Pesadilla 🌙

288 19 0
                                    


"Tras un mal sueño, Gustabō se refugia en su único lugar seguro: Hōracio"


Gustabo se despertó de golpe en su cama dando grandes bocanadas de aire tratando de recuperar el aire perdido.

Su camiseta estaba empapada de sudor adhiriéndose a su tórax, era asqueroso y sucio.

Le dolía todo el cuerpo y sentía mucho frío, un viento infernal le calaba los huesos erizado sus vellos y provocando que sus manos temblaran, o tal vez eso se debía a la terrorífica pesadilla que lo había despertado.

Después de volver de Marbella, Horacio lo había arrastrado fuera de su caravana y lo obligó a vivir con él. Era extraño, incluso antes de ir a España, Horacio se negaba a dejarlo solo.

Y desde ese momento, la misma pesadilla lo atormentaba casi todas las noches. Era tan vívida que, por momentos, pensaba que esa pesadilla era la vida real:

Estaba en el mar, hundiéndose poco a poco sin poder moverse. La presión oprimía su cuerpo y la oscuridad lo envolvía impidiéndole ver nada; el agua llenaba sus pulmones ofreciéndole un punzante dolor que permanecía incluso estando despierto. Y, pese a que sólo pasaban unos minutos en la vida real, era como estar horas, días incluso, atrapado en el fondo del mar. Lo peor de todo era escuchar la voz de Horacio llamándolo, gritando, suplicando que volviera. Lo estaba buscando.

Sentía su agonía en cada palabra que pronunciaba y penetraba en su cerebro como una bala.

No importaba cuanto quisiera ir corriendo hacia aquella voz que lo llamaba, no podía, estaba paralizado y condenado a pasar su eternidad en aquella gélida agua.

El sueño terminaba en el momento en que el agua se fumaba y se veía reemplazado por el sol que le pegaba en la cara acompañado de la voz temblorosa de una mujer que pedía ayuda entre leves sollozos anunciando que había encontrado un cadáver.

Trago saliva pesadamente y sacudió la cabeza intentando olvidar aquel sueño. Su garganta se encontraba seca a diferencia de sus ojos que comenzaban a nublarse por las lágrimas, tomó un vaso de agua al lado de su cama y bebió su contenido de un trago, el líquido fresco fue como una bendición a su garganta.

Con piernas temblorosas se levantó y cambió su camiseta por una limpia sintiéndose un poco mejor, sin embargo, no quería volver a acostarse, sentía que si lo hacía, volvería a hundirse en aquella oscuridad eterna.

Como un niño pequeño corriendo a la habitación de sus padres una noche de tormenta, Gustabo recorrió el oscuro pasillo hasta llegar a la habitación de Horacio.

Sabía que podía ser patético de su parte pedir asilo en la cama de su amigo, pero lo necesitaba. No podía aguantar más aquel nudo en su garganta y las infinitas ganas de ponerse a llorar, sabía que con sólo sentir la presencia de Horacio se calmaría.

A ciegas, logró encontrar la perilla y abrir la puerta intentando ser lo más silencioso posible.

—¿Horacio? —susurro asomando su cabeza.

A través de la leve luz que se colaba por la ventana, pudo ver a su amigo durmiendo plácidamente.

Lo llamó de nuevo un tanto nervioso a que no despertará y se viera obligado a volver a su cuarto. Sin embargo, Horacio pareció despertar con un sonido gutural levantando levemente su cabeza de la almohada.

El de cresta escruto entre las sombras vislumbrando una figura humana, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad supo quién era.

—¿Gustabo? —al ver lo adorable que se veía despeinado, sonrió—. ¿Qué pasa?

Gustabo no contestó de inmediato y jugó con su pie encontrando el valor necesario para realizar su pedido.

—¿Puedo dormir contigo? —murmuró un tanto avergonzado—. No puedo dormir.

El moreno lo miró unos segundos con tristeza, sabía que mentía, no eran pocas las veces que lo escuchaba gritar o murmurar súplicas entre sueños.

No sabía si Gustabo era consciente de eso y pese a que todas las noches ansiaba irse a dormir con él, no quería incomodarlo, sabía que debía darle su espacio y no agobiarlo. Pero por fin esa noche, podría calmar el intranquilo corazón de su compañero de vida.

Alzó la sábana que cubría parte de su cuerpo en una invitación silenciosa para que Gustabo fuera con él.

El mayor, casi corriendo, se metió a la cama siendo recibido por los robustos brazos de Horacio, quien lo pego a su pecho desnudos brindándole el amor que le faltaba.

—Eres tan chiquito —farfulló Horacio encantado abrazándolo más—. Me gusta eso de ti —susurro en su oído.

De inmediato, Gustabo colocó las manos en su pecho para alejarlo, más que nada porque Horacio sólo tenía ropa interior puesta y sus pieles se tocaban demasiado.

—Eh, eh, eh. Que de un golpe te dejó en el suelo, tío. Estoy mamadisimo —gruñó enseñando los dientes.

Pesé a tener miedo, se negaba a dejar que Horacio pensara que era débil o a cederle el control. Gustabo necesitaba ser quien controlaba cada situación, era una forma de sentirse seguro.

—Ya, no te lo niego —admitió. Lo había visto desnudo, conocía sus músculos y su tonificado abdomen—. Pero sigues siendo bajito.

—El que tu seas un puto poste de luz no es mi culpa —gruñó a la defensiva—. Cuando éramos niños yo era más alto que tú.

Aún podía recordar al pequeño infante de cabello castaño que se encontró un día abandonado en una banca, mucho más pequeño que él, mucho más indefenso. Por un par de años fue más alto que Horacio, pero de un día a otro, el de cresta pegó el estirón y lo superó con creces.

Hundido en sus recuerdos, exhaló todo el aire que, sin darse cuenta, retenía en sus pulmones. Horacio acariciaba su cabeza con parsimonia brindándole una calma indescriptible e inmediata.

Por instinto, buscó sus luceros bicolor los cuales lo miraban atentamente regalándole todo el amor que nadie más le dio. La soledad abrumadora que lo invadía desapareció siendo reemplazado por un cálido sentimiento.

—¿Sabes que puedes decirme cualquier cosa, Gustabo? —susurro—. Tus miedos, tus esperanzas... todo lo que quieras, yo lo escucharé.

El rubio se mantuvo en silencio y cerró los ojos concentrándose en las caricias del menor, quien suspiro resignado. Gustabo nunca le diría nada de sus pesadillas ni tampoco de sus miedos. Necesitaba ser paciente y esperar a que su amigo decidiera hablar con él, por lo mientras, se aseguraría de acompañarlo y de no dejarlo solo nunca más.

—¿Recuerdas cuando me defendías de los bravucones? —comentó Horacio con una sonrisa intentando cambiar de tema—. Incluso cuando te superaban en número, nunca dejaste que se metieran conmigo.

El mayor, entre risas, rememoró las palizas que le brindaba a chicos más grandes que él con un bate como su fiel ayudante.

Ambos olvidaron que debían dormir y hablaron durante un buen rato dejando atrás el miedo y la impotencia, solo Horacio podía consolarlo con un par de palabras.

—Quieto. Me hace cosquillas tu cabello —murmuró intentando apartar al más alto cuando este se había acurrucado en su pecho dejando que su cresta acariciara la piel de su cuello.

—¿Tienes cosquillas?

Molestándolo, Horacio enterró sus manos en los costados del rubio provocándole cosquillas. Gustabo, sin poder dejar de reír, intentó quitárselo pero, como una garrapata, Horacio se aferró a su cuerpo sin intenciones de dejarlo ir.

Decidido a no dejarse ganar, Gustabo lo encaró y comenzó a hacerle cosquillas también.

Rodaron por la cama forcejeando con el otro hasta acabar con el rubio sentado en la cadera del menor. Gustabo sonrió triunfante al ver que tenía el control.

Ambos estaban jadeantes y cansados, Horacio estaba demasiado ocupado buscando aire como para quitarse a su amigo de encima pese a que podía hacerlo fácilmente.

—He ganado —admitió victorioso con una sonrisilla triunfal.

El menor rodó los ojos e hizo un puchero, el cual desapareció casi de inmediato pues Gustabo se acomodó en su asiento improvisado.

—S-si... Ganaste tu, ahora bájate de encima –se apresuró a decir sin atreverse a mirarlo a los ojos.

Creyendo que aquella era una clara señal de que estaba enfadado por perder, Gustabo se atrincheró en su asiento negándose a bajar.

Inocentemente, se removió en su lugar pegando su cuerpo aún más al de Horacio, de esta forma, aunque intentará quitarlo de un empujón, no cedería tan fácilmente.

—¡Espera, Gustabo. ¡No te muevas!

Pensando que le molestaba, entre risas, movió aún más su cuerpo de manera circular y dando pequeños brincos.

Y aunque podía quitarlo si lo intentaba, Horacio se limitó a morderse la lengua para evitar soltar algún gemido. Por alguna razón estaba complacido de los movimientos de Gustabo, los cuales dejaron de ser un juego para él desde minutos atrás. Tenía una imperiosa necesidad de sentir el cuerpo del mayor contra el suyo, quería más.
B

Gustabo, una vez vio cómo su amigo dejaba de quejarse, se detuvo para contemplar la expresión de Horacio, una que había visto en un par de ocasiones.

Su rostro estaba completamente rojo, apresaba su labio inferior con sus dientes de una manera muy erótica y sus ojos estaban oscurecidos por la lujuria, una visión tan malditamente morbosa que recorrió todo su cuerpo como una corriente eléctrica.

—¿Horacio?

Fue cuando noto algo duro escondido en la ropa interior de su amigo rozando peligrosamente con su propio miembro.

Se sintió como un estúpido al analizar sus acciones y darse cuenta de lo que estaba haciendo segundos atrás.

—Ah... Gustabo —gimoteo cubriendo su rostro con el antebrazo–. N-no pude evitarlo, ¡soy una persona, respondo ante estímulos!

El ambiente había cambiado radicalmente pero por alguna razón, ninguno se sentía incómodo, era como si hubieran estado esperando ese momento toda su vida.

Una oportunidad que se les ofrecía en bandeja de plata y que ninguno estaba dispuesto a perder.

La boca de Gustabo se secó, su respiración se aceleró. Un intenso cosquilleo recorrió su vientre con cada segundo que pasaba observando la excitante mueca que Horacio tenía pintada en la cara, quien le devolvía la mirada de una manera igual de intensa y ardiente, como si estuviera retándolo a continuar.

—Eres un guarro. Mira lo duro que estás. ¿Te gusta esto?

Meneo su pelvis en movimientos circulares e inclinó su cuerpo para adelante rozando ambos miembros.

El menor cubrió su boca con su antebrazo, no sabía si el rubio era consciente que estaba jugando con fuego, pero, cuando sus orbes se encontraron de nuevo supo la respuesta. Sus boxers se volvieron más ajustados.

Ayudándose con sus piernas, Horacio empujó su cadera hacia arriba en busca de más contacto. Sentir la polla de Gustabo contra la suya era demasiado estimulante.

Gustabo sonrió antes de alejarse, le abrió las piernas y se puso entre ellas colocándolas a los lados de su cintura para permitir mayor acceso. Su ingle logró tocar con el trasero de Horacio, quien ahogó un jadeo involuntario.

—¿Esto es lo que quieres? —preguntó burlón sin dejar de moverse. Su miembro ya había comenzado a despertar.

Horacio enterró las manos en las pulcras sábanas, ver aquella faceta de Gustabo, que sólo le mostraba a él, era como un maldito afrodisíaco.

—Te quiero a ti... follame —susurro más como un suplico que una petición.

Ninguno tenía intención de retroceder, ambos lo querían y se deseaban mutuamente. Ni siquiera sabían cómo llegaron a esa situación pero no importaba.

La erección de Gustabo seguía presionando a través de sus holgados pantalones contra la entrada cubierta de Horacio, quien comenzaba a gimotear desesperado.

Sentía su ropa interior mojada por el líquido preseminal, el cual desbordaba y resbalaba hasta su ansiosa entrada que solo quería engullir la hambrienta polla del rubio.

—Gustabo —canturreó—. Deja de torturarme y haz algo ya.

—Eres tan impaciente —se burló sacando la lengua.

Cansado de sus juguetes, lo jalo de la camiseta quedando frente a frente, peligrosamente cerca.
Sus alientos se mezclaron y sus labios se rozaron. Ambos jadearon en contra del otro sintiendo la temperatura de sus cuerpos elevarse a niveles infernales ante aquella deliciosa cercanía.

Tímidamente, Horacio se atrevió a dejar un suave toque de sus labios contra los del rubio.
Al no recibir ningún rechazo, lo tomó de la nuca y lo acercó suavemente juntando por fin sus carnosos labios con los suyos.

Al principio quietos, los dos comenzaron a moverse en busca de saborear la boca del otro. Un beso lento, sin prisa y lleno de paciencia y, sobre todo, sentimientos que ninguno podía admitir en voz alta pero daban a conocer con una acción tan simple como esa.

Las manos callosas de Horacio apretaron ligeramente sus cachetes y se apresuró a adentrar su lengua en la boca de Gustabo, quien tenso su cuerpo pero de inmediato se relajó al redescubrir aquella deliciosa sensación proveniente de la boca del menor. Tan dulce, tan adictiva.

Se tomaron su tiempo en degustar y explorar al otro, las manos traviesas de Gustabo acariciaron el torso ajeno apretando de vez en cuando sus jugosos pectorales que lo tenían maravillado.
Horacio aprovechó para quitarle la camiseta y recorrer con la punta de los dedos sus tatuajes y las cicatrices que tenía impresas en la piel.

Poco a poco perdió el raciocinio y en un arranque de locura, tomó la mano de Gustabo para ponerla sobre su miembro ya erecto.

—Mira lo que me hiciste —musitó contra sus labios—. Me la pones muy dura, Gustabo.
Ya no había vuelta atrás.

El rubio ejerció presión sobre la zona envolviendo su miembro por completo subiendo y bajando la mano disfrutando los leves quejidos de, ahora y por esa noche, amante.

—En compensación, te complaceré todo lo que quieras.

Metió la mano dentro de su ropa interior logrando que Horacio diera un respingo y arqueara la cadera en busca de más contacto.

La mano del mayor se deslizó hasta sus perfectos glúteos, apretó uno de ellos antes de aventurarse en medio de estos encontrando su agujero rosado.

Con su pulgar presionó el fruncido lugar notando la humedad del líquido preseminal.

—Veo que estás preparado.—La sensible zona se notaba flexible y caliente—¿Te estabas divirtiendo antes de que yo llegara?

—Nunca viene mal divertirse solo.

Lo obligó a darse la vuelta sujetando su trasero para alzarlo, Horacio, gustoso, enterró firmemente sus rodillas en el colchón y alzó más la parte posterior de su cuerpo ofreciéndole silenciosamente a Gustabo todo lo que quisiera hacerle.

El rubio masajeó sus redondas nalgas con empeño deleitándose de lo pomposas que eran. Las estrujo hasta dejar sus manos marcadas en ellas, Horacio sólo pudo suspirar gustoso.

Sin avisar, le bajó la ropa interior de golpe liberando su ansiado miembro, quien suplicaba atención urgente.

El rostro del menor se tornó rojo hasta las orejas al quedar completamente expuesto en frente del rubio, quien no parecía tener pudor alguno.

Gustabo separó su trasero con ambas manos encontrándose con su pequeña entrada.

Acumulando saliva en su boca y asegurándose de que su lengua estaba completamente húmeda, acercó el músculo sin hueso a su cavidad trasera.

El primer lengüetazo lo hizo estremecer y arquear la espalda. No le dio tiempo a reaccionar cuando Gustabo comenzó a introducir su lengua.

No pudo hacer más que gemir dulcemente cuando él rubio metía y sacaba la lengua para después delinear los pliegues de ese lugar tan privado. Sentía su lengua abarcarlo completamente, obnubilándolo, tan húmedo y tan delicioso.

No recordaba la última vez que le cometieron el culo con tanta devoción.

Incluso cuando su miembro no era tocado, pudo sentir un remolino de sensaciones en su vientre bajo señal de que iba a correrse.

Con voz entrecortada, se lo hizo saber a Gustabo, quien paró de inmediato ganándose una mirada enojada por parte de su amigo.

—Voltéate y abre las piernas —susurró con voz ronca provocando que el pene de Horacio palpitara deseoso, aquella voz que empleo, lo hacía querer cumplir cada palabra que saliera de su boca.

Obedeció sin chistar invitando con la mirada al mayor a adentrarse entre ellas, quien aceptó encantado pasando la yema de sus dedos por el largo de sus muslos. El cuerpo de Horacio era realmente precioso.

Sujetó sus fornidas piernas y las colocó encima de sus hombros sin despegar la mirada del delicioso desastre que era Horacio: pequeñas gotas de sudor cubrían su morena piel, su rostro estaba igual que un tomate y su boca se encontraba ligeramente abierta soltando suspiros. Pasó la lengua por sus dientes ante el primoroso banquete que estaba apunto de probar.

—¿Qué tanto me ves? —preguntó el de cresta.

—Nada, pensaba en lo mucho que te pesan las piernas. Me acalambras los brazos —dijo burlón.

—Ya te dije que eres pequeño, yo no tengo la culpa de que no seas fuerte —lo pullo enseñándole la lengua. Y, francamente, le encantaba que fuera pequeño. Sus brazos podían abarcar todo su cuerpo al abrazarlo y le daba la sensación de que podía protegerlo de esa manera, que podía retenerlo e impedir que se fuera otra vez de su lado.

—A callar —gruñó antes de inclinarse y robarle un beso—. ¿Estás listo?

Horacio asintió frenéticamente impaciente por comenzar, recibida la señal, Gustabo dejó caer una bondadosa cantidad de saliva sobre su falo cubriéndolo en su totalidad.

Con una mano alineó su miembro en la entrada de Horacio mientras la otra permanecía en su cadera para mantenerlo quieto.

Insertó la punta con cuidado descubriendo con sorpresa que entró fácilmente, estaba dilatado pero no demasiado, debía ser cuidadoso.

Conforme introducía su pene, Horacio se retorcía debajo de él sintiendo como se abría pasó en su interior, sin duda era mil veces mejor que todos sus dildos.

Lo hundió hasta la empuñadura, sus músculos estaban muy tensos, necesitaba relajarse y acostumbrarse. Se sentía tan apretado en su interior y sobre todo: muy caliente. Su pene era abrazado completamente por las viscosas paredes de su amante.

—¿Te duele?

—M-muévete.

Sacó casi por completo su miembro dejando solo la punta dentro antes de embestir duramente, Horacio no pudo hacer más que gemir y abrir más las piernas para que entrará mejor.

Gustabo inició un exquisito vaivén con su cadera y, decidiendo hacer gozar a su compañero de vida, retiró su pene y lo acomodó de forma que se insertará un poco hacia arriba.

Enterrando sus dedos en su deliciosa piel, entró de golpe de nuevo dando de lleno en su próstata. Horacio chillo y sus ojos se cristalizaron ante la sorpresa.

—¡Dios, es ahí!

Empezó con embestidas lentas pero precisas y profundas, poco a poco aumentó el ritmo hasta el punto de moverse con fiereza maltratando el punto dulce de Horacio, quien, entre gemidos, le hacía entender que no le diera nada inferior a eso.

El menor abrazo con las piernas la cintura de su amante y se unió al vaivén permitiendo que entrara mucho más profundo, si es que era posible, convirtiendo la habitación en una sinfonía de gruñidos, gemidos, y el sonido característico de pieles chocando que sólo lograba excitarlos a ambos.

Sus cuerpos, cubiertos de sudor, parecían moverse solos. Estaban hundidos en un paraíso donde sólo existían ellos dos y el placer, una locura interminable de la que no querían salir.
Gustabo sujeto el grueso miembro de su amante para estimularlo subiendo y bajando la mano fácilmente gracias al líquido transparente que no dejaba de salir de la punta del pene.

Horacio enterró las uñas en sus brazos, extasiado, borracho de placer. Balbuceaba completamente perdido el nombre de Gustabo, sin duda, el mencionado jamás había oído su nombre siendo pronunciado de una forma tan bella. Quería escucharlo para siempre.

Al sentir un nuevo remolino cerca de su pelvis, Horacio llevó las manos hasta sus pezones apretando y acariciando la aréola incrementando las sensaciones.

—¡Me corro, me corro, me corro! —grito a todo pulmón—. ¡Gustabo!

—Yo también... ¡Joder, Horacio!

Una precisa y bestial embestida lo hizo llegar al clímax casi al mismo tiempo que Gustabo, sus mentes se desconectaron, el placer los bombardeó en forma de un intenso hormigueo que recorrió todo sus cuerpos desde la punta de sus pies hasta la última fibra sensible que tenían en la cabeza.

Horacio lanzó un sonoro grito mientras los espasmos lo sacudían, los ojos se le pusieron en blanco dejando que su próstata siguiera siendo abusada por Gustabo, quien no dejó de moverse en busca de alargar el orgasmo.

Atontados, ambos se quedaron quietos intentando recuperar el aire perdido. El orgasmo duró mucho más de lo normal arrebatándoles la capacidad de moverse correctamente.

Los dos estaban felices, no había nada que pudiera arruinar ese momento. Por fin cumplieron el deseo oculto que tenían ambos de entregarse al otro.

Horacio podía sentir el semen de Gustabo resbalar por su entrada, era mucho, suponía que no se masturbaba con frecuencia.

—Estoy mareado —jadeó el rubio agotado tambaleándose sutilmente.

—Ven aquí —dijo extendiendo los brazos.

Atrapó el cuerpo de Gustabo y lo llevó hasta su pecho apretándolo con fuerza y enterrando su nariz en su melena rubia , se dio cuenta de inmediato que se había quedado dormido en el momento exacto que unos tímidos rayos del sol matutino se reflejaban en las cortinas de la habitación.

Sin duda fue una noche llena de gratas sorpresas que volvería a repetir las veces que Gustabo le permitiera.

Mientras una mano sujetaba al mayor, Horacio jalo una sabana con la otra para cubrir sus cuerpos desnudos.

—Ya es de mañana —susurro para si mismo acariciando el cabello de su amante—. Eres tan olvidadizo... O tal vez no quieres recordar qué día es hoy... pero debo decirlo, quiero ser la primera persona que te lo diga por el resto de nuestras vidas. Dame ese honor, por favor.

Se encargaría de velar por sus sueños todas las noches, no volvería a cometer el mismo error que en Los Santos; no lo dejaría solo esta vez, Gustabo jamás tendría que cargar con los problemas él solo.

Contempló el pacífico rostro del mayor, parecía por fin poder dormir sin señal de alguna pesadilla. Horacio le apartó un par de mechones rebeldes que cubrían su frente antes de depositar un dulce beso en ese lugar.

—Feliz cumpleaños, Gustabo.

Historias Gustacio/PogacioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora