35. Tercia

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(POV Serena)

35. Tercia


Todo esto es raro. Raro del carajo.

Minako está sentada en el sofá con las piernas en modo flor de loto, con su pijama invernal de estampado a cuadros amarillo y naranja. Es de una tela tan suave como una manta de bebé y demasiado holgada para sus estándares. Sólo lo usa cuando está o muy enferma, o cuando la ha liado grande con un novio y necesita hibernar hasta recuperarse, sonreír y volver a ponerse sus tacones y sus cintas en el pelo junto con la alegría que la caracteriza.

Pretendo ver el envoltorio de las palomitas dar vueltas en el microondas mientras le echo vistazos furtivos. Tiene media hora que llegó y no ha hecho más que reírse con la película, y luego me pidió unas botanas. ¿Qué le pasa? ¿Por qué finge que no pasa nada?

Vuelvo junto a ella con el plato hondo rebosado de palomitas, y balbuceo:

—¿Quieres un refresco?

—Si es de dieta, sí —responde, y se pone a picotear. Evita el mirarme.

Regreso a la cocina y reprimo un suspiro agobiado. Minako instalada en nuestra casa es algo demasiado surrealista, y no sé ahora si fue buena idea. Además, me siento culpable por haberle otorgado refugio indefinido sin habérselo consultado antes a Seiya. Ahora ya es demasiado tarde. Sólo ruego que no me monte un circo al respecto cuando venga. Me ha enviado un mensaje diciendo que está retrasado camino del trabajo.

—Aquí tienes —lo pongo sobre la mesita. Minako me sonríe, como si fuera un día cualquiera.

—Gracias —la abre y tras darle un trago, señala la pantalla —. Por cierto, vi ésta película en un autobús hace mil años, y me pareció pésima. ¡En realidad es muy divertida! Ve a ése tipo bobo, es una pasada...

Yo me recargo en el respaldo, y cubro mis pies con la manta que compartimos.

—¿En serio, Mina? ¿Vamos a hacer esto? —le pregunto con el mejor tacto que puedo.

—Si quieres cámbiala, tú eras la que...

—Ya sabes a qué me refiero —le digo en voz más alta.

El rostro de Mina se contrae, como si alguien la hubiera pellizcado.

—No quiero hablar de eso, Sere —me corta.

—Y no es que quiera presionarte, pe...

—Sí, sí que lo haces.

Levanto las manos a la defensiva.

—¡Pues discúlpame si no me quedo contenta sólo con que aparezcas en mi puerta, hecha un mar de lágrimas y con equipaje en mano! Pensé que merecía una pequeñísima explicación —le recrimino, lo que le sorprende muchísimo. No suelo ser así de exigente con ella. La culpa me corroe en cuanto las palabras salen de mi boca, pero no deseo retirarlas. En vez de eso, agrego para subsanar el error —. Sólo estoy preocupada, y lo sabes.

—Ya lo sé —menea la cabeza y mira al suelo —. Pero no quiero hablar.

—No confías en mí.

Minako sonríe con un tinte agridulce.

—Es más complicado que eso. Pero no, Sere. Si no confiara en ti, ahora mismo estaría en un motel.

Me da mala espina. Sé lo espantoso que es estar en la calle, expuesta y desamparada y no saber dónde ir o a quién acudir.

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