CAPÍTULO 9

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Llevaba un buen rato caminando entre las calles de la ciudad subterránea y me sentía extrañamente pequeña. Todo el mundo era mucho más alto que yo y avanzar me costaba más de lo normal. Caminaba y caminaba hacia las profundidades de aquel lugar, y todo era cada vez más frío, cada vez más oscuro, aunque habría reconocido la calle en la que transitaba incluso con los ojos cerrados. Me sabía ese lugar de memoria, como quien conoce el camino hacia el mismísimo infierno.

En la siguiente escena por fin pude verme a mí misma reflejada en uno de los cristales de una taberna en la avenida principal del barrio; yo, sin embargo, apenas era una sombra. Volvía a tener ocho años y llevaba un vestido hecho de harapos que empezaba a quedarme pequeño. Mi rostro languidecía y se me marcaban los huesos de los pómulos. Dos grandes ojeras de color alarmantemente violeta enmarcaban mis ojos y los labios se me habían agrietado por la sed. Agarraba con la poca fuerza que me quedaba en las manos un cuenco vacío, desesperada por que alguien me diera unas simples migajas de pan.

Así que ese era el momento. Ahí estaba yo, de nuevo, frente a frente con la pena tras la muerte de mi madre, aferrándome como una garrapata a la vida, al hambre, a cualquier atisbo de esperanza bajo las cenizas. Me apoyé en el cristal de la taberna y contemplé la estampa en su interior. Bajo la luz amarillenta de unas cuantas velas, se congregaba una numerosa cantidad de chusma. Decidí reunir valor, o más bien imprudencia, y me adentré en el bar. Vi acompañadas cada una de mis respiraciones por un nuevo sentimiento de terror, de hambre, de arrolladora pena y súplica. En cuanto dejé la puerta atrás, varias de las personas que había dentro del local se giraron hacia mí y distinguí en sus rostros una mueca de evidente desaprobación.

—Se te ha vuelto a colar una chiquilla pedigüeña en el bar —masculló un hombre enjuto dirigiéndose al dueño del local, que se encontraba tras la barra.

—Echadla ya, por Dios, o me hago una sopa con ella —murmuró una señora desde una de las mesas.

—¡Como no vayas a hacer caldo con los huesos! —gritó otra alzando un barril de cerveza en el aire—. Porque chicha le falta.

El dueño del local se acercó hacia mí y suspiró cansado. Alcé entonces la mirada, no sé cómo me atreví, y con un hilo de voz supliqué:

—No tengo comida, nano no sale de casa...

Cerré pronto los párpados porque aquel señor me lanzó de un empujón hacia la salida.

—Aquí todos nos morimos de hambre —me dijo—. No puedo ayudarte.

Entonces palidecí. Intenté zafarme de su agarre, anclarme al suelo y no moverme del sitio, pero yo era un minúsculo saco de huesos a su lado y él era un hombre fornido. Dando traspiés volví a encontrarme en la avenida, sola, aterrada, con el mismo cuenco vacío entre las manos con el que había entrado en la taberna. Eché a andar nuevamente, más desesperada que antes, con los ojos cristalizados y sorbiéndome los mocos. Los pies me dolían y estaba terriblemente débil. Mi abuelo y yo necesitábamos comer y él todavía no se movía de la cama desde que mi madre había muerto. Era mi trabajo encontrar comida cuanto antes. Me conformaba con cualquier cosa. No me importaba qué llevarme a la boca, tan solo deseaba que el hambre cesara de una vez por todas y el rugido de mi estómago no volviera a incordiarme nunca más.

Me senté en el suelo y esperé. No supe exactamente a qué pero esperé. Las ampollas de los pies se me habían vuelto a abrir y no podía seguir soportando el peso de mi cuerpo. Incluso famélica y agotada, seguía aferrándome al cuenco vacío que sujetaba entre las manos. Quizá alguien se apiadara de mí y me diera algo de comer.

Pasaron distintas personas en la avenida durante aquellos minutos. Ningún individuo me llamó especialmente la atención hasta que la vi. Era una mujer que rozaba los cincuenta y cargaba eon un cesto lleno de panes, bollos y empanadas. El aroma a panadería me despertó y aquello fue mi renacer. La canasta estaba tan llena que algunas de las delicias amenazaban con caerse al suelo. Solo bastaba un simple empujón, un traspié, un tonto tropiezo y con suerte ni siquiera se daría cuenta de que una parte de la mercancía se precipitaba al asfalto.

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora