Capítulo 10: MILEY

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No podía hacer nada más que no fuera pensar en sus labios, en ese roce de nuestras bocas, en sus palabras, en ese «quiero besarte» porque yo también quería. Quería probar sus labios, probarle a él, saber cómo sería tener su boca contra la mía..., pero no podía.

Él ya lo había dicho: «no quiero meter la pata», y yo tampoco.

Hazlo, ¿qué puede salir mal?

¿Y qué podía salir mal? Todo, absolutamente todo.

Adriel era un chico completamente diferente a los que había conocido, tenía una manera de mirar la vida y unas ideas que me hacían plantearme todo, hasta una simple mota de polvo.

No paraba de darle vueltas a él y a mí, a este nosotros que comenzaba a formarse... Ese nosotros que había brotado de repente, sin avisos ni esperas, y eso era lo que temía, aparte de que éramos tan distintos el uno del otro.

Yo era una patinadora sobre hielo de las que salen a la pista y el público empieza a gritar y a aplaudir, una que vive rodeada de cámaras y entrevistas, una que se ha hartado de esa vida y que quiere cambiarla por una vida lejos la fama, el dinero, la monotonía y salir a la calle con una sonrisa de verdad, no con una falsa o forzada.

Y luego estaba él, Adriel. Un chico que fumaba, que se peleaba y participaba en carreras ilegales, alguien que no seguía las reglas impuestas por la sociedad y también, una persona que en sus ojos reflejaban tantos secretos, tanto daño y dolor, y a la vez tanta insensibilidad. Pero eso solo era la cubierta, lo que dejaba enseñar a las personas que empezaban a acercarse a él.

Yo había descubierto más que las demás personas, había visto esas heridas que tenía grabadas en su cuerpo y alma. Y quería ayudarle, saber sobre esas heridas y como se crearon, conocerle... porque él me provocaba algo en mi interior, me hacía sentir esos nervios que tenía antes de salir a patinar y me atraía por todas las cosas que me había mostrado.

Suspiré y me levanté del sofá para ir a la cocina a desayunar, ya que eran las once de la mañana y no podía dormir más a pesar de haberme acostado a las cinco de la mañana por culpa de lo que me había provocado Adriel.

Abrí el frigorífico y cogí la caja de leche junto con las cerezas, eché la leche en la taza y me senté encima de la encimera mientras comía las ricas cerezas.

Escuché unos pasos provenientes del pasillo y todos mis músculos se tensaron al ver a Adriel con su pelo negro despeinado, tapándole un poco sus ojos azules con dos medialunas de bajo de estos, diciendo que no había dormido mucho o que se había pasado la noche en vela.

—Maldito dolor de cabeza —susurró.

Abrió la nevera y miró lo que había para prepararse un desayuno, haciendo que todos los músculos de su espalda se contrajeran y como no llevaba camiseta pude ver todo su torso y espalda llenos de golpes que empezaban a borrarse y esa gran cicatriz que le recorría casi toda la espalda hasta el pectoral derecho.

Bostezó mientras echaba un poco de leche en su vaso y se lo bebió todo del tirón.

—¿Dormiste en el sofá? —me preguntó con la voz ronca, mirando los cojines acomodados y la manta.

—Si.

Me miró, confuso como si no supiera porque hice eso.

Nuestras heridasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora