CAPÍTULO 5

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Mientras avanzamos a lo largo del mercado, me di cuenta de la presencia de varios policías militares en la plaza. Eran cinco, permanecían juntos y supervisaban la actividad de las calles. Les habían dicho a los niños que fingían montar a caballo que dejaran de jugar con palos de madera porque eran peligrosos y podían hacerse daño o herir a las personas que pasaran por allí. Los críos habían abandonado reticentes el centro de la plaza para refugiarse entre las piernas de sus padres.

Me di cuenta de que los oficiales llevaban el equipo de maniobras tridimensionales consigo y condené el hecho de que ellos tuvieran acceso al combustible de gas y yo no. Aunque mis compañeros y yo continuamos nuestro paseo, no pude apartar la mirada de la policía militar en todo el trayecto. En un determinado momento, los oficiales pasaron por nuestro lado, no sin antes mirarnos por encima del hombro. Gala suspiró y yo chasqueé la lengua. Siempre me han exasperado enormemente las personas arrogantes, pero odio especialmente a todas aquellas que en realidad son patéticas.

En el filo de un instante, los niños que antes habían estado jugando a montar a caballo se abalanzaron sobre los oficiales, intentando arañar sus trajes, rojos de la rabia. Seguramente todo aquello fuera una simple pataleta infantil, pero no por ello iban a ser menos castigados. El desorden y los gritos sorprendieron a todos los viandantes y noté cómo Gala y Ben trataban de reprimir la risa tras de mí. En el fondo, todos nos apiadábamos de aquellos niños. De hecho, probablemente todos empatizáramos con ellos mucho más de lo que en un primer momento estuviéramos dispuestos a reconocer. Al final, las criaturas habían sido las únicas en plantarles cara y seguramente pagarían muy caras las consecuencias.

Los oficiales bramaban mientras intentaban zafarse del agarre de los niños, que se incrustaban al arnés de sus equipos tridimensionales como si tuvieran garras. Pese a las quejas de los oficiales, ninguno de los ciudadanos del subterráneo estábamos dispuestos a ayudar a esos corruptos. Hubo una militar especialmente impaciente por quitarse a los niños de encima que, no pudiendo soportarlo más, comenzó a desabrocharse las hebillas del equipo. Abrí ligeramente los ojos. Pensé en la mala suerte de aquellos pobres niños, que serían vilmente castigados después, en lo inútiles que eran en realidad los policías militares y en que si aquella oficial dejaba caer finalmente su equipo, yo podría alcanzar a arrebatárselo. Esperó unos segundos para comprobar si el niño continuaba sin soltarse y acabó por arrojar su indumentaria unos cuantos metros más allá. Agarrado a ella, el crío que la custodiaba se dio un cabezazo contra el asfalto, jadeó dolorido y soltó por fin sus manos del equipamiento. Entonces lo vi claro. Nadie vigilaba el equipo y la mayoría de niños seguían atacando a los oficiales. Era el momento. Podía tomarlo. Además, si conseguía captar la atención de la policía militar y esta decidía seguirme, dejaría impunes a aquellos críos valientes.

Miré durante un breve instante a Gala y a Ben, intentando advertirles a través de mi mirada de que probablemente fuera a cometer alguna estupidez.

—¿Qué estás...? —susurró Ben, pero yo ya había empezado a correr hacia el follón—. ¡Pero avísanos antes!

Varios de los oficiales me miraron, sumiéndome en un torbellino de miradas furibundas y perplejas. Probablemente se preguntaran a qué clase de persona se le ocurriría aprovechar una estampa así para formar más embrollos. «A alguien lo suficientemente estúpido como para no pararse a pensar en las consecuencias», supuse internamente.

Atrapé el equipo entre mis manos y me giré hacia la izquierda, donde terminaba la plaza y comenzaban a nacer calles estrechas. Con un poco de suerte, los oficiales me seguirían y podría perderme entre los callejones sinuosos del subterráneo para intentar despistarlos.

—¡Atrapad a la ladrona! —ordenó alguno de los militares a mis espaldas— ¡Merece un castigo ejemplar!

Seguí corriendo, deseando llegar a los callejones lo antes posible, pero también sentí alivio al pensar que ahora se habían centrado en mí y olvidarían el berrinche de aquellos pobres niños. La mayoría de gente del mercado miraba horrorizada el alboroto, y casi todos se hacían a un lado cuando pasaba entre ellos, salvo unos cuantos despistados que al principio se chocaron conmigo. Pese a todo, la policía militar parecía no alcanzarme. Enzo siempre había tenido razón: la rapidez era uno de mis puntos fuertes.

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora