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Parecería un cliché total, pero así ocurrió...

Las calles de Liverpool se veían gravemente inundadas por las inmensas ráfagas de lluvia del mes agosto. Las noticias no decían otra cosa más que permanecieran en casa y se asegurasen de cubrir puertas y ventanas para que el agua no entrase a los hogares.

La respuesta fue nula para una de esas personas, quien necesitaba con urgencia llegar a ese lugar, a ese sitio, a aquel edificio que era totalmente gris con paredes partidas, ventanas cubiertas de madera algo hinchada por el agua de las tormentas que se metían, las puertas de un metal oxidado, pero que aún así, pareciendo un castillo de terror, habitaban muchos niños huérfanos, niños que merecían una casa y padres.

Esta persona revisó todo; pañales, biberón, una tarjeta con poco dinero y una carta en la que se explicaba todo sobre la salud del bebé. Tan pronto como llegó, se acercó a la puerta y echó un vistazo.

Sus ojos se empañaron, pero tomó un respiro profundo.

—Perdón, perdón.

Se repetía una y otra vez. Los ojos del pequeño bebé le quebraron por dentro así que decidió tapar con la manta al bebé con cuidado de no asfixiarlo y colocó el paraguas.

—Mierda, mierda.

Inhaló profundamente y mientras oprimía el timbre exhaló. Fue ahí cuando decidió correr de ahí, huyendo de lo que era suyo, de lo que tanto había pedido, ahí lo dejaba.

Sus pies se mojaron, sus hombros, su cabeza, su cuerpo, todo aquello producto de la lluvia y sus mejillas, acompañadas de la tormenta, también estaban empapadas por sus lágrimas juveniles.

¿Que podía hacer? Solo tenía veintidós años.

Con las pocas libras que le quedaban pidió un taxi y se largo, se fue y dejó a su hijo en aquel lugar solitario, tan deprimente.

—Perdóname, perdóname.

Se repetía una y otra vez golpeando sus muslos. Y tras los años seguía pidiendo perdón.

°°°

—¡Papá!

Julián corrió de inmediato a la sala por su mochila quejándose entre murmullos de lo lento que era su papá.

—¡Ya voy! Dame un momento, estoy buscando las llaves.

Paul se apresuró bajando las escaleras y también se dirigió a la sala.

—¿¡No las tienes listas!?

—¡Si!

—¿Entonces donde están?

—Pues no sé.

Julian ayudo a su papá. Levantaron los cojines del sofá, levantaron el sofá completo, buscaron por debajo de la alfombra hasta que Julian resopló con molestia o ironía.

—Papá, las tienes en la bolsa.

Paul palpó sus bolsillos delanteros y saco las llaves. Ambos se miraron serios, pero luego se rieron.

—Ay, papá.

—Perdóname hijo, ya estoy viejo.

—Apenas tienes treinta y ocho. —Ambos se movieron a la salida entre tropezones.

—Pues muy buenos. Sube al auto, voy a cerrar la puerta. —Le lanzó las llaves.

•Two Lads• •McLennon•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora