No me lo podía creer. Estaba de vuelta en Nueva York. Hacía más de diez años que no volvía y casi me había olvidado de cómo era: tantas luces, ruido, el bullicio de la gente...
La verdad era que mi historia era bastante complicada. Mis padres son españoles y, al igual que ellos, nací en España. No obstante, cuando yo tenía un año de edad, mi padre perdió el puesto de contable de la empresa madrileña en la que trabajaba, de forma totalmente injusta. Sus jefes decidieron reducir la plantilla y él fue uno más de tantas víctimas. Ante esta situación, mi madre y mi padre optaron por mudarse a los Estados Unidos. Por suerte, uno de sus antiguos jefes le acabó consiguiendo un empleo en una empresa industrial en Nueva York bastante conocida. Allí mi madre también encontro trabajo en una reputada academia de idiomas.
Gracias a ella yo sabía ablar español, inglés, francés, alemán y japonés. Mi padre siempre alucinaba al ver la facilidad que teníamos mi madre y yo para hablar en otras lenguas, pues tanto él como mi hermano Diego tenían muy mal oído y les costaba entender otro idioma que no fuera castellano o el inglés. Había que reconocer que si no hubiese sido por mi madre, mi padre jámas habría sabido manejarse bien en Nueva York cuando llegamos por primera vez.
Tisha: Enrique, ¡ten cuidado! Esto no es Madrid - refunfuñó mi madre.
Mi madre no paraba de regañar a mi padre cada vez que aceleraba o intentaba adelantar a los otros coches. ¡Era el pan nuestro de cada día!
Enrique: No me pongas nervioso, Tisha.
Tisha: ¡Pero mira! - le señaló asustada a un chiquillo que se había acercado mucho al arcén para salir corriendo tras un balón.
Papá frenó de golpe y gritó:
Enrique: ¡No lo hubiese pillado! ¿Puedes tranqulizarte un poco? ¿Quién lleva el coche!
Tisha: ¡Eso sí que no! - dijo mamá tajante negando con el dedo índice de la mano derecha -. Como te pongas chulo, conduzco yo.
Yo sonreía escuchándolos discutir. Así eran ellos. Solían pelear mucho, pero también se amaban con locura. Mi madre me contaba que se habían conocido en un viaje de Gran Canaria y que se habían enamorado, pero que tenían que ser realistas y ver que eso no iba a llegar a ningún lado. No obstante, ambos se llevaron una enorme sorpresa, cuando unas semanas más tarde, se reencontraron en el centro madrileño; y apartir de ese momento decidieron forjar un futuro juntos.
Miré a mi hermano Diego, que como siempre, estaba escuchando música en su ipod. Esa era una de sus grandes pasiones, pero se quedaba corta en comparación con el haciendo footing. Mi hermano estaba completamente obsesionado con el atletismo. Lo cierto era que se le daba bastante bien al condenado. Había ganado muchas competencias y eso lo demostraban el gran número de trofeos y medallas que lucían en su estantería.
Diego tenía un año y medio menos que yo y él sí que había nacido en Nueva York. Siempre nos reíamos y le decíamos que era el único estadounidense "verdadero" de la familia. Físicamente era bastante atractivo, y me costaba reconocerlo porque yo no lo veía con los mismos ojos que las demás. Aun así, era cierto que era muy guapo. Tenía el pelo castaño y unos ojos medio verdosos que conseguían cautivar a todas. Él a diferencia de mi, había aceptado la mudanza con mucho mejor humor. Yo, sin embargo, ya estaba echando de menos a mis amigos y a mi novio de España.
Todavía recordaba cuando cumplí los siete años. Mi madre recibió una llamada de mi abuela materna en la que le comunicaba que mi abuelo había tenido un infarto y había muerto al instante. Mi abuela estaba sola y muy deprimida; y por lo que mi madre me había contado, estuvo años pegada a las pastillas antidrepecivas. Así fue como mi madre le comentó a mi padre la idea de irse una temporada a Madrid. Mi padre la sorprendió diciéndole que éramos una familia y que donde iba uno íbamos todos. Por esa razón, volvimos todos a España. Mi madre logró encontrar trabajo con más rápidez que mi padre, pero finalmente este logró entrar a trabajar en una asesoría.
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PONNY Y BARKEN [COMPLETA]
Teen FictionAlfonso me empotró contra la taquilla, haciéndome daño en la espalda. Ahogué un gemido de dolor y le mantuve la mirada lo mejor que pude. - Me parece que no lo entiendes Anahí. No había nadie por el pasillo por si necesitaba chillar, suplicar por ay...