CAPÍTULO 16

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Cuando me dirigí hacia la barra para pagar, no pude evitar escuchar la conversación que mantenía el hombre que se encontraba a mi derecha con el camarero que le estaba cobrando.

—He pedido un café solo, como siempre.

—Con el habitual chorrito de coñac, ¿verdad? —respondió el tabernero emitiendo una sonora carcajada.

—Así es —respondió el cliente, aunque no tan claramente divertido como él—. De hecho, ¿serías tan amable de añadirme a la cuenta un botellín de coñac? Hoy ha sido un día duro.

"¿Coñac a estas horas de la tarde?", me limité a pensar.

—¡Marchando! —el camarero le tendió al señor una botella que él guardó en la saca— Serán seis monedas de acero. Ay, Collard... —suspiró como uno suspira cuando las cosas no tienen remedio—, no cambiarás nunca.

"Collard", ese apellido retumbó en mis oídos como un eco.

"Collard, Pierre Collard". Entonces me giré hacia aquel señor. "Es él". El hombre llevaba un amplio sombrero sobre la cabeza que no me permitía distinguir sus rasgos y acababa de depositar sobre la barra las seis monedas de acero, dispuesto a marcharse. Yo no podía permitir todo aquello, no podía perder al hombre que tanto habíamos estado buscando, así que lancé sobre la barra unas cuantas monedas que supuse que cubrirían nuestros gastos y decidí ir tras él. Justo antes de cruzar la puerta hacia la calle, les hice una seña a mis compañeros para que me siguieran.

Anduve tras aquel señor durante un buen rato sin que él se diera cuenta. Iba tan ensimismado en sus pensamientos que ni siquiera tuvo la decencia de hacerse a un lado todas las veces que la gente cruzó en su dirección. Al cabo de un par de minutos nos adentramos en una callejuela con el alumbrado mucho más tenue, señal de que nos estábamos alejando del centro del barrio. Miré brevemente hacia atrás para comprobar que Farlan y Levi me habían seguido la pista. Ellos, efectivamente, continuaban varios metros detrás de mi posición. Entonces Collard se acercó a un portal y sacó unas llaves de su zurrón. Justo antes de que él pudiera entrar, logré acercarme lo suficiente como para inmovilizarlo y que Farlan le quitara las llaves de las manos. Mi compañero abrió la puerta en su lugar y empujamos a aquel hombre hacia adentro con suma rapidez.

Lo demás fue sencillo: no opuso resistencia cuando lo atamos a la silla, ni cuando lo maniatamos, ni mucho menos cuando Levi comenzó a zarandearlo mientras lo amenazaba para que respondiera con sinceridad a nuestras preguntas. Sin embargo, aquel tipo no estaba dispuesto a hablar tan fácilmente, se trataba de alguien duro de roer.

—Te estamos dando la oportunidad de confesar sin que sufras ningún daño, Collard —masculló Farlan—. Yo que tú la aprovecharía. No nos andamos con chiquitas.

Pero aquel hombre siguió negándose a darnos la mínima información.

—No tengo ni idea de la tarea de la que me habláis —le respondió seco—, por lo que tampoco podré daros contestación, malditos capullos.

—Basta, escoria —dijo entonces Levi con sus ojos de hielo clavados en los de nuestro preso, se acercó hacia él dando pasos lentos—. Si este bastardo no habla por las buenas, lo hará por las malas. No hay mejor disciplina que el dolor.

Así fue como llegó el momento de que realizáramos un trabajo al que nunca nos habíamos enfrentado antes: torturar a alguien. Discutimos brevemente sobre cómo lo haríamos y acabamos optando por arrancarle las uñas con unos alicates. Levi y Farlan se sentaron en unos taburetes justo enfrente de él, yo me limité a apoyar la espalda en la pared de aquel salón dejándoles el trabajo sucio a mis compañeros, que parecían tener ganas de comenzar.

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora