Capítulo 35

943 145 4
                                    

Deneb Kepler

Una vez leí que algunas personas olvidan su niñez o períodos de esa etapa, se debe a que está llena de dolor y recuerdos traumáticos. Es un método de defensa, para que todo aquello que pasó cuando eras pequeño no te afecte tanto en tu adultez, aunque siempre termina ocasionando algo en ti de forma inconsciente.

Yo nunca olvidé y no entendía la razón. Sabía que había historias peores que la mía, sin embargo, todo me dolía cuando me acordaba de ese niño mal vestido que jugaba descalzo a las afueras del departamento. Un auto de madera color verde, lo paseaba por todo ese pasillo que mamá limpiaba cuando tenía algo de tiempo. Me arrastraba por el piso e imaginaba una larga carretera con montañas a mi alrededor, y esa típica postal al final del camino donde se podía ver una ciudad entera, o una playa maravillosa, o un prado lleno de flores... Pero no era nada de eso, solo era una puerta que hace algún tiempo atrás fue blanca, y que al pasar de los años el color gris la inundaba por la suciedad.

El fuerte ruido hizo que me exaltara. Tomé mi auto con fuerza y lo aferré a mi pecho como si me lo quisieran quitar.

—¡Puta, puta, puta, eso es lo que eres! —gritaron desde el otro lado de la puerta—. Vamos a ver si sirves para algo además de cagarme la vida.

Los gritos comenzaron a escucharse con más fuerza, eran de una mujer. Pude reconocer forcejeos, palabras que mamá no me dejaba decir y el ruido de los objetos quebrándose. No me pude parar de ahí, pensé que si lo hacía ese hombre iba a salir de su departamento por mí.

—Deneb...

La voz suave de mi abuelo casi provocó que mi corazón se detuviera. Yo me giré y lo vi parado al frente de mi puerta. Su rostro se frunció en desconcierto, pero cuando le sonreí él también lo hizo, y sus brazos se abrieron para recibirme.

Podía decir que mi abuelo era una de mis personas favoritas, sobre todo a los seis años. Siempre aparecía una vez al mes, por la tarde. Estaba conmigo un par de horas, contándome historias y preguntándome cómo estaban las cosas en casa. Luego me decía que me fuera a poner mi pijama, y mientras yo me cambiaba, él tenía una charla con mamá. Ya se me hacía una rutina. Para terminar, se despedía de mí y se marchaba, no sin antes sacar de su bolsillo unos caramelos de miel.

Corrí hacia él sabiendo que cada segundo contaba. Me rodeó con sus grandes brazos y me levantó para que mis pies descalzos dejaran de estar en contacto con el piso. Observó mi rostro con atención, siempre lo hacía. No estoy seguro si era para saber si estaba más flaco o algo más triste. Cualquiera podía ser una buena opción en esas épocas.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó él—. Fui donde la señora Inés y me dijo que no te ha cuidado en las últimas semanas.

—Es que mamá ha estado en casa.

—¿Y eso por qué?

Mi inocencia de niño le hacía contarle todo a mi abuelo, detalle a detalle, delatando lo que ocurría en el pequeño departamento en el que vivíamos.

—La han echado de su trabajo de nuevo, mamá lloró mucho por la noche. Al otro día tenía sus ojos muy pequeñitos... Así. —Dejé un pequeño espacio entre las yemas de mis dedos pulgar e índice.

—¿Y dónde está tu madre ahora?

—Está entregando ropa planchada en los edificios de enfrente. Me dijo que jugara con el auto mientras ella volvía. Solo un ratito.

—Bien, pero no creo que te haya dicho que estés fuera de casa.

—Es que estaba aburrido... —murmuré, amurrado.

Estrellas en el firmamento ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora