CAPÍTULO 3

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Los días pasaron lentos aquella semana pero al fin había llegado el momento de visitar a Enzo de nuevo. Había estado algo ocupada durante aquel periodo de tiempo y además me encontraba algo ansiosa por mostrarle los trastos que había conseguido recolectar. Esto último no quería admitirlo, pero debo reconocer que también me invadía una fuerte curiosidad por el equipo de maniobras tridimensionales que le había entregado la última vez que nos vimos.

Enzo me había asegurado la noche en que se lo mostré que me haría probarlo la próxima vez que nos viéramos, palabras a las que en aquel momento yo no les había dado ninguna importancia, pero lo cierto es que pronto brotó de mí una necesidad imperiosa por saber manejar aquel chisme. Probablemente el simple hecho de mantener el equilibrio ya me supondría un reto, pero me había concienciado al respecto y la dificultad del equipo tridimensional solo aumentaba mis ansias de intentarlo. Mi madre siempre me decía que formo parte de ese tipo de personas a las que les seducen los desafíos.

Golpeé la puerta de la bodega tres veces y Enzo me hizo pasar.

—Veo que has vuelto a ser puntual —observó.

—Esta vez la policía militar no me estaba rondando —repuse yo.

La bodega seguía estando tan desordenada como las semanas anteriores. Ya ni siquiera me sorprendía esa desorganización. Quizá Enzo se había acostumbrado a la suciedad y ya no quería tener que añorar el polvo de las estanterías.

—Deja la mochila en aquel taburete —me indicó—. Es hora de probar el equipo.

Coloqué mis pertenencias sobre el mueble y me giré hacia él.

—¿Qué lugar tienes en mente para intentarlo?

—Los tejados de unas casas no muy lejos de aquí —contestó alegre—. Hoy vamos a vivir toda una experiencia.

Y hacia allí nos dirigimos. Cuando llegamos a la urbanización, conseguí colocarme el equipo tridimensional con ayuda de Enzo. Repasé todas y cada una de las hebillas del arnés hasta cerciorarme de que lo había instalado bien. Practiqué durante un largo período de tiempo mi equilibrio, tutelada por él, hasta que al cabo de unas cuantas horas me sentí lo suficientemente segura como para intentar deslizarme entre los tejados. Tenía las piernas algo entumecidas después de haber pasado horas practicando el contrapeso pero deseaba profundamente aprender a moverme de verdad entre los edificios.

Mi compañero aprobó la idea y me indicó que subiera a la azotea de la casa más próxima a nosotros. Trepé sus paredes agarrándome a los salientes de las tuberías y una vez arriba me permití observar las vistas. Enzo se había quedado abajo, vigilando el terreno. Caminé sobre el tejado y dejé atrás unos postes de luz artificial colocados a mi derecha. Casi todos los edificios que nos rodeaban estaban medio derruidos, en tan malas condiciones que cualquiera habría rechazado la idea de caminar por ellos, pero a mí Enzo me había asegurado que andar sobre ellos era seguro así que me limité a confiar en él.

Delante de mí había una hilera de varias casas más, algunas unos pocos metros más altas que las otras, aunque todos los edificios de ese sector eran considerablemente más elevados que la media de la ciudad subterránea. Probablemente Enzo había propuesto esa zona para utilizarla a mi favor. Quería que usara las paredes de las casas como puntos de incrustación y me impulsara en sus laderas para deslizarme. La altura de los edificios era un aliciente para mantener los ojos bien abiertos durante el trayecto, así él se aseguraba de que yo no iba a estar demasiado relajada en mi primer intento de manejar el equipo de maniobras.

Me acerqué al borde del tejado. Aun estando a varios centímetros de distancia del límite, sentí el peso de la gravedad más fuerte que nunca, como si al dar un mal paso fuera a precipitarme contra el asfalto sin remedio. Sacudí la cabeza y fijé la vista en la edificación más cercana. El corazón me latía con fuerza, habría jurado que quería salírseme del pecho, pero al mismo tiempo me gustaba la sensación de estar a gran altura y había esperado con ansias aquel momento. La hora había llegado. Miré una última vez el pavimento y retrocedí unos metros para darme impulso. «Hazlo ya». Me ordené a mí misma. «Ni se te ocurra dudar». Y así fue cómo salté al vacío.

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora