"Él era el único que seguía a su lado..."
— Incluye escenas: soft (muy soft) y 🔞 para los calientes (termina mal)
—⚠️ Referencias a trastornos psicológicos ⚠️
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—¡Para ya, Horacio!
—¿Por qué? Son sólo cosquillas.
El más alto de los amigos estaba casi encima de Gustabo sobre aquella mullida cama haciéndole cosquillas que el rubio no podía soportar, reía a carcajadas intentando quitarse de encima a su amigo.
—¡En serio, jo' puta, me duele el estómago! —grito Gustabo entre risas.
Horacio decidió que era suficiente y lo dejó descansar un momento, el rubio se acostó sobre la cama sintiéndose exhausto.
Era una mañana bastante agradable, después de desayunar una deliciosa comida preparada por el mayor, ambos volvieron a la habitación a tender la cama y terminaron haciéndose cosquillas mutuamente siendo el ganador Horacio quién, una vez vio que su amigo estaba ya relajado, lo cargo como cualquier caballero carga a una princesa sosteniéndolo por debajo de sus piernas flexionadas y rodeando su espalda con un brazo.
—¡Bájame! —ordenó aferrándose a su cuello por instinto.
—Eres tan liviano, ¡un poco más y puedes volar!
Entre risas, Horacio comenzó a girar en su propio eje con Gustabo en brazos, quien se quejaba escandaloso gritando que lo bajara de inmediato. Cuando finalmente lo liberó de su agarre, Horacio comenzó a burlarse de que el mayor era muy pequeño y por ende no podía cargarlo porque era muy débil.
El mayor, con el orgullo herido, quiso que se retractara de sus palabras. Podía cargarlo, pero no de la misma forma que Horacio lo cargaba a él. Gustabo sólo podía cargarlo poniéndolo sobre su hombro como si fuera un costal y eso es exactamente lo que estaba haciendo para demostrar su fuerza.
—¡Para que digas que no puedo! Si yo llevaba tu cuerpo al hospital —dijo casi orgulloso dando un par de palmadas a su trasero.
—Eres tan romántico, Gustabo —se quejó el menor viendo la parte posterior de su amigo—. Imagínate que quieras llevarme a la cama, ¿planeas cargarme así?
—Detalles sin importancia.
El menor soltó una risilla. El día no pudo iniciar mejor, Horacio se convenció a sí mismo que el resto de su día sería perfecto.
Estaba muy equivocado, apenas dio un paso fuera de su casa donde parecía vivir una fantasía, las cosas se pusieron cada vez peor.
××××××
La luna menguante brillando en lo más alto del cielo fue la única testigo de cómo Horacio abrió la reja de aquella costosa casa y, con pasos lentos y arrastrados, camino hacia aquella edificación que se alzaba frente a él.
No podía más. Su mente estaba destrozada recordando todo lo que había pasado aquella tarde: las máscaras vigilando desde la oscuridad; el desagradable aroma que invadía aquella estancia; el olor a mar; los ojos muertos de Willy y su cuerpo tirado en el suelo cubierto de su propia sangre.
Era insoportable. Apretó la mandíbula hasta que la cabeza le dolió. Estaba rodeado de silencio pero podía escuchar a la perfección el eco de los gritos del pasado de todas las ocasiones que había perdido a alguien al igual que ese día. El sonido de las balas rebotaba en su memoria, el que más tenía impregnado en su alma era cuando le disparó a Pogo en la iglesia.
Aún podía escuchar cómo su cuerpo caía al piso de madera de la iglesia y como por un segundo, aquellos ojos azules que tanto amaba lo miraron con odio y desprecio.
Nunca quiso herir a nadie, no quería que nadie muriera, en ese caso, ¿porque le había disparado a la única persona que seguía a su lado?
Rememoró vívidamente la mano cubierta de sangre de Pogo acariciando su mejilla al igual que la ligera sonrisa que le brindó antes de activar el botón para que las bombas explotaran.
Lo último que recordaba de ese día era ver a Gustabo con la ropa adherida a la piel debido al fuego, a su lado estaba Conway con el pecho casi destruido emanando sangrando a montones.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro cubierto de tierra. Ni siquiera recordaba cuando había llegado a su casa, permaneció impasible enfrente de la puerta principal.
No podía parar de llorar ni tampoco podía moverse, sus manos temblaron de la rabia e impotencia que sentía.
La puerta frente a él se abrió con un chirrido bañándolo de una tenue luz blanca.
—¿Horacio? —preguntó la suave voz de Gustabo asomándose por la puerta—. ¿Qué pasó? ¿Por qué lloras?
No pudo abrir la boca sin soltar un leve sollozo, al alzar la vista y encontrarse con los orbes azules de su amigo que lo miraban con angustia, sintió como perdía toda su fuerza y voluntad. Se dejó caer en los brazos del mayor aferrándose a este mientras lloraba sin parar.
Gustabo, vestido únicamente con una camiseta larga, frunció el ceño confundido pero devolvió el abrazo comenzando a acariciar la cresta del menor.
—Supongo que no fue un buen día —susurró el rubio para sí mismo.
El mayor había comenzado a vivir con Horacio desde el Game or Shame. Se mantenía oculto como un ermitaño encerrado en el cuarto que el menor había preparado para él. Era lo único reconfortante que tenía en casa, sabía que había alguien esperándolo.
El chico de cresta dejó caer todo su peso sobre el rubio, quien apenas podía sostenerlo. Se sentía más pesado que en la mañana, no podía cargarlo, así que a rastras y con toda la fuerza que tenía, lo puso sobre su espalda y lo metió en la casa dirigiéndose al baño para quitar aquellas sucias ropas.
Horacio viajaba en el interminable recuerdo de todas las cosas que compartió con Willy: sus aventuras y desventuras, la forma en la que ambos reían y se expresaban con total confianza. Una confianza que Horacio había depositado en una persona después de mucho tiempo manteniéndose al margen con la gente. Esos recuerdos se veían cubiertos por la imagen del cuerpo de Willy lleno de agujeros, sus ojos vacíos pero cristalizados debido a las lágrimas que no pudo soltar.
Gustabo llegó al baño y tiró al menor en el piso de la ducha dejando su espalda recargada contra la fría pared. Le quito la ropa dejando al descubierto su morena piel llena de cicatrices nuevas y antiguas. Sus piernas tenían más heridas de las que recordaba, estaban jodidas.
Gustabo abrió la regadera después de salirse para evitar mojarse, dejó la mampara entreabierta para ver como su amigo se remojaba en el agua. Sus ojos miraban a la nada, como si su alma no estuviera ahí, sólo su cuerpo existía en esa habitación que comenzaba a bañarse del vapor del agua.
Gustabo lo miró fijamente antes de comenzar a pasar la esponja enjabonada por el cuerpo de su amigo.
Horacio no respondía con nada. El rubio suspiro antes de quitarse la larga camiseta que llevaba puesta junto con su ropa interior.
Una vez desnudo entró a la ducha acunando el rostro del más alto entre sus manos.
Lo obligó a mirarlo a los ojos, esta vez el menor pareció reaccionar mientras el agua tibia caía sobre ambos.
—Yo sigo aquí. Estoy aquí, justo enfrente de ti. Y no me iré —masculló Gustabo.
El de cresta cerró los ojos. Las lágrimas que deslizaron por su rostro se confundieron con las gotas de agua mientras unía su frente con la de su amigo. Gustabo continuó bañándolo borrando los rastros de sangre y mugre en su cuerpo. No estaba herido, esa sangre no era suya. La historia se volvía a repetir una vez más.
Al salir de la ducha lo cubrió con una toalla, lo llevó a la cama y lo sentó en la misma posicionándose detrás de él secando su cresta caída. Una vez estuvo seco le puso la ropa interior y dejó que Horacio se tumbara en aquella grande cama que ambos compartían.
Una vez se vistió, se acostó junto a él y casi de inmediato fue rodeado por los fornidos brazos del menor, quien lo apretó fuertemente sacándole el aire de los pulmones.
—No puedo... Ya no puedo —susurró el menor en su oído.
—Si puedes, Horacio. Ya hemos pasado por esto. Lo único que debes hacer es dejar de encariñarte con las personas, soy suficiente para ti, no necesitas a nadie más.
El de cresta se aferró aún más al mayor enterrando su cara en el espacio entre el cuello y su hombro. Gustabo acarició con suavidad la ancha espalda de su amigo depositando dulces besos en su cabeza.
Pese a que su corazón estaba destruido y nada podía repararlo, las acciones del rubio lograron tranquilizar el alma de Horacio. Gustabo lo tocaba y trataba como si fuera una joya preciosa que en cualquier momento podría romperse.
Oculto entre sus brazos, se sintió seguro después de mucho tiempo, quería permanecer ahí para siempre, donde nadie podría dañarlo, donde no sería capaz de hacerle daño a nadie. Donde nadie moriría por su culpa.
—Eres un tonto, Horacio —admitió el mayor—. Te encariñas con ellos, dejas que conozcan todo de ti y te lastiman cuando se van. Te dije que los sentimientos solo te traerían problemas. Odio verte herido por personas que no lo merecen —dijo con voz más ronca de lo usual antes de añadir—: ¿quieres cenar donuts?
—¿Con relleno? —preguntó con un hilo de voz.
—Si, bebé. Y con chocolate también.
—Mejor quédate aquí, conmigo. No te vayas —pidió con voz rota.
Gustabo sonrió antes de cambiar de posición dejando al menor encima de su pecho, quien se acomodó en el mismo a la vez que era rodeado por los brazos del mayor. Su corazón que antes tiritaba, se relajó al escuchar los latidos de Gustabo los cuales se acompasaron con los suyos. Horacio cerró los ojos, amaba oír los latidos del rubio porque sabía que, sin importar el lugar, estaría en casa.
—¿Alguna vez te conté cómo es que casi me atrapa la policía por primera vez? —cuestionó en voz baja intentando cambiar de tema.
—No...
El rubio se aclaró la garganta antes de relatar:
—Fue en tu cumpleaños número trece. Quería que fuera especial así que camine por horas hasta llegar a una pastelería donde vendían postres muy finos. Iba arreglado con mis mejores galas para que no sospecharan. Al entrar observe los pasteles, cuando vi el que mas me gusto lo tomé y salí corriendo como alma que lleva el diablo. La policía ya me estaba buscando unos minutos antes porque había robado en otra tienda tu regalo. Me persiguieron durante un buen rato y estuvieron a punto de agarrarme en par de ocasiones pero eso no me importo, lo único que me preocupaba era que se me cayera el pastel. Gracias a mis amigos del barrio ¿los recuerdas? Pude librarme y llegar a salvo a nuestra guarida con todo lo que había robado para ti.
—Me regalaste un coche a control remoto —recordó con nostalgia—. Estaba muy feliz... Nos comimos el pastel completo. Nunca me puse a pensar en cómo conseguiste todo eso. No sabía que habías pasado por tanto, lo siento.
Gustabo le dio un leve golpe en la frente, Horacio arrugó la nariz y miró molesto a su amigo.
—Si es por ti, no me importa ir a la cárcel. Sabes que te quiero ¿verdad? —dijo con una resplandeciente sonrisa.
—Yo también te quiero. Te quiero mucho.
Gustabo lo pegó más a su cuerpo. Comenzó a tararear una suave melodía. Tararear o cantar frente a Horacio o cualquier persona le daba mucha vergüenza, sin embargo, lo había hecho constantemente cuando eran niños y vivían en la calle. A Horacio le encantaba oírlo cantar, lo tranquilizaba en aquellas noches donde el cielo crujía y se iluminaba con los relámpagos. Aún cuando era bochornoso en la actualidad, lo hizo porque quería calmar a su amigo.
Los ojos de Horacio se aguaron dejándose llevar por aquel bello cántico que Gustabo entonaba. Su voz era hermosa y se dejó acurrucar por esta hasta quedarse dormido.
××××××
Horacio había perdido la noción del tiempo pese a que no pasaron ni dos días desde entonces. Se había quedado en casa acompañado de Gustabo, quien lo cuidaba sin quejarse.
Ninguno de los dos había salido de la casa. Se la pasaban tirados en el sillón de la sala o en la cama mientras Gustabo repartía mimos y besos por todo el cuerpo del menor. La única vez que se paraban era para ir al baño o cuando Gustabo preparaba comida, la cual Horacio se comía a la fuerza a petición de su amigo. No tenía apetito pero tampoco quería hacer sentir mal al rubio al despreciar su comida.
El día estaba nublado y un fuerte viento soplaba fuera de la casa. Acostados en el sillón viendo una película elegida por ambos, Horacio estaba encima del rubio abrazándolo con firmeza mientras este jugaba con los mechones de su despeinado cabello.
—¿Tienes frío? —preguntó con voz suave al notar el cuerpo del menor temblar.
Horacio negó débilmente con la cabeza. Aún así, Gustabo se despojó de su chamarra roja y la colocó encima del cuerpo de su amigo. Este se sorprendió y alzó la mirada, el mayor le regaló una tierna sonrisa antes de trasladar sus manos a sus mejillas apretándolas un poco.
El chico de cresta tomó entre sus manos el rostro del mayor, recorrió sus facciones con la yema de sus dedos intentando grabar sus rasgos por si se le ocurría irse de nuevo. Aunque esta vez se aseguraría de tratar de impedirlo.
Gustabo, sin dejar de sonreír, acercó su rostro al del menor juntando sus frías narices. Horacio aprovechó esto para unir sus labios con los del rubio en un cariñoso beso, no era raro entre ellos darse aquel tipo de afecto y de hecho les gustaba. El mayor comenzó a repartir pequeños besos por todo el rostro del menor sacándole una leve risilla.
Continuaron viendo la película en la televisión, las manos inquietas de Gustabo recorrían todo el ser de Horacio para tranquilizarlo.
Pasaron unos minutos hasta que un sentimiento horrible se adueñó de Horacio, necesitaba llenar su alma de algo. Sabía perfectamente que Gustabo, pese a que lo obligaba a comer, no permitiría que se atacará de comida. Tenía tendencias a consumir todo a su paso cuando estaba deprimido.
Vio a su amigo de reojo y comenzó a devolverle las caricias y a depositar suaves besos en su pecho subiendo hasta su boca, donde apreso sus labios con los suyos de una forma que no fue para nada un beso inocente.
Gustabo correspondió pero dejó de hacerlo una vez noto que las manos del contrario tenían otras intenciones.
—¿Qué haces, Horacio? —preguntó confundido tratando de apartarlo.
—Vamos a hacerlo —susurro pasando sus labios por el cuello del mayor.
—N-no... Espera, tu no estas bien. Estás pasando por una etapa muy difícil.
—Estoy perfectamente, quiero sexo, Gustabo –repitió sin detener sus acciones.
El rubio lo empujó mirándolo con el ceño fruncido. Los ojos del menor brillaban con tristeza.
—¿Seguro que estás bien para hacer esto? —preguntó vacilante.
—Si.
—¿Seguro?
—Si, ahora cállate.
Sin perder tiempo conecto sus labios de forma brusca con los del más bajo, quien lo imitó comenzando a tocarlo con lujuria.
Desde que Gustabo volvió a su vida, tomaron una vieja costumbre que tenían cuando eran adolescentes: consistía en tener sexo ocasional y sin compromiso.
Gustabo, pese a todo lo malvado que podía ser algunas veces, era muy dulce en la cama y se preocupaba mucho por que Horacio lo disfrutara. Horacio adoraba sentirse amado y por eso le encantaba tener relaciones sexuales con su amigo.
Coló sus frías manos debajo del suéter del de cresta ocasionándole un escalofrío. Horacio jadeo antes de posar su mano en la entrepierna ajena comenzando a palpar el miembro flácido del mayor.
Gustabo lo jalo hacia él sentándolo en sus piernas. Sin perder tiempo, Horacio comenzó a mover su cintura de adelante a atrás rozando ambos miembros que poco a poco se pusieron erectos.
Rápidamente el menor bajó los pantalones de chándal de su amigo al igual que su ropa interior dejando libre su miembro que comenzaba a desprender líquido preseminal. Lo tomó de la base e inició un lento vaivén sobre el falo del rubio. El dueño de este consiguió levantar el suéter gris de su amigo frotando sus rosados y erectos pezones, los cuales atrapó entre sus dedos levantándolos ligeramente y retorciéndolos sacándole varios gemidos a Horacio.
Prosiguió a deshacerse de su propia ropa de cintura para abajo y colocó su trasero encima del glande del rubio.
—Déjame prepárate —masculló el mayor.
—No, así me gusta —murmuró antes de sentarse sobre su polla ahogando un gemido de dolor en su garganta.
Antes de que Gustabo pudiera decir algo, el menor comenzó a saltar sobre su pene de inmediato provocando un fuerte golpe entre sus pieles.
—¿¡Que haces, puto loco!? ¡Te vas a lastimar! —grito el rubio preocupado—. Joder, para ya, gilipollas.
Horacio se detuvo aunque no por petición de Gustabo. Las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro nublado su vista. Sus sollozos inundaron la estancia. Sus extremidades empezaron a temblar violentamente sin control alguno. Se dejó caer en su pecho enterrando las uñas en la piel pálida del rubio.
—Lo perdí... Fue mi culpa... ¡¿Por qué no puedo hacer nada bien?! —grito a viva voz—. Todos se mueren, ¡todos a mi alrededor se mueren!
Lanzó un alarido lastimero aferrándose aún más a su amigo. Se sentía muy mal, necesitaba deshacerse de aquella terrible sensación que lo carcomía por dentro.
Necesitaba alejar lo que atormentaba su mente, no quería pensar y creyó que teniendo sexo con la persona que amaba iba a resolverlo. Su plan fallo, ahora tenía ganas de vomitar de lo culpable que se sentía tanto por la muerte de Willy como por haber querido usar a Gustabo para desahogarse. En verdad deseaba tener sexo con el mayor, necesitaba sentirse lleno, tenía un gran vacío en su pecho que debía llenar cuanto antes. Sentía que su ser podía desvanecerse en cualquier momento.
—Tengo las manos manchadas de sangre de todas las personas que han muerto por mi culpa... Su sangre esta impregnada en mi piel —admitió viendo con horror sus propias manos—. Las personas con las que tengo contacto mueren.
Gustabo siguió su mirada. Obviamente sus manos estaban limpias pero para Horacio estaban cubiertas de sangre, el sonido de los gritos y disparos inundaron sus pensamientos.
El rubio aprisiono con sus manos las del menor, quien por un momento dejó de oír y sentir aquello que lo afligía. Al alzar la mirada se encontró con dos grandes zafiros viéndolo con amor.
—Yo sigo aquí, justo enfrente de ti —susurro—. Tus manos están limpias, si crees que están manchadas, te ayudaré a lavarlas. Horacio, no eres el único que ha dejado morir a personas, no eres el único quien carga muertes sobre su espalda. Al menos sabes sus nombres, sabes quienes son y podrás honrar su memoria.
Seguidamente, Gustabo se arremangó las mangas de su camisa blanca mostrándole los brazos desnudos a su amigo.
Con mirada perdida, Horacio los vio y el aire se escapó de sus pulmones.
Cerca de los antebrazos, existían marcas de ataduras en los brazos pálidos de su amigo. Las marcas se veían viejas acompañadas por rastros de rasguños, como si le hubieran clavado las uñas y desgarrado la piel.
—Pogo era muy inestable —comunicó con desprecio—. Cuando recupere el control de mi cuerpo tenía los brazos así, Pogo no podía estarse quieto así que lo amarraron... Me explicaron esto mientras me nombraban a todas las personas que murieron o fueron lastimadas por mi culpa, quienes dieron su vida para protegerme... Personas que apenas conocía. ¿Sabes como lo supere? Por qué no me importan, lo que hicieron por mí en realidad lo hicieron por Pogo, si ellos querían sacrificarse por él, ¿Qué culpa tengo yo que desperdiciaran sus vidas por ayudar a que un payaso asesino sobreviviera? Nunca les pedí que se sacrificaran por mí. Nunca le he pedido a nadie que muera en mi lugar y aun así la gente lo hace. Cuando mataron a Torrente, yo lo tenía muy claro desde el principio, iba a matarlo yo mismo si eso implicaba que nosotros saliéramos vivos.
El menor lo miró sorprendido, no por sus palabras, sino por la forma tan cruda en la que las dijo.
—Tu no hiciste nada malo —masculló apretando su agarre. Horacio se aferró aún más a él intentando creer esas palabras—. Horacio, tú no hiciste nada malo —remarcó Gustabo estirando su mano para acariciar la cresta del menor—. Pero tu único error fue ese: confiar en los demás, abrirles tu corazón, mimosin. Si no te importaran las personas podrías vivir en paz, como yo. Esto es pura supervivencia, siempre lo ha sido. Tu y yo contra el mundo. Prometimos hacer lo que fuera para sobrevivir juntos en este mundo que siempre ha intentado matarnos, en este mundo que nos dio la espalda siendo unos niños indefensos.
Con los ojos cristalizados y amenazando con derramar lágrimas, el menor cerró los parpados concentrándose en los arrumacos que le eran otorgados.
El momento de calentura ya había pasado y ambas erección desaparecieron. Gustabo se acomodó la ropa antes de hacer lo mismo con la de su amigo. Se retiró un momento para buscar unas mantas, al regresar con Horacio lo envolvió en la tela de estas para que estuviera caliente en aquel frío día.
—Te prepararé algo de comer, ¿Qué te gustaría? —preguntó con un dulce tono de voz.
—Un kebab —susurro. Era obvio que iba a pedir eso, le encantaban y el rubio lo sabía.
—Sabes lo que tienes que hacer, Horacio. No puedes dejar que quienes te hicieron daño se salgan con la suya —murmuró cerca de su oído entregándole una pistola por debajo de las sábanas.
Gustabo sonrió antes de depositar un suave beso sobre los labios ajenos, acarició su cabello despeinándolo aún más y se encaminó a la cocina a preparar la comida de su amigo.
El mayor sabía que no importaba cuantas veces se lo dijera, no importaba cuantas veces las personas cercanas a Horacio murieran, la historia se repetiría como un ciclo sin fin.
Pese a lo que las personas pensaran de él, Gustabo no carecía de empatía, sólo sabía controlarla, no le importaban las personas con las que no tuviera mucha relación. La única persona que amaba y protegía era Horacio porque así lo había decidido él; no encariñarse con nadie era algo que había aprendido desde muy joven y Horacio se veía incapaz de hacerlo.
Envuelto en sus sábanas, las lágrimas resbalaron por el rostro de Horacio. Gustabo siempre tenia razón, si sólo pudiera controlar sus sentimientos todo sería más sencillo. Apretó la pistola contra su pecho, tenía un asunto pendiente con una persona que pronto recibiría una bala por parte de esa arma.
Su mirada se desvío a una ventana cercana donde pudo ver claramente a dos mariposas revoloteando chocando contra el vidrio. Por un momento pudo jurar que escuchó la voz de Willy y Athenea provenir de aquellos frágiles insectos.
—Nos volveremos a ver en el cielo y ahí... tendremos un nuevo hogar —canturreo aquella canción que su madre solía dedicarle cuando era solo un niño inocente. Un infante sin cicatrices en su cuerpo, sin sangre en sus manos. Sin un rastro de muerte persiguiéndole.
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Historias Gustacio/Pogacio
Fiksi Penggemarhistorias de: @lovsscherry / 𔘓lαlα @Emil_neul / Emil Neul Derechos a su respectivos creadores