Capítulo 74

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Deneb Kepler

La nieve caía hace algunas horas, ya no había espacio que tuviera un color distinto al blanco. La llegada de diciembre había transformado todo. Me gustaba cuando estaba en mi casa, bebiendo té con miel y con una manta sobre las piernas, pero cuando tenía que ir a trabajar me moría de frío sacando la nieve que había caído sobre el auto durante la madrugada. Lo bueno, es que no era uno de esos días.

No pude ir a trabajar. Mi abuelo había tenido una mala noche, así que pedí un par de días de vacaciones para cuidarlo y verificar que tomara sus medicamentos. Miraba por la ventana cada cinco minutos para ver si había terminado de nevar, recién después del almuerzo paró. Aproveché de inmediato y fui a hacer unas compras mientras mi abuelo dormía la siesta.

Lo fui a ver apenas llegué, no me había demorado más de 20 minutos fuera, pero estaba consciente de que ese poco tiempo podía llegar a ser decisivo para él. Durante todo el camino tuve imágenes de mi abuelo donde no podía respirar, donde tenía un infarto, ni siquiera pude comprar todo lo que tenía en la lista, la presión que sentía en el pecho a medida que pasaban las imágenes por mi cabeza y los segundos en el reloj, aumentaba cada vez más.

Se veía débil, pero en ningún momento había dejado de fruncir su ceño. Solté una risa al notar aquello, demasiado fuerte tal vez, porque logré que abriera los ojos.

—¿Y a qué vienes a molestar? —murmuró con voz ronca.

—Lo siento —le dije, guardando la risa.

—Da igual, ya no podía dormir más.

Me preocupó el color de su piel, estaba en un tono grisáceo y más decaído de lo común. Me acerqué a él y le puse una mano en su frente. Mi abuelo me dio un manotazo con poca fuerza para que la quitara.

—No soy un niño para que me tomes la temperatura.

—Bien... ¿Quieres algo de comer?

—No... ¿Tu madre ya llegó?

—Se debió atrasar por la nieve, pero ya debe estar por llegar. ¿Seguro que no quieres comer nada? No te has alimentado bien esta última semana, abuelo.

—Estoy bien, Deneb...

—¿En serio?

—Sí.

—Como digas...

Me senté en el sillón que estaba en la esquina de su habitación junto a su librero. Él me quedó mirando por largos segundos hasta que soltó un gruñido. Lo quería vigilar, mirar su rostro, su pecho en el compás de sus respiraciones, sus manos tambaleantes y memorizar las huellas de sus dedos...

—¿No te cansas de verme?

—No —le respondí—. Me divierte ver como duermes. Aunque tus ronquidos no son tan agradables.

—Ve a tu habitación y haz algo por tu vida, ¿quieres?

—Abuelo...

—No, sé un hombre de provecho, no un vago —dijo en un tono de regaño—. Ni siquiera sé por qué pediste libre el día de hoy.

—Si te vieras en un espejo, seguro que lo comprendes...

—Sé cómo me veo. No necesito verme en un espejo, solo sentir mi cuerpo —respondió con lentitud—. Déjame solo, por favor.

Si me lo pedía, yo lo iba a hacer. Eran mis últimos regalos para él, no insistir, no rebatir, dejar que mi abuelo buscara la paz en su soledad. Tal vez necesitaba esos minutos para sí mismo. Aunque me hubiera encantado decirle que no me quitara más tiempo a su lado, que después de todo, yo iba a ser el que se iba a quedar.

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