Capítulo 30

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Deneb Kepler

Los actos tienen consecuencias. Suena fácil de entender, pero es complicado poner en buenas prácticas este concepto. Si lo piensas, es como la responsabilidad afectiva, debes tener ojo en tu actuar porque inevitablemente va a desencadenar algo en la otra persona. No sabía muy bien cómo manejar esa parte, cómo poder actuar a mi gusto y con libertad sin que el otro saliera afectado, y siempre lo supe, otra razón por la que cada vez que me acostaba con una chica era en un contexto de pasarla bien. Nunca me volví a acostar con la misma persona, pues sabía que en esos momentos, donde el cuerpo está sintiendo placer, la mente de uno puede flaquear y los sentimientos florecer. Yo podía controlarlo, sin embargo, no estaba seguro que la otra persona pudiera hacerlo. 

Pero Hazel lo tenía demasiado controlado, y eso me gustaba.

En ese entonces ya sabía que ella no era cualquier chica en mi vida. Y también sabía que me gustaba como persona, su cuerpo y su personalidad. Sabía que me podía llegar a encender con tan solo una mirada y que yo era capaz de hacer cualquier cosa para que ella no estuviera triste.

Sí, debí darme cuenta mucho antes...

Pero como ya lo había dicho, me puse una venda, y si tenía la posibilidad iba arrancarme los ojos para hacerme el ciego con todo lo que me estaba pasando. Porque prefería eso antes de alejarme de ella.

Es que no lo pude evitar, Hazel conocía partes de mí que ninguna otra persona conocía, era consciente de algunas heridas, que tocaba cada cierto tiempo para recordarme que estaban ahí, aún abiertas, y que me iban a molestar toda la vida si no decidía sanar. Porque la triste verdad era que ese paso solo dependía de mí.

—¿Y cómo está tu abuelo?

Nos habíamos juntado un sábado en la mañana a conversar. Yo se lo propuse, solo para tener un poco de tacto, porque sabía que en la última semana había estado decaída por esa razón que desconocía. Y si la mayoría de las veces que nos veíamos nos íbamos a terminar enrollando, tenía que saber qué le ocurría, o al menos intentar que eso le dejara de afectar. Así que llamé con la intención de averiguar si estaba libre, y antes de salir me eché el posavasos al bolsillo para ver si, de una vez por todas, era capaz de entregárselo.

—Bien —respondí.

—¿Bien? —preguntó, enarcando una ceja—. ¿Lo has llamado desde la última vez que estuviste en tu casa?

—He llamado a mi madre un par de veces.

—¿Y a tu abuelo?

—No tiene celular.

—Ya, pero puedes pedir que te lo pasen, ¿lo sabías?

Se supone que nos habíamos juntado para hablar sobre ella, lo que la tenía tan triste y con esas ojeras debajo de sus ojos castaños. No de mí.

—No has hablado con él, ¿verdad?

—No —reconocí—. Pero eso da igual.

—¿Cómo es posible que eso dé igual? Es tu abuelo, Deneb, y...

—Ya sé, ya sé, se va a morir. No tienes que decirlo, Hazel.

—Al parecer debo recordártelo cada cierto tiempo —masculló y yo la miré molesto—. No me mires así, sabes lo que pienso.

Quise enojarme, pero en el fondo sabía que tenía razón. Así que me tragué las ganas de gruñir y contestarle de forma grosera. Porque ella no tenía que meterse en esos temas, pero yo era el que dejaba que lo hiciera. La razón era simple, a veces sentía que Hazel tenía el panorama mucho más claro que yo, en todos los sentidos posibles.

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