CAPÍTULO 4

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Desde aquel día dividí las jornadas en practicar con el equipo de maniobras, visitar el mercado y cuidar a mi abuelo. Todavía no había empezado a usar el equipamiento para los hurtos y ya estaba empezando a preocuparme la cantidad de gas que seguiría disponible para cuando llegara el momento. De nada me serviría esa supuesta ventaja si finalmente no podía usarla. A menudo intentaba imaginar maneras de conseguir más gas, pero no se me ocurría ninguna forma de lograrlo. Los únicos con acceso al suministro de los tanques eran, por supuesto, la policía militar. Al fin y al cabo el gobierno contaba con ellos: eran oficiales a los que debían abastecer de combustible regularmente si querían que siguieran patrullando el subterráneo. Tras muchos quebraderos de cabeza, intenté no pensar más en ello.

Esa misma tarde había encontrado un hueco para ver a algunos de los compañeros a los que hacía tiempo que no veía. Ben y Gala llevaban siendo amigos míos desde que tenía uso de razón y siempre habíamos podido contar los unos con los otros. Ellos sobrevivían aquí abajo del mismo modo en que yo lo hacía y a menudo recolectábamos juntos. Sin duda eran de mi confianza y personas a las que les debía mi más sincera lealtad.

Mientras me dirigía al lugar acordado, noté el aire extrañamente espeso y me invadió la corazonada de que algo malo sucedería aquel día. El ambiente de la ciudad subterránea era plácido de la manera más siniestra que había experimentado nunca, como la calma que precede a las tormentas. Normalmente era yo quien llegaba antes de tiempo a las reuniones, pero aquella tarde distinguí el enmarañado pelo azabache de Gala en cuanto doblé la esquina de la avenida principal y vi que el castaño también estaba a su lado. Su presencia confirmó la sospecha de que algo malo había ocurrido.

—¿Qué sucede? —inquirí de la forma más serena que pude en cuanto llegué hasta ellos.

Ben agachó la cabeza y apretó los puños.

—Es Yan, mi hermano —musitó abatido—. Creemos que sus piernas están empezando a fallar.

Sus palabras me helaron la sangre y permanecí inmóvil. Hacía tiempo que no nos veíamos y ahora me daban una noticia difícil de digerir. Gala profirió un gemido ahogado y yo tomé aire. A menudo los habitantes de la ciudad subterránea sufrían debilidad en las extremidades por la falta de luz solar. Se nos había hecho habitual ver por la calle a gente tendida en el suelo sin posibilidad de movilizarse. Lo que jamás habría esperado era que el hermano de Ben empezara a dar señales de posible deterioro siendo tan joven. Yan era tan solo tres o cuatro años mayor que nosotros, no más.

—Debéis verlo —volvió a decir Ben.

—Llévanos con él —pidió Gala.

Anduvimos deprisa entre las calles de la ciudad subterránea. Me noté inusualmente nerviosa, sin poder asimilar las novedades. El trayecto no era especialmente breve pues Ben y su hermano vivían en una casa en un barrio lejano a la zona en la que vivíamos Gala y yo, pero ese día se me hizo especialmente eterno llegar hasta allí.

Entramos por la pequeña puerta principal y recorrimos el estrecho pasillo de su casa hasta detenernos frente a la habitación de Yan. Tras unos segundos de espera, finalmente Ben abrió la puerta de la estancia. Su hermano mayor estaba tumbado en la cama y lucía tranquilo a pesar de su supuesto deterioro. Ambos hermanos se caracterizaban por guardar la calma en los momentos más difíciles. Era ya un rasgo habitual de los ladrones del subterráneo. Lo que les diferenciaba de los demás era, sin duda, que los dos tenían el mismo rostro inocente y un corazón bondadoso, características inusuales aquí abajo que yo valoraba sobre todo lo demás. Me pregunté entonces por qué las calamidades castigaban siempre a los más puros.

—Habéis venido —dijo al vernos.

Gala se acercó a él.

—Yan —musitó—, ¿cómo estás?

EN EL SUBTERRÁNEO  || Levi AckermanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora