber estado en el exterior habrían dejado pasar los primeros rayos de sol de la mañana. En una de las esquinas de aquel salón había una chimenea que evitábamos encender porque cada vez que tratábamos de caldear la habitación llenaba la casa de humo y hollín. Colocada sobre ella se encontraba el único retrato que se había conservado de mi madre.

Cada vez que observaba aquel dibujo me dolía el corazón. No podía concebir que una persona tan hermosa hubiera habitado este mundo tan atroz y lamentable. El cabello castaño oscuro le enmarcaba el rostro y caía en una ondulada cascada sobre su espalda. El destello de sus ojos siempre había captado mi atención más que cualquier otro detalle porque tenía los más bellos y dinámicos que yo había visto nunca y ahora me miraban tristemente fijos, eternamente estáticos desde la estampa. Cada vez que contemplaba con detenimiento las facciones de mi madre podía jurar que me inundaba el color verde claro de su mirada, en contraste con una piel ligeramente bronceada que indicaba nuestra antigua procedencia: una familia de granjeros de la muralla María. El iris de mi madre era una amalgama de vistosos colores esmeraldas con ligeros atisbos de azul, tal y como yo me imaginaba la tonalidad de los lagos del mundo exterior. En la imagen también habían sido trazados los pendientes del mismo color verde que siempre llevaba puestos. Sonreía sutilmente y un ligero color carmín le bañaba las mejillas.

A medida que yo iba creciendo, el abuelo siempre me aseguraba que era la viva imagen de su hija, aunque yo jamás había visto tal parecido. A primera instancia supongo que sí éramos dos gotas de agua: mismo pelo, idénticos ojos, rasgos faciales similares... pero su vivacidad, su alegría, su risa espontánea, era algo que yo no conservaba. Perderla había sido perderme a mí misma. Concretamente esa parte de mí que se carcajeaba por todo, que era feliz con los pequeños detalles, que vivía y no se limitaba patéticamente a subsistir. Me sentía orgullosa de que ella hubiera sido mi madre, pero en lo más profundo de mi corazón yo sentía que probablemente ella no pensara lo mismo sobre mí.

«Te has ido y te has llevado una parte de mí para siempre», mascullé en mis adentros. Aparté la mirada antes de que su recuerdo me sumiera en un perpetuo trance y volví al mundo real.

Aquella casa era una ruina, sin duda. Incluso las escaleras que daban a la parte superior crujían cuando se pisaban. Pero a pesar de la ceniza de la chimenea, el frío impasible de la estancia y los quejidos desagradables que proferían aquellos escalones, esa había sido mi casa durante veinte años y aquellas cuatro paredes amarillentas me habían acompañado desde mi más tierna infancia hasta mi más lastimosa juventud. Si me concentraba, todavía podía escuchar la risa de mi madre inundar la habitación o los sorbos de mi abuelo tomando té en alguna de las esquinas.

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora